PLAZA MAYOR

Una sección de Francisco Arias
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LAS FLORES DEL CEMENTERIO

        La verdad es que ya no se respeta nada; ni siquiera los lugares sagrados de toda la vida. Claro, que si tenemos en cuenta que la mayoría de las personas han dejado de creer en lo sagrado, en lo espiritual y en lo trascendente, a ver cómo queremos que los malhechores se paren a respetar cosas y lugares sagrados. Y así, nos encontramos con situaciones tan despreciables como la que sucedió la pasada semana en Baza, que unos facinerosos se colaron por la noche en el cementerio y robaron las flores de las tumbas. Se llevaron especialmente las coronas y los centros más valiosos, aquellos que podrían vender posteriormente con cierta facilidad. Ladrones y despreciables, pero no tontos.

         Y digo yo que aunque, la gente no tenga creencias, al menos, hasta ahora, salvo el caso de profanaciones llevadas a cabo por psicópatas y degenerados, se habían respetado los cementerios, los lugares donde reposan nuestros muertos, donde descansan los seres queridos que nos dejaron para siempre. Hay que ser cafres, además de chorizos, para no sentir un mínimo de consideración por el camposanto y para dejar a los pobres difuntos sin las flores del recuerdo de sus familiares, ofrecidas con más o menos esfuerzo económico, pero siempre con el mayor cariño y el más profundo sentimiento.

         Y es que, tal como va la vida, cada vez hay menos principios y menos cosas que respetar. Andamos demasiado ocupados en trivialidades y zarandajas para ocuparnos de otras realidades menos tangibles y menos rentables. Algo similar a este caso del cementerio está ocurriendo en los templos. El pasado domingo, sin ir más lejos, un descerebrado, vestido de payaso, entró, con una llave inglesa en una iglesia de Granada (en concreto la del Corpus Christi), durante la celebración de la misa, y destrozó una pila bautismal de mármol con unos tremendos golpes que sonaron y retumbaron como bombas. En el templo había unos veinte fieles; se pueden imaginar el gran susto que se llevaron. Y menos mal que la emprendió con la pila, que si le da la idea de atacar a alguno de ellos o al cura, a ver quién controla la situación. Es para pensárselo: un payaso loco dando terribles zambombazos con una enorme llave inglesa y unos cuantos fieles, casi todos personas mayores (que no es que yo quiera hacer ninguna valoración, pero esa es la realidad), ¿quién le para los pies al agresivo y sacrílego payaso? Pues, no; no tiene ninguna gracia, a pesar de la indumentaria que llevaba el asaltante. No tardaremos en ver a los vigilantes de seguridad a las puertas de las iglesias, como en la mayoría de los locales públicos. Y, por supuesto, los párrocos tendrán que poner a buen recaudo todos los objetos de valor que normalmente hay en los templos, pues ya está más que visto que los ladrones no se paran ante nada, que nada hay sagrado para los que pierden norte y principios. ¡Pobres iglesias, desde siempre lugares de fervor y de oración, donde antes ni se hablaba o se hacía con voz muy baja para no entorpecer el recogimiento, y ahora, cada día más, expuestas al mal comportamiento, a la barbarie y a los actos vandálicos y sacrílegos!... ¡Pobres cementerios, lugares sagrados desde los ancestros de la humanidad, lugares respetados y temidos en todas las épocas por todas las culturas y creencias, donde la tierra se hace sagrada a fuerza de dolor y de tristes recuerdos!... Y ahora, ya lo ven, entran los ladrones en ellos como si se tratara de un bar o de un supermercado. Y es que hoy las malas artes adelantan que es una barbaridad. Pues, sin ánimo de desearle mal a nadie, hubiese estado bien que, aquella noche, cuando entraron los ladrones, el cementerio les hubiera jugado una mala pasada, que, por ejemplo, algún muerto se hubiera levantado de la tumba y que los chorizos hubieran salido por piernas y estuviesen todavía por ahí corriendo. A lo mejor así aprendían a respetar las cosas serias. Porque no son sólo unas tumbas o una iglesia las que se profanan; son las creencias, los principios, el presente y el pasado,  lo más íntimo y entrañable de cada uno de nosotros.

                ¡Pobres iglesias y pobres cementerios! ¡Y pobres, también, de nosotros!... A saber lo que nos queda por ver, lo que tendremos que vivir y lo que tendremos que sufrir. Mal que bien, obligados por las circunstancias, nos vamos acostumbrando a lo inesperado, y lo más disparatado nos acaba pareciendo normal o, incluso, bueno. Y así, la vida nos va robando cada día cosas y más cosas, con la misma impunidad y la misma desvergüenza con que se roban las flores de un cementerio.