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FLORES SOBRE SUS TUMBAS |
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La veo cruzar la plaza a la hora más intempestiva, como a hurtadillas, llevando unas litronas de cerveza, y más parece que las botellas la llevaran a ella, pues va como aferrada a su tabla de salvación. La mirada perdida, el andar perezoso. Hace demasiado tiempo que perdió la sonrisa y ya se acostumbró a que los niños huyan de ella al verla aparecer por la esquina. Le llaman la loca, y apesta, porque la única agua que su cuerpo conoce es la de la lluvia. Si alguien pretende ayudarle, maldice a media voz a quien se le acerca y se aleja asustada. Al amanecer apura su tristeza en un último trago antes de irse a dormir, antes de regresar a casa y soñar la ternura. Me gustaría que en sus ojos encontraran el color del corazón, pero sólo buscan el de su ropa interior. A veces anhela una caricia en su pelo siempre despeinado, aunque nunca halla más que un usarla y dejarla tirada. Unos billetes arrugados son testigos de su rabia, apenas esbozada, pues todo en ella es ya casi mudo y sordo. Unos billetes que servirán para que siga viva, ella que se siente tan muerta. Hace apenas unos pocos años todo era muy distinto. Era una mujer joven y atractiva, con una corte de galanes que buscaban convertirla en su princesa. Pero ocurrió lo que a veces ocurre, eligió mal y se enamoró del hombre equivocado. El hombre que apenas recién casados estrellaba contra ella su ira, como las olas del mar golpean con furia el rompeolas. Ni siquiera podía contar con esa barrera que frenara los golpes que día a día recibía con cobarde saña entre las cuatro paredes de un hogar del que no podía escapar. Puñetazos, patadas, insultos. Un mal día cayó escaleras abajo y perdió el sentido. Al salir del hospital su familia la arropó hasta lograr que su marido se marchara y la dejara libre, y aunque no se lo creyera nunca del todo, él nunca más regresó. Pero me cuentan que nunca volvió a ser la misma. Se encerró en su casa y se dio a la bebida. No reconocía a los suyos y empezó a vagar por las calles y a ser una piedra rodante del camino, de esas a las que uno patea sin apenas verla, una, dos, tres, hasta que queda fuera de la vista. No habla, apenas balbucea unos sonidos ininteligibles, o sencillamente se pone a gritar como enloquecida, presa de ataques de ansiedad. Bebe y bebe, y sale a la calle cuando cree que nadie la ve. La miro sin que me vea y me siento impotente, porque uno no puede ayudar a quien no quiere ser ayudado. Su trastorno no le impide estar en esta sociedad que permite cosas tan atroces como el maltrato. Contra las mujeres, contra los niños, contra los mayores, contra los animales. Contra lo más débiles. Esta sociedad, que es culpable de omisión, porque mira a otro lado cuando escucha los gritos del dolor. Sólo interviene cuando no le queda más remedio, generalmente tarde. Pero a diario sabemos de unas cifras que no por repetidas dejan de ser espeluznantes. Niños que mueren reventados a golpes, siendo apenas unos bebés. Mujeres que una y otra vez nos hacen escuchar crónicas de unas muertes anunciadas. Ancianos que acaban sus vidas recibiendo un trato indigno. Animales con los que se cometen salvajadas entre vítores de pueblos enteros. Cómo poder entender todos estos atentados y vulneraciones contra los más elementales derechos. Cómo no sentir vergüenza de lo que somos, de cómo somos, desde los mismos orígenes de los seres humanos. Derechos del menor. Contra la violencia de género. Atención a los mayores. En defensa de los animales. Días de recordatorio y homenajes. Asociaciones. Actos. Palabras. Flores para los muertos. Y mientras, la loca bebe compulsivamente el alcohol barato que la adormezca un poco más de lo que los golpes ya lo hicieron, y al amanecer se acuesta borracha, deseando no volver a despertar. Si las personas maltratadas hasta la muerte pudieran expresar lo que sienten, estoy segura de que lo primero que rechazarían serían las flores sobre sus tumbas. |
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