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EL PESADO FARDO DE LAS COSAS MUERTAS |
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Una crónica de indudable poderío visual, casi onírico, que me lleva a pensar en la absurda inutilidad de acarrear con el pesado fardo de las cosas muertas. La vida nos ofrece a diario la oportunidad de reinventarla. Cada amanecer es una puerta abierta, un poner los contadores a cero para empezar de nuevo. Vivir, como escribir, por cierto, es enfrentarnos a una página en blanco, la tabula rasa de la que nos hablan los filósofos. Ante ello, nada mejor que desechar todo aquello que haya perdido su corazón. Porque, a poco que reflexionemos, podemos descubrir que en ocasiones nos acercamos más a la desvariada conducta de Juana I de Castilla de lo que nos gustaría aceptar y reconocer. Ella con su (mal) embalsamado Felipe; nosotros, con todo un cortejo fúnebre de sentimientos. No sé si para éstos, una vez muertos, existirán cementerios extramuros de nuestro propio corazón, pero de no haberlos hemos de inventarlos si queremos continuar libres de tan insoportable como eludible peso. O lo que es lo mismo: hemos de asimilar y asumir su muerte. Aunque es aún más delicado abordar el tema del sentir compartido que queda unilateralmente descorazonado. Muerto de una orilla, vivo pero condenado a la pena capital de la otra. ¿Qué hacer entonces, sino convertirnos en asesinos de sentimientos? Eso es muchísimo más difícil y complicado a nivel emocional; pero nos queda eso o velar permanentemente unos restos que nunca más volverán a estar vivos de verdad, por muchas velas que les encendamos, o ya celebremos cuantas veces nos aconseje nuestro empecinamiento un oficio de difuntos en su memoria. En esto de los sentimientos descorazonados, con independencia de que perdieran su razón de ser aún con mucha vida por delante, hay que llegar al punto en que aceptemos ser prácticos antes que románticos, por más que de entrada nos pueda parecer un sacrilegio. Porque el tiempo y la vida nos van enseñando que para según qué cosas no hay nada más sagrado que nosotros mismos. Se le puede llamar egoísmo o puro instinto de supervivencia, pero no podremos expresar sentimientos nuevos y vivos si antes no nos libramos definitivamente de aquellos que por mucho que les lloremos están descorazonados y, por ello, absolutamente muertos.
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