POR LA ALAMEDA

Una sección de Lola Fernández Burgos
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DE PARIAS Y BANDERAS


Una, que ha conocido cómo ETA mataba utilizando la ikurriña de señuelo, cuando ésta estaba prohibida, y que celebró su legalización porque desde ese mismo momento dejaron de morir miembros de los cuerpos de seguridad del Estado al proceder a su retirada, no entiende muy bien cómo con el tema de las esteladas se vuelve a una guerra de banderas que en nada contribuye a una pacífica convivencia ciudadana, amén de ser un ataque directo a la libertad de expresión. Hay cosas con las que no se juega, porque son peligrosas cuando se viven como un ataque a una identidad. Con acciones tan torpes y contraproducentes, pues siempre se consigue lo contrario de lo que se pretende, se roza la provocación; algo mucho más grave en momentos como el actual, cuando si algo se precisa son gestos de (re)conciliación y actitudes de manos tendidas. La unidad de un país no se logra a base de enfrentamientos, oposiciones y afrentas; y quien las utiliza, con fines electoralistas para mayor desvergüenza, es quien más hace por fracturarla.

He asistido a tan ineficaz metedura de pata, siéndome muy difícil creer que se pueda ser tan mentecato, mientras pasaba unos días en la capital teniendo que sufrir algunas noches de hospital acompañando a un familiar enfermo. Quien se haya visto en tal tesitura, muchos de ustedes sin duda, sabrá de la tortura de pasar toda una larguísima noche en un incomodísimo asiento desde el que ser testigo de la dinámica hospitalaria nocturna, que a mí personalmente me parece horrible. Y en esas largas horas en las que a veces te bajas a la calle a fumar y despejarte, de pronto descubrí a dos sin techo durmiendo entre los aparatos de gimnasia de la plaza que hay frente a la entrada del Hospital. Fijándome algo más, en el equipamiento que hay para remar vi a una mujer mayor que se tapaba con una manta aprovechando el asiento y respaldo. Junto a ella, su patrimonio de cartones y las cuatro cosas que considerará imprescindibles; y algo más allá, un hombre de más o menos mi edad, con su abrigo de cartón bajo la luz de una farola. De inmediato se me olvidó la incomodidad de la que me había estado quejando mentalmente, claro. Por la mañana, cuando la ciudad despierta, se quitan de en medio, para no molestar, y para no ser molestados, supongo.

Algo debe de funcionar muy mal cuando tenemos a decenas de miles de personas sin hogar, que se ven obligados a vivir y dormir en la calle, haga frío, hiele o llueva; y a eludir el acoso y ataque, a veces mortal, de gente que tiene la suerte de vivir cómodamente y la desgracia de ser tan mala como para ensañarse con personas que son los auténticos parias de esta sociedad. Olvidados, o peor aún: maltratados, cuando no asesinados por puro divertimento de salvajes sin entrañas. Y me parece que ante realidades tan insoportablemente tristes como esta, crear conflictos absolutamente evitables como el del uso, o no, de unas banderas en un espectáculo deportivo, es, cuando menos, repugnante.