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PARA NUESTRO DELEITE PARTICULAR |
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Cuando el cielo empieza ya a teñirse de delicados colores de atardecer, en ese tránsito entre el día y la noche; y entre las luces y la oscuridad, puede sentirse tal paz, que es difícil acordarse de tantos y tantos ruidos mundanos que entorpecen nuestro bienestar. Sería fantástico que tuviéramos tiempo para el tesoro de silencios y sonidos que cada día se nos ofrece, restándoselo a otros menesteres menos confortables. Hay que desconectar y ser capaces de salir indemnes de cualquier cosa que no nos guste, siempre que sea posible, por supuesto. Pero estoy segura de que muchas de las complicaciones que nos envuelven son en realidad fácilmente salvables, a poco que lo intentemos o en cuanto consigamos evitar sus urticantes efectos. Con sólo desechar lo que nos incomoda y no es inevitable, con dejar a un lado y lejos a esas personas a las que llaman tóxicas, con no hacer aprecio de lo que nos provoca desprecio, con sólo eso, que es mucho, no me cabe ninguna duda de que todo ha de ser mucho mejor. Poco a poco las sombras van llegando para quedarse hasta que mañana amanezca de nuevo. Todo muta, qué poco permanece, y sin embargo no es motivo de vértigo o de miedos -nada que ver con aquellos temores infantiles-, porque es tan continuo que incluso en el movimiento puedes encontrar estabilidad. No es lo mismo el vaivén de las olas meciendo un barco perdido en la tormenta, que el mareo que lleguen a sentir los marineros de un buque que surca habitualamente los mares. Incluso el azar marca sus reglas si puedes observarlo y controlarlo; es mucho más peliaguda la inseguridad ante lo inesperado y sorpresivo por imprevisto. Y de repente es de noche, y ya no distingo los campos de almendros y olivos, pero me basta mirar hacia el cielo y poco a poco llenarme las pupilas de estrellas. Nada se pierde si sabes que, aunque no lo veas, ahí está; si sabes esperar y llenar tal espera de todo lo que, mientras, tenemos al alcance para nuestro deleite particular. |
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