POR LA ALAMEDA

Una sección de Lola Fernández Burgos
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BESOS ROBADOS


Quien más, quien menos, todos recordaremos sin duda episodios de nuestra infancia en los que los mayores nos arrancaban de nuestros juegos con un “ven y dale un beso a Menganito o a Fulanita”…Tú te dejabas besar y regresabas corriendo sin tregua al territorio más sagrado de los niños, el del juego. Imperceptiblemente ibas aprendiendo que hay personas lo suficientemente importante para los tuyos como para transmitírtelo a través de imposiciones a base de besos.

Yo no soy muy de besar, la verdad sea dicha, tal vez porque me parece que al igual que no debemos tutear a los desconocidos, saludar con un apretón de manos es mucho más correcto que entrechocar las mejillas a la primera de cambio. Aparte de que darse la mano es abrir una puerta al carácter del otro, besar es algo que me gusta reservar para quienes me provocan el deseo de hacerlo ante la alegría de encontrarlos. No digamos ya cuando alguien a quien ves por primera vez te abraza…empiezas a encogerte y te gustaría ser aire para recobrar la libertad. Porque besos y abrazos impuestos son como aquel arrancarte de tus cosas de niños para un incomprensible paréntesis de cosas de mayores, esas que pasarán muchos años antes de llegar a contextualizarlas y, así, entenderlas.

Pero más allá de los besos impuestos por aprendizaje familiar o por fórmula de cortesía, están los besos robados; esos que alguien te da en contra de tu voluntad, sabiendo perfectamente que no deseas que así ocurra. Nunca llegaré a entender que personas que no es que no te quieran, sino que te quieren mal, que es muchísimo peor, tengan la osadía y el atrevimiento de plantarse frente a ti y besarte. Judas a su lado tiene al menos la atenuante de que no hizo sino aquello para lo que estaba predestinado. Pero estos ladrones de besos no tienen excusa; como tampoco tienen vergüenza, pues de tenerla no es que no te besarían, sino que tendrían a bien no molestarte.

¿Qué lleva a alguien que te ha traicionado, presuntamente, a besarte sin titubear; a quien te ha hecho daño sin merecértelo, a acercar su cara a la tuya cada vez que se cruza contigo? La hipocresía, seguramente. Pero cuando por ambas partes se conoce la realidad de una estafa emocional, ¿a qué viene fingir en algo tan evitable sin mayores problemas? A mí ya me parece desvergüenza que alguien que se ha transformado de motu propio en tu enemigo, te salude aunque sea de lejos. No me entra en la cabeza que andes con cumplidos con alguien que no te gusta. Al menos a mí me ocurre que si alguien me desagrada, lo que menos me apetece es algo tan físico y directo como uno o dos besos, por muy gesto aprendido que sea. No soy muy partidaria de convencionalismos, pero de todos ellos quizás el de los besos robados sea el que más aborrezco.

Siempre insisto en lo de no me digas tanto que me quieres y demuéstramelo, que es la mejor manera de disfrutar de los sentimientos que merecen la pena: expresándolos. Algo que es aún más auténtico y posee más valor en un mundo como el nuestro, en el que si te abres una cuenta en una red social, por ejemplo, te encuentras con la sorpresa de que en pocos días tienes tropecientos amigos. Y no te salen las cuentas cuando piensas que para hablar de amistad y cuantificarla te sobra, con mucho, con los dedos de una mano. Así que ahora voy a tener que añadir un no me beses tanto y sigue tu camino, porque si los atracos emocionales son siempre indeseables, el de robarte tus besos son lo peor.