POR LA ALAMEDA

Una sección de Lola Fernández Burgos
Para remitir sus comentarios, clique AQUÍ

NI UNA MUERTE DE MÁS


Pensaba que violar a mujeres con casi total impunidad y como parte normalizada de culturas machistas y patriarcales, en las que la mujer es considerada inferior al hombre, era cosa de la India y otros países lejanos en todos los sentidos. Eso pensaba, ilusa de mí, hasta que este verano leí que en España cada ocho horas una mujer es violada. Estremecedor. Escalofriante. Sin embargo, no es necesario acudir a estadísticas para comprobar cómo se nos trata en este país, cuando más que aplicar las leyes de protección a las mujeres, se discute hasta la terminología de la violencia que las mata. Y no es sólo el continuo goteo de víctimas a manos de quienes dicen amarlas: hay que añadir las muchísimas más mujeres que viven un infierno puertas adentro, bajo el yugo torturador de hombres que se sienten a salvo en su hogar para maltratarlas sin castigo a tan absoluta cobardía. Todos sin excepción hemos recibido la vida de una madre, y con ella hemos establecido nuestra primera relación humana, por lo que es fácil concluir que el dañar a la mujer nace más de factores externos, culturales y sociales, que de una predisposición genética de odio en el género con mayor fuerza física para abusar de ella en contra del género más débil a este nivel. Nacemos sin prejuicios ni rechazos, y es la mala educación la que crea malas personas.

Dañar a la mujer tiene distintos grados, y va desde el invisibilizarla en el lenguaje, hasta asesinarla; aunque sin olvidar cómo se la ningunea y atemoriza, cuán frecuentemente no se le reconoce su talento, cómo se la considera de segunda valorando menos su trabajo económicamente con respecto a idéntica tarea si la realiza un hombre, de qué modo tan cínico y desvergonzado se la culpa a ella de los males que el hombre le infringe, ...y un largo etcétera que da cuenta de que más allá de fríos números y conceptos está una cruel realidad de mujeres violadas, vejadas, apaleadas, silenciadas, maltratadas hasta la muerte, con una frecuencia que duele y que da asco. Porque repugnante es que la violencia contra la mujer no se ataje de cuajo, con la escrupulosa aplicación de la Ley, con sentencias dictadas por jueces que verdaderamente protejan a la víctima en lugar de condenarla (¡¿se puede permitir que una jueza le pregunte a una mujer violada que si cerró los muslos con suficiente fuerza para evitar la agresión sexual?!). Como también me parece, por otra parte, incomprensible que se desdibuje el delito de violación en el término de agresión sexual, como queriendo restarle importancia; algo así como lo de llamar investigado al imputado...

Qué triste e indignante es comprobar cuántos impedimentos hay para que no nos sintamos tratadas mal por el simple hecho de ser mujeres. Porque una sola mujer muerta por la sinrazón de un machismo que cuando se expresa no es convenientemente castigado, a la realidad me remito, es una muerte de más; y el incesante número da miedo, es como un grifo que gotea: pudiera parecer que la merma es insignificante, pero enseguida se comprueba que es una preciosa cantidad de agua que se pierde inútilmente. Pienso en cada mujer asesinada por un hombre que se cree con derecho a disponer de su vida, y de tantas vidas futuras abortadas para siempre, y siento el dolor de la pérdida como si fuera mi madre, mi hermana, mi hija, o yo misma. No comprendo que no sea el sentir general, pero sé muy bien que no lo es, pues entonces hace siglos que se habría acabado con esta nauseabunda violencia asesina.