POR LA ALAMEDA

Una sección de Lola Fernández Burgos
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AMOR DE MADRE

Vaya por delante que no soy madre, nunca he sentido eso que llaman instinto de maternidad ni deseos de tener hijos. Es más, cada día me alegro más de mi decisión, meditada en su momento, de no tenerlos; y no les arriendo la tarea a mis amigas mamás, enfrascadas en la ardua labor de educar hijos adolescentes en los tiempos que corren.

Pero soy hija, y adoro a mi madre. Mejor podría decir que adoro a mis padres, porque así es, pero hoy voy a centrarme en la relación madre- hija. Madre no hay más que una, y yo siempre le digo a la mía entre bromas que “¡menos mal!”, porque no quiero ni imaginarme que hubiera más de una, a pesar de que considero que ese es el verdadero amor. Y es que una madre no sólo te da la vida y se desvive hasta la muerte por ti, sino que te educa, te cuida, te ayuda, te mima, te apoya cuando lo necesitas, se convierte en tu red bull particular y te da alas cuando estás preparada para volar.

Una madre te muestra la cara menos egoísta del amor: te lo da sin agobios, sin exigencias, pero sobretodo te lo da de un modo incondicional. Es decir, sin ponerte condiciones. Te quiere cuando estás bien y cuando estás mal. Está ahí siempre, y ni siquiera tiene que decirte nada ni tú darle explicaciones: con sólo escucharte o mirarte, ella sabe cómo y qué sientes. Cada nuevo día le doy gracias a la vida porque aún tengo a mi madre y puedo contar con ella, y sólo deseo que pasen muchos años y ella esté ahí, y se sienta tan orgullosa de tenerme como hija como yo lo estoy por tenerla por madre.

A cambio, los hijos somos el paradigma del amor egoísta, el que siempre pide, creyendo que es un derecho, y el que apenas da, por pensar que no es  una obligación. Desde niña siempre he visto que la relación padres- hijos no es unilateral, que la balanza no está nada equilibrada. Quizás por eso mismo antes de cumplir diez años ya le dije a mi madre que jamás tendría hijos, y seguramente será por eso por lo que no sólo lo he cumplido, sino que además no me ha costado lo más mínimo.

Cuando veo a esos padres que acaban en un centro geriátrico, que a los hijos les suena mucho mejor que asilo, se me parte el corazón. Ellos, que se desvivieron por sus hijos, ¿qué pensarán cuando se vean allí? Estoy segura de que los disculparán y no dirán eso de “cría cuervos”, o “si volviera a nacer”…Pero me alegro de que si yo termino en uno de estos centros, que será lo más probable, al menos no habré dedicado ni un solo minuto a unas personas que después me lo agradecerían así. Me alegro muchísimo.

Amor de madre, qué maravilla. Frente al amor de una madre, ninguno, ni siquiera el de un padre, puede compararse. El amor es un puro egoísmo. Incluso en la etapa del más intenso enamoramiento, sólo nos amamos a nosotros mismos. Deseamos unir nuestras vidas a quien nos hace olvidar nuestra soledad, y nos convencemos de que dejamos de ser uno y uno para pasar a ser dos. Ilusa mentira: nunca dejaremos de estar solos.

Aunque siempre nos quedará decidir ser padres. Decidir ser madres abrirá una nueva verdad, preciosa para quien le guste: dejar de ser uno mismo para ser el otro. Renunciar si es preciso a la propia felicidad para que nuestros hijos sean felices. Y pedirle a la vida, si no es mucho pedir, que esos hijos tan felices no terminen por aparcarnos en un asilo.