POR LA ALAMEDA

Una sección de Lola Fernández Burgos
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BABELANDIA


La tierra de la confusión, ese terreno en el que no nos entendemos y que podría asemejarse a las tierras movedizas en que se ahoga la comunicación.

Hay muchas formas y maneras de comprendernos sin necesidad de utilizar lenguaje alguno. Ya se sabe que cuando nos encontramos con personas de diferente idioma nos valemos de todas las artimañas posibles para hacernos entender, seguramente a voces, que es curioso pero frecuente cuando hablamos con extranjeros, o lo somos nosotros, no olvidemos que la extranjería es algo recíproco.

Estoy convencida de que mientras no empezamos a usar de la lengua para comunicarnos entre humanos, no por ello no nos intercambiábamos la información. No necesitábamos hablar para saber qué queríamos decirnos. Es esa comunicación perfecta que se da con los animales y con los bebés sin necesidad de palabras. Es más, seguro que al introducir el lenguaje hablado la comunicación se vio incrementada en algunos aspectos, pero también menguó en otros, no por minoría menos importantes.

De la hipotética lengua única a la multiplicidad de lenguas que conllevaron el no entendimiento, simbolizado en esa torre ciudad bíblica llamada Babel, la misma que aspiraba a llegar al cielo y que quedó inacabada cuando Yahveh dotó a sus constructores con lenguas distintas y ello los dispersó por toda la Tierra. Siempre suele haber una falta de respeto en el origen de todo desencuentro, pues cuando no se da tal falta puede haber incomunicación pero nunca confusión. Cuando Yahveh acabó con la lengua única no instauró la intolerancia a la diversidad, sin embargo ésta fue seguramente la causa del no entendimiento que llevó a abandonar el propósito común de levantar entre todos la mítica construcción.

Pero la confusión no siempre proviene de hablar una lengua diferente. La comunicación es imposible cuando no hablamos los mismos lenguajes, aun cuando utilicemos el mismo idioma. No hay que ser recíprocamente extranjeros para que te suene ininteligible lo que escuchas. Se da mucho, por ejemplo, cuando escuchas el mensaje religioso y/o el político y no crees en quien lo emite. Porque tanto la actitud hacia la Religión como hacia la Política es en cierto modo vocacional, y eso no quiere decir que te llegue la llamada de la fe o de la ideología y veas la luz, al modo de San Pablo, cegado y caído del caballo. Más bien significa que tu postura descansa en la creencia. Si no crees, o si dejas de creer, todo empieza a sonarte hueco, vacío, superficial, vano.

Si eres ateo, el sermón de los sacerdotes te resbala. Y si eres apolítico, el discurso del líder político te entra por un oído y te sale por el otro, sin dejar la más mínima huella. Y si en medio de este proceso de no fe o de sentir ajena determinada ideología has pasado por una apostasía o por un abandono o renuncia a unos ideales, aparece el factor rechazo para condimentar tu indiferencia. Está claro que entonces da igual lo que te digan: ya no les entiendes, porque sencillamente han dejado de hablar el mismo lenguaje que tú. Y te importa muy poco lo que escuchas.

Babelandia, la tierra de la confusión. En ella se mueven los amantes cuando dejan de entenderse y rompen; o los padres y los hijos mientras los primeros olvidan que también tienen padres, y los segundos se creen que inventaron todo, desde el amor a la muerte; o los amigos que ven bifurcarse sus caminos y olvidan que la amistad está muy por encima de la senda; o los jefes y sus subordinados, cuando aquéllos echan en cara que éstos no han hecho lo que ellos mismos no les han permitido hacer, o cuando les recriminan por aquello a lo que les obligaron. Babelandia, arenas movedizas que se tragan el intercambio de información y la comprensión, el entendimiento y la empatía.