ARRABALÍAS

de Francisco Domene,

poeta y narrador

ÍNDICE DE PARTES:
DE LOS SÍMBOLOS Y DE LOS NOMBRES
DE ARRABALÍAS INTERIORES Y EXTERIORES
DE BENEFICIOS Y DE PRECIOS

Arrabalías

Para Helena,
Amiga que me elige.

«Nadie es libre. Hasta los pájaros
están encadenados al cielo.»
Bob Dylan: Entrevista.

«Qué bello este vivir siempre de pie,
(¡belleza!),
para el descanso eterno de un momento.»
Juan Ramón Jiménez: Obra.

«Llueve. Las horas parece
que se han puesto como los libros,
derechas con el lomo hacia afuera.
Estoy entre las horas y los libros.»
Alonso Quesada: Dolorosos caminos.

De los símbolos y de los nombres.

«De paz no goza el hombre que recuerda
Para sí, para dentro, lo indecible.»
Jorge Guillén: Lugar de Lázaro
.

Símbolo y signo: alzada podredumbre,
única y sola y misma podredumbre
y gloria única, echada sobre el mundo
como una luz, como un charco de luz
que es la nada misma, el todo mismo,
el centro de lo enorme, el todo mismo
de lo ínfimo, de lo enorme y lo ínfimo.
Lo absoluto y el cero, lo lejano,
lo que es inaccesible, lo intocable
en lo más dentro, adentro de lo dentro.

Para que todo exista, como pájaro
y sierra azuleante, cristal y teja,
campo cansado o muralla derruida.
Para que existan planes de urbanismo,
una bestia cualquiera, un eficaz
lagarto, la izada ubre inconcebible
del pino de la plaza, la muchacha
de esos ojos ázimos de tan dulces.
Para que existan, no ha de existir nada:
la ida es el regreso; el signo, el símbolo.

Hay que aprehenderlo todo: la grosera
maravilla del agua que enceniza
una hora toda, un día, una calle;
el pulso ensangrentado de la luz
por el cerro, la gravedad metálica
de la cimbra crecida y generosa,
el limpio carcajeo del insecto,
el negativo blando de la nube,
todo lo que es número, certidumbre,
lenta maduración, gesto, equilibrio.

Todo lo que es símbolo, signo, origen.
Todo lo que es memoria y escritura
y territorio o interminable indicio,
lo que es músculo y máquina, o imagen.
El artefacto, la prueba irrefutable,
la duda que atormenta, la razón
que es tierra, la verdad que es tierra, el tiempo
que es tierra viva, signo, origen, símbolo,
hombre, palabra dicha en una música
inoíble en la que una voz alienta.

Lo elegido, que es todo, no se expresa;
se siente. Mercadea corazón
a corazón, labio a labio, silencio
hasta silencio. Trata con las hojas
que sostienen como un fruto el verdor,
con el encenagado y casto ruido
de las jaras, con el culebreante
oro seco del río, con la noche
que apuntalan estatuas y gusanos,
con lo que no se rinde ni obedece.

También la forma, el vínculo genético
que procede de nunca y que procede
de siempre, del indemne movimiento
de la mano en el barro, no se explica;
se siente. Como un gozo y una herida
se siente. Como el ladrido de un perro
se siente. Como un doblar de campana
se siente. Se reconoce y se siente.
Se siente como la sombra que brilla,
como la sombra que en la sombra brilla.

Más allá, más allá, en más memoria;
sin cesar más allá, en más y más
música y en más frío. Y en más miedo
y en más redes de araña, más allá
del nombre falso de las cosas, más
allá de unas caderas donde nace
el día, donde pudiera nacer
todo el fuego del mundo, más allá
hay otro río, hay otro mar, otra
frontera que proclama otra frontera.

Toda la oscuridad es esta noche.
Un código de amor son estas calles.
Qué incomprensible técnica construye
el aire quieto, el escondido aroma,
el movimiento inmóvil de las flores.
La fuente es un nido de culebras
que llamean como húmedos cabellos.
Qué diluvio de estrellas o de lágrimas
viene de tanta cima dulcemente.
Muerte no ha de haber para tanta gloria.

Callar no puedo, estoy frente a la nada.
Frente a la creación quiero decir,
frente a la nada. Sí, cómo se escucha
latir un alma en tanta maravilla.
Llega hasta mí como una risa clara,
como un vasto oleaje de sonidos
confusos que pronuncian, uno a uno,
el verdadero nombre de las cosas,
mi nombre verdadero, el verdadero
nombre de lo que no existe y existe.

En voz, en oleaje, en risa, en pulso
en nombre. Pero en más: en tormentoso
ojo ciego de un niño, en tallo roto,
en rama desprendida, en ala hermética
de una mosca, en la cola emponzoñada
del alacrán, en esos granos húmedos
del trigo de la lluvia, se evidencia
el soplo, el limpio aliento, la encendida
respiración, el quieto cataclismo
que da significado, cifra, fuerza.

Al fondo, desplegado como un mapa
escolar, hay un don, un incesante
don de amasada cal blanca, un don
de rumorosa cal aturquesada.
A la derecha, allí, bajo los pájaros,
en ese fondo que ha trazado nadie,
aquel pueblo sin señas convalece
de tanta voz, de tanta placidez.
Un don que siendo tiempo no transcurre,
que siendo para nunca es desde siempre.

Más cerca, a la deriva, crece el tizo
verde del olivar, un garabato
apagado, un zumbido de tinieblas
que relumbran frente a la calavera
de un sol de bronce aguardentoso y frío.
Y, más arriba, apuntalando un cielo
de vidrio, el campanario tuerto, un mudo
filibustero de ecos y retumbos,
ahora mismo vierte un oropel
de palomas y sílabas al aire.

El mundo está en sazón, y a nuestra mano.
Es un viejo alfabeto de emociones,
un hondo abecedario de belleza
hundida en la belleza que el silencio
lentamente pronuncia y ensordece.
Basta con detenerse y aprehenderlo
y cantarlo hasta confundirse en él,
hasta negarse y afirmarse en él.
Basta con contemplar la envenenada
reliquia del instante, la furiosa

y apasionada fuga de las cosas.
Sería suficiente estar atento
al estrépito ambiguo de la noche,
al germinante estrépito del agua,
al abismal estrépito de un cuerpo.
Sería suficiente, si cuadernos,
muebles, astros embalsamados, huellas
de naufragios, reptiles o fantasmas,
o la tibieza dulce de unos pechos,
pudieran ser, de pronto, detenidos.

Si los hongos y los gametofitos,
si las esporas, si la roca gris
oscura de la foto, si los polos
magnéticos, los ganglios, los ventrículos,
si todas las variaciones y fuga
sobre un tema, pudieran detenerse,
sería suficiente. En ese instante,
una respiración sola, una única,
una habitante respiración sola
atronaría en un corazón único.

Una jauría de geranios rojos
se asoma por la tapia de aquel huerto.
Hay también un enjambre de membrillos,
un carnoso hervidero de acerolas
y una zarza que arde entre amarantos.
Todo es celebración, memoria, canto.
Todo es eterno como una pisada
sobre el barro, como una marca de agua
sobre la piel de un niño. Todo es canto,
un canto cotidiano, un canto eterno.

No hay muerte. La medida del tiempo
se expresa en unidades de belleza.
Las horas son pizarras y areniscas;
los segundos, coladas de basalto;
la vida, un largo y solo vulcanismo.
Avanzan los relojes roncamente.
Vociferan las grúas cabizbajas.
El fósil de una lluvia, la sexual
reiteración del martillo neumático,
raíces, tallos, hojas: todo es canto.

Una idéntica dotación genética,
la misma voluntad, la misma insignia.
Pero, además, me importa el ojo cíclope,
el ojo avisador y amenazante
de la torre de comunicaciones,
y el sistema nervioso que conduce
por las paredes, por el aire, océanos,
grifos, náufragos, puñaladas, risas.
Me importan los viscosos ademanes
del neón de la tienda de neones,

y la motocicleta abominable
y el crepitar del grillo y esos gatos
lejanísimos del aserradero.
Sí, cómo aúllan los remordimientos
sobre la impunidad de la inocencia.
También la perfección es un barranco,
el farol oxidado, el eucalipto,
el rechinante vuelo de las moscas.
Con qué explícita clandestinidad
suplicante se muestra lo escondido.

Oídme: Anega la hora un tibio alud
de sangre helada, un arrebol de pájaros,
una brizna de niebla murmullante.
Todo es idea, signo, canto, símbolo.
Es todo melodía, ritmo, altura.
Si yo extendiese mi mano vacía
hacia la tierra, si un día cualquiera,
hoy mismo, ahora mismo, yo extendiese
mi mano hacia la tierra, si extendiese
mi corazón vacío hacia la tierra.

De arrabalías interiores y exteriores

<<esta casa no es lo que era.
Compasivamente, en la noche,
sigue acunándonos>>
José Hierro: La casa.

Mi patria no soy yo. Ni mi destino.
De mí mismo yo soy el desterrado.
A mí mismo regreso entre las sombras.
Embozado en mi sombra hasta mi sombra
vengo. Por una calle oscura y sola.
Por una paramera oscura y sola.
Por la sombra de un mar, entre tinieblas.
Caen sobre mis hombros la negrura
del día y la negrura de la noche.
La sombra de una mano me conduce.

No por la noche oscura, por la vida
quiero decir, la sombra de una mano
me conduce: la luz es la tiniebla.
El latido inefable de unos pasos
se escucha, aunque yo me detenga. El ala
limpia de una mirada zumba y zumba,
incluso si mis ojos permanecen
cerrados. Aquí se barrunta un reino
o el residuo de un reino entre desechos
y harapos. Oíd: yo no soy mi patria.

No le digáis a nadie que he venido.
Que nadie sepa que he venido. Oíd:
No sé qué busco. Husmeo entre los hierros
oxidados del barco hundido, aparto
tierra y huesos en la fosa común.
Pero no sé qué busco. Abro mis ojos,
aguzo mis oídos de alimaña.
Qué son esos cadáveres. Qué son,
qué ocultan esas ruinas que en el sueño
de la ciudad aúllan como un tótem.

¿Y si lo encuentro y no lo reconozco?
¿Si después de buscar lo que no sé
que busco, de pronto, un día lo encuentro
y no lo reconozco, si de pronto
un día en una risa, en un negocio,
en un grano de trigo o en un hombre
lo encuentro y no lo reconozco? ¿Y si
fuera acaso, si estuviera, digo,
dado a mí desde siempre en las miradas
sin servidumbre ni ira de mis hijos?

Quién alza este alminar de tan bendita
Urgencia. Con qué fe inobjetable
hay que seguir andando, sin propósito
previo, por la pureza regalada
del mundo; sí, tan sin nadie y sin máscara,
y tan lleno de amor como un altar
arrasado. Voy a donde mis pies
y a donde la esperanza quieren. Voy
por estas calles viejas que fecunda
la lluvia pregonera de septiembre.

Arrabal de Moriscos, callejón
del Cáliz, echad la tranca a las puertas,
clausurad las ventanas, azuzad
el rencor y los perros, que esta noche
un hombre está pasando por vosotros;
oíd, un hombre que busca algo pasa.
Pobre de aquel que mire; su búsqueda
persuade y enceguece. Pobre del
que mire: le quemaría los ojos
la tea del sentido de la vida.

Todo o nada: así de simple es la apuesta.
O desistes o avanzas: no hay aquí
ni póliza de riesgo ni promesa;
si es que algo hay es una cita a ciegas,
una noble aventura que te inicia
o te acaba. Y ya es la hora: vida o muerte:
la decisión es tuya. No lo pienses
más: avanza con paso firme, no hay
tiempo que perder, parte hacia la duda
que encierra, si es que existe, la verdad.

Último umbral de la hora: los tres cantos
de un gallo. Pero qué canta. Qué letra
habrá que ponerle a ese bronco ruido
con que acaba la noche: invitación
o pérdida. La tristeza o el gozo.
Qué hombre nuevo se crea en este día.
Para qué paraíso. Para qué
nueva servidumbre y qué soledad
se crea. Para qué nuevo mandato
comienza a hundirse todo en esa luz.

¿Y si fuera esta luz, como diluida
en alcohol, y no sé reconocerla?
¿Si acaso fuera el canto inescrutable
o el gaznate sarcástico del gallo
y por qué no la cruda levadura
—deseada— de la lluvia o el gorrión
que entra por la ventana abierta y vuela
la habitación y ,sin mostrar la mínima
urbanidad, caga y se va, o el acto
mismo de despertarse una vez más

—por qué misericordia de qué dedo
que ordena la alegría y la fortuna—,
un día más, en esta casa donde
se oye el tictac dormido de los hijos,
el amor respirante de la madre,
el fértil resplandor de la mujer,
y no voy a saber reconocerlo
ni sentirlo? Qué triste, qué vacía
ineptitud, qué inicuo disparate.
Miedo a no conocer: esto es la busca.

Miedo a saberse solo, a suponerse
solo, inútil y solo; y, sin embargo,
nada hay, en la redondez del orbe,
vacío. Como el que es apedreado,
como el que huye de azotes y cadenas
—bien distinto es el gozo de los libres
del consuelo ramplón de los esclavos—
estoy huyendo, estoy mirando yo:
Oh, vista; oh, espectáculo hermosísimo:
la luz es testimonio de sí misma.

Quién dijo que existe una vena de aguas
que viven, que hay un gozo fuera del
cual no hay gozo, que ha de haber un lugar
donde el amor no se entibia ni mengua,
donde suena lo que el tiempo nos hurta,
donde hay un sabor que la ambrosía
no apoca, donde dura lo que toda
una eternidad no gasta. No importa
quién lo dijera. Si fue dicho, existe:
Una palabra sola crea un mundo.

Por la calle de San Juan, por la calle
de la Zapatería, bajo el Arco
impenitente de la Magdalena
se mueven sin estorbo, ni tumulto,
los roñosos fanales de los astros.
Como un nervio raquídeo reparten
su blanca propulsión a las fachadas
blancas. Ninguno tema que se caigan
o despeñen. Están en sus asientos
firmes. Sólo la luz rebosa y cae.

Acaso está también la tierra atada
con amarras, si no, por qué no cae
sobre el cielo —esa piel que cubre de aguas
las alturas—. Si no, por qué lo humano,
la ortiga aniquilada, las efigies,
los huesos del león, los estandartes,
no caen a lo divino. Si así fuera,
qué sin trabajo, qué fácil, sin odio,
sin reverencia o miedo, qué dócilmente
todo ardería con igual incendio.

Regresar al principio: la palabra
es yo, la luz es yo, la tierra es yo.
Nada es tan absoluto como amar
sin fin y sin hastío, por de dentro
y por de fuera, liberando lastre,
lo conocido, poseer lo amado.
Bienvenida la boca que besó.
Bienvenida la mano que erigió
una caricia. Y regresar a tientas:
Sin duda, el alma ha de tener memoria.

Sin duda, todo ha de tener sentido.
Y si no se permite al ojo, al tacto
descubrirlo, al testimonio de quién,
a qué razón le prestaremos crédito.
Qué oráculo hay que oír, qué balbuciente
voz hay que oír. Al interior de qué
habrá que regresar, con qué equipaje.
Puede el corazón monstruoso del hombre
desentrañar la fábrica, explicar
justamente la enorme maquinaria.

No: sólo los indicios: la hermosura
festiva de las cosas, los escombros
de un océano creado para sólo
un pez, la trashumante redondez
de la tierra engendrada para un grano,
la usable promisión que hay en un cuerpo
de mujer nunca aprendido, nunca
cosechado del todo. Sólo indicios,
los síntomas tan sólo, las señales
de lo que se nos dio, de aquella ofrenda.

¿Por qué me siento solo? Aquí, en el centro
de tan terca creación —¿irrepetible?—,
¿por qué me siento solo? ¿Por qué siento
la vergonzosa necesidad de un
alma, si, poco a poco, la ciudad
se va llenando de más luz, de más gente,
de más definición y más otoño?
Si para mí madura lenta y libre,
como una hogaza, como una palabra
nunca usada, por qué me siento solo.

También se descarría la hermosura.
De qué raíl, de qué carril previsto,
de qué cifra se sale, con qué riesgos.
Qué amenaza supone para el hombre.
La persiguen con perros; día y noche
rastrean sus pisadas, sus vestigios
inocultables, para hacer que vuelva
a la norma, al patrón estipulado.
A dónde hay que acudir para firmar
un simple pacto de defensa mutua.

Es un instante demasiado largo
la vida, demasiado hermoso y leve.
Fluyen unos contornos que limitan
nada, que el aire borra porque todo
es de una misma esencia, porque todo
es un mismo refugio. Respirar,
volver a respirar esta grandeza,
este templo inmortal que nos rodea
con flores y suburbios y guijarros:
Yo que no soy mi patria, soy mi patria.

De beneficios y de precios.

«Desde
las zarzas crepitantes de luz y mariposas,
la voz de un Dios me exige
que sacrifique aquello que más amo.»
Ángel González: Revelación.

Lo mismo que se venden huevos y aves
en la Plaza de las Eras, se vende
un hombre. ¿A qué postor y por qué precio?
¿Por qué canjea tiempo y tierra? ¿Qué
beneficio persigue en este trato,
nunca probado ni justo, consuelo
o renacimiento? Íntimo emerger
cotidiano hacia la nada común.
Atormentada busca de lo frágil
y eterno: la vida es no un sustantivo

sino un verbo: la acción, el movimiento,
el cambio es su dominio. Hay en la vida
voz, modo, tiempo, número y persona:
oscuras desinencias, accidentes
fortuitos que dan o quitan sentido
al mundo: si yo digo amaba, siento
en la boca un rescoldo como de pan
ázimo. Si digo amo, estalla todo,
y un mosto dulce fluye por los campos,
por los altos capiteles del día:

todo es conjugación, concordia,
limpia armonía; digo: desinencias,
modos de terminar lo que no tiene
principio ni raíz, lo que sólo es
cuerpo, tributo, móvil que alguien mueve.
Uno y todo son uno: signo y símbolo.
Así, como a un cuerpo, yo me uno al mundo.
Nunca más solo. Nunca más sin nadie:
festiva alianza inquebrantable. Pacto
novísimo que ha de perdurar nunca.

Cuando mi mano toca al hijo, nada
más rozarlo se hace hijo: la luz traza
una sola línea, un sólo límite
sin bordes. Cuando el humo del cigarro
bornea entre mis dedos, de inmediato
mi mano, ya sin peso, se levanta
por el aire como humo. Y a la vez
que es humo es aire y lámpara que cuelga
y techo, libro, copa de aguardiente;
y sin dejar de ser nunca hijo y mano.

Lo mismo le sucede a mi mirada,
que es la misma luz que mira, la imagen
misma, copia no, del mundo, el objeto
mismo, un solo dominio en que no cabe
la muerte ni su posibilidad.
Sí, todo es yo, mas siempre conjugable.
Tiempo y modo: la voz que ha de anunciar
que nada acaba, cómo se acumula
con una urgencia lenta la verdad
de toda esta ternura hospitalaria

que en las olas recíprocas del mar
o en el equitativo mediodía
de la tierra indulgente está instalada.
Como el cristal no sabe detener
los rayos nunca, y siempre, adolescentes
del sol, ahí afuera, al otro lado
ingobernable de esta habitación;
así también, ninguna cosa puede
detener el ímpetu de otra cosa
que con ella, al tocarla, se confunde.

Así mi pensamiento, que es migaja,
pizca de un pan que nadie amasa y nadie
hornea, y que humildemente conoce
la contraseña para abrir las puertas
y los muros del mundo, también es
indetenible. Así entra en las cosas,
y se hace llave de la luz, y río,
y embarcación. Y con las cosas vuela,
si son pájaro o nube; si son cuerpo,
mi pensamiento goza como un cuerpo.

Y siempre así, desde hoy. Sin omisión
y sin culpa. Por la ciudad abierta
de par en par como el día o la noche,
por las sombras abiertas como un ojo
o una boca. Por un viejo presente
—a campo, a corazón, a tumba abiertos—,
vengo e invoco la olvidada inocencia,
la musical sazón de la inocencia.
Nadie pretenda taparse los oídos,
porque este canto hasta los sordos lo oyen.

También las vacas y los cerdos lo oyen.
Toda la creación oye este canto
y canta. El viento en las espigas canta.
Al mirarla, la desnudez de un cuerpo
canta. Y en el aljibe canta el agua.
Y en la lumbre, la chispa. Y la fortuna,
en el hondo precipicio del dado.
Como la libertad dentro del pecho
del libertador muerto, todo canta.
Qué prodigio: la creación es música.

Pero a qué precio. ¿Por qué siempre llega,
y siempre indefectiblemente a golpes,
la hora de pagar cuanto se utiliza
o se goza? Qué condición me pone,
qué moneda me pide esa intocada
paz que alza en armas el redondo páramo
para otorgarme a mí toda esta música,
para dejarme a mí ser esa música?
¿Qué voy a darle yo, qué hay en mi alforja;
si lo vivido es nada, qué le doy?

Un poco de tristeza rebatible,
una mujer, dos hijos, una madre,
un perro, un gato y unos versos: nada
mío, nada que yo posea, como
se posee un traje o una herida; nada
que pudiera ser dado tengo. ¿Veis?:
después de echar las cuentas no me salen
las cuentas, ni los años. Tal vez, porque
mi corazón, experto igual en voces
y en latidos, no es máquina ni músculo

ni aritmética, ni sabe de títulos
de compra, ni inventarios. Acaso, porque
su mercancía es otra: lo que tiene
de abismo y de despeñadero un hombre,
de maldición un cuerpo, de discurso
y de umbral unas caderas de mujer.
¿Pero esto basta? ¿Todo este tesoro
no acumulado basta? ¿Es suficiente
para poder pujar en la almoneda?
Ha de bastar, es todo lo que tengo

y lo que soy: moneda de mí mismo,
que el tiempo manosea y abarata,
es lo que ofrezco. Todo lo demás,
si hay más, no entra en el trato. Esto es lo justo:
Para el buen mercader no existe el riesgo.
Como el que espera que llueva, yo aguardo
la respuesta, de pie, sobre la tierra
seca. Como el que espera el rayo, aguardo
humilde y temeroso la respuesta.
Cada cual con su dios se las entiende.

Si es posible el amor, todo es posible:
la transacción, la venta, el mercadeo,
el pacto: cada dios ha de entenderse,
mutua es la obligación, con su criatura.
Hablo de amor, oíd; de la refriega
de un cuerpo en otro cuerpo hablo. De amor
a manos llenas, a cuerpo lleno, hablo.
De la resurrección atronadora
de la carne: todo ese amor que se cuece
como un cántaro en el horno del cuerpo.

Para amar no hace falta ni humildad
ni orgullo, ni ciencia alguna; ignorancia
hace falta. Deseo de aprender
lo que tan sólo un cuerpo usado enseña:
la trocha hasta la luz, la lobreguez
de la vida sin muerte. Como el mar,
que por amor, por sólo amor, empuja
el galeón hacia los arrecifes,
también dos cuerpos que se aman se arrastran
o a la destrucción o al conocimiento.

A ese confín, que es punto de partida
y desembocadura, estoy llamado.
A esa inmortalidad como de tarde
muy lenta por la que ocurre un paisaje,
que muy de tanto en tanto emite pájaros;
a esa música en que maduran lentas
las manzanas y los surcos no arados
de los campos se estiran como nubes,
como animales lentos, como ríos;
a ese amor que me elige, estoy llamado.

Como la savia de la tierra acude
a los centenos, la luz al reclamo
de las hojas y el agua jugadora
de la honda zubia al circunspecto océano,
yo acudo a su llamada. Con afecto
y con miedo, como se acerca el labio
a la piel que lo espera, como van
en busca de alimento las palomas
a la siembra, yo acudo a su llamada.
Y me envuelve su voz, como la niebla

al pueblo que amanece, y en su voz
me cobijo como un gato en el halda
mullida. Sigue hablando. Sigue hablándome
a mí, mujer, di con tu voz mi nombre.
Haz que tu dedo ahora me señale.
Que tu mano se pose en mi hombro tuyo.
Yo quiero ser tu símbolo y tu signo,
el garabato oscuro con que escribes
y creas, brizna de granza en tu almiar,
la huella de tu pie sobre la tierra.

Elígeme —si yo soy inmortal,
por qué temo morir—, llámame, sí,
no dejes que la duda eche raíces.
Corta tú a tu medida mi camisa
eterna, mi calzón eterno. Elígeme.
Que de tu desnudez me des la mía.
Que de tu propio barro me modele
tu mano. Imagen no, prolongación
tuya: barro de tu barro, saliva
tuya, tu misma desnudez, tus mismas

nervaduras: uno y todo son uno:
signo único, símbolo único, origen
único, el mismo canto inmemorial.
Hasta la luz, hasta que la luz duela,
hasta que la marca de la luz duela;
por fuera y por adentro, amiga, elígeme.
A hierro y fuego, pon tu marca en mí.
Que ni la borre el agua ni la tache
el tiempo. Que la herida largamente
supure, sí, que nunca cicatrice.