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VIAJE INTERIOR |
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Viajar, irse lejos del lugar habitual de residencia, aunque sea por unas horas, cambiar de paisajes, de gentes, de olores. Sentirse extraño por un momento, ajeno al lugar que nos acoja, para estudiarlo e intentar conocerlo y adaptarnos a él. Tratar de inventar una habitualidad, ficticia aunque sea, e incardinarla en la novedad de lo desconocido. Me pregunto qué nos mueve para salir del entorno cotidiano a la mínima oportunidad, y enfrentarnos a lo extraño. Todo lo nuevo tiene un atractivo que emociona, porque no sabemos qué nos deparará, ni de qué modo y maneras iremos incorporando los descubrimientos a nuestra realidad. Cuando llego a un lugar por primera vez, me encanta observar todo con mucho detenimiento, tal vez para crear mentalmente unas coordenadas en las que empezar a construir lo que después será un recuerdo. Y cuando pasa el tiempo y alguno de estos lugares son ya parte de mí, es increíble lo nítidamente que se evoca ese primer acercamiento. Hay una especie de intangible temor que matiza toda primera vez. Cuando los estímulos nos son desconocidos, hemos de ayudar a nuestro cerebro a descifrarlos, porque no existe la memoria sobre ellos. Hemos de actuar quizás más conscientemente, sin respuestas automáticas. Eso nos produce un lógico miedo, diríase que ambiental, ante el cual cada quien despliega una conducta diferente, válida siempre que nos reconforte. Me parece increíble cuando me encuentro con personas que no gustan de salir, que se aferran a su entorno como a un abrigo para quitarse el frío del crudo invierno. Incomprensibles esa cobardía vivencial, y ese agarrar el bastón que no es necesario pero que da la certeza de no caer en caso de tropiezo. Frente a ellas, hay gente tan intrépida y valiente que con unas embarcaciones tan ligeras como unas simples carabelas, son capaces de echarse a la mar y descubrir nada más y nada menos que un Nuevo Mundo. Contrastes. Así, si lo desconocido provoca pavor a los más pusilánimes, es una golosina para los amantes de la aventura. Porque lo que acontece sin variedades produce un automatismo que es como una balsa de aceite en la que doblegar los recelos, una especie de refugio contra los temores. Que dicha automaticidad nos proporciona seguridad, es indudable. Como también lo es que puede conducirnos a un aburrimiento mortal. Seguramente huyendo de ese letal tedio es por lo que nos regodeamos en el viajar. Porque un viaje es una delicia para los sentidos de quien no tiene miedo de nada, sencillamente porque no se tiene miedo a sí mismo. A veces el viaje más necesario es el que se realiza al fondo de nuestro propio ser, tratando de descifrarnos y redescubrirnos, y asimilando sin excusas lo que vamos hallando. Cuando uno es capaz de mirarse fijamente, sin apartar los ojos asustado a la primera de cambio, sin desechar pensamientos, aceptando el envite e incorporando incluso lo inesperado, seguro que va por buen camino. Porque viajar es tal vez el modo de irnos dando todo lo que necesitamos, generalmente perteneciente más al mundo espiritual que al material. Y difícilmente sabremos qué buscar cuando antes no nos hemos hallado a nosotros mismos. |
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