555. ¡Pobre de nosotras!

Por Lola Fernández. 

En el tema de los derechos fundamentales de las personas hay que tener mucho cuidado con no quedarse estancados, y mucho más con dar pasos hacia atrás. Hay toda una lucha histórica en su conquista, y lo que no sea avanzar es algo que no debiera permitir ninguna sociedad, si no quiere volver a las cavernas. Las mujeres representamos la mitad de la humanidad, pero no quiero quedarme en la cantidad, sino señalar que somos quienes alumbramos parto a parto a hombres y mujeres. Sin mujeres no hay vida, sin despreciar la contribución a ella de los hombres. Pero es que estos viven muy bien, se dan todos los derechos, además de los privilegios, y, sin embargo, ¿qué pasa con las mujeres? Que se responda cada quien, porque no es difícil saber la respuesta.

Leo, no sin ganas de llorar, que hace pocas semanas, los yihadistas prohibieron que las mujeres pudiesen estudiar a partir de la escuela primaria. Pero mi indignación y tristeza se incrementan hasta límites infinitos al saber que los talibanes recuperan la obligatoriedad del burka en Afganistán. Leo y mi congoja es máxima:  El burka es una prenda solo usada, en todo el mundo, en Afganistán, y tapa todo el cuerpo de la mujer sin excepción: a diferencia de los demás velos, algunos de los cuales se abren en la cara y las manos, el burka tapa todo. En las manos, guantes, y ante los ojos, una reja de tela aísla completamente a la mujer del mundo exterior. Su uso ya fue obligatorio desde 1996 hasta 2001 y ahora los talibanes, en el gobierno, vuelven a imponerlo. Recuerdo haber escrito un artículo sobre esta prenda, y saber desde entonces la cantidad de muertes que provoca, sólo por el tráfico y la falta de visibilidad. Pero va mucho más allá de esas estadísticas, por si no fueran más que suficientes. Es tratar a las mujeres como putas, amén de invisibilizarlas con algo que, según las mentes perversas de los talibanes, vela por la honestidad femenina… Algo así como los unicornios y su leyenda en la antigüedad de guardianes de la virginidad de las doncellas, sólo que no es un animal protector, sino una prenda absolutamente agresiva. Siempre he dicho que, si estos machos incivilizados quieren que los hombres no miren a las mujeres, lo suyo es ponerse ellos vendas en los ojos, no tapar a las mujeres. El caso es que el líder supremo talibán, en un comunicado emitido por el gobierno del grupo en Kabul, capital conquistada en agosto de 2021 tras la retirada de las tropas norteamericanas y la de todos sus aliados hace casi un año, ordena que las mujeres deben de usar el burka, ya que es tradicional y respetuoso… ¡Qué miedo me dan a veces la tradición y el respeto, cómo en nombre suyo se cometen las más terribles atrocidades!

Invisibilizar a las mujeres, desde el lenguaje inclusivo a la negación de la violencia machista de género, pasando por el no reconocimiento de la desigualdad efectiva entre hombres y mujeres, y sin desdeñar la agresividad que se manifiesta contra pobres mujeres que no saben cómo actuar para que sus hijos no mueran a manos de sus exparejas, que hacen de la violencia vicaria su arma de ataque más cruel, quitándoles la vida a sus propios hijos, sólo por hacer daño a unas mujeres, las madres de esos hijos, que sólo hicieron algo tan elemental como el ejercer su derecho a decidir, y que esa decisión fuera, ni más ni menos, que alejarse de sus verdugos, los que las maltratan y apalean hasta la muerte. No, esta sociedad no es normal si permite esta dinámica de odio hacia las mujeres. Y lo peor de todo es que poco nos queda en nuestras manos para defendernos, si acaso un impotente y estéril ¡Pobre de nosotras!

554. Los límites de la felicidad

Foto: Lola Fernández

Por Lola Fernández. 

Feliz, feliz, lo que se dice feliz, es difícil serlo, por no decir imposible; pero cada quien sabe lo que es sentirse bien, muy bien, tan bien que es algo muy parecido a lo que entendemos por felicidad. A ver, hoy, por ejemplo, que es el día de la madre, no será fácil rebosar bienestar si nos falta la nuestra y no podemos llamarla temprano para felicitarla y reír un rato con ella, eso es así. Son los llamados límites de la felicidad, que, aunque son más imaginarios que reales, suponen un freno absolutamente efectivo. Pero respecto a las limitaciones, lo primero que deberíamos es diferenciar las externas y ajenas de las interiores y, por ello, personales. No tendríamos que permitir que nada que nos sea ajeno logre entrar en nuestra realidad íntima para descolocarnos y proporcionarnos infelicidad. Si nos quita alegría y tranquilidad, no es bueno para nosotros; y antes de que sea tarde, deberíamos ser capaces de desecharlo. Pero, ay, nos rodean tantas cosas y tantas gentes que no aportan nada como no sea negativo…; y, sin embargo, ahí se quedan, oscureciendo la luz, como sombra en el frío, que ya es mala sombra.

Foto: Lola Fernández

Es el primer día de mayo, el mes de las flores, que ya es un modo precioso de ser llamado, y empecé el día paseando y sintiéndome bien rodeada de verdes campos llenos de los colores de las flores. Un lujo para iniciar el día y el mes, con la alegría de una temperatura primaveral espectacular, la misma que da gozo a las aves y llena el paseo de cantos y piares de pájaros tan felices como yo. Ahí en ese punto en que las únicas fronteras posibles son las internas, y no las queremos cerradas y opresivas. En ese estado en que no hay puertas, ni verjas, ni cancelas; tan sólo ventanas abiertas y aire puro y renovado. Hay en una planta silvestre tanto placer encerrado como pueda esconderse en un libro, y sencillamente está a la espera de que nosotros lo disfrutemos. Quién no ha experimentado nunca la magia de soplar una bola de semillas del diente de león, pensando previamente un deseo y con la ilusión de que al dispersarse se cumplirán nuestros sueños. No, no es difícil ser feliz, y feliz de verdad, cuando andamos por nuestros caminos, sin prisas, caprichosamente si así lo queremos, sin que nada ni nadie enturbie nuestros pasos y nos amargue los momentos de dicha. Los ambientes han de mantenerse limpios y plenos de frescura, nada de enrarecidos, porque no hay necesidad de penas añadidas evitables y estériles. La vida es mucha vida para dar cabida a tanta tontería, así que olvidemos fronteras y lindes, límites y confines, siempre que nos sean impuestos sin motivo ni razón alguna de ser. Se está mucho mejor con la paz y la calma que produce sentirse bien con una misma, y nada ni nadie merece el esfuerzo de dar sin recibir, o de entregarse y recoger insatisfacciones y disgustos. Al final, son tan pocos los días que tenemos en realidad para vivirlos plenamente, que la única limitación aceptable ha de ser personal e intransferible, y lo único que hemos de acoger es lo que no nos impida ser mejores personas y nos proporcione bienestar.

553. Náufragos en islas

Foto: Lola Fernández

Por Lola Fernández.

Digamos que en medio de lo convulso, la armonía es como un medio de salvación, un refugio en el que sentirse a salvo, sin connotaciones bíblicas de ningún tipo. Por mucho que no queramos pensarlo, por más que busquemos olvidarlo, vivimos unos tiempos que son muy poco dados a sentirnos libres y ajenos al peligro de vivir, no ya de morir, que sería mucho más comprensible. Vamos camino de dos años y medio de una amenazante realidad a nivel mundial, que implica por ello mismo no encontrar posibilidades de escape. Una pandemia que diezma la población y ante la cual las vacunas han sido un eficaz aliado, aunque sin duda alguna las mascarillas se han convertido en nuestras inseparables compañeras a la hora de salir de casa. Cierto que poco a poco hemos ido pudiendo salir de nuestros entornos geográficos más inmediatos; algo así como vivir la aventura de traspasar nuestras fronteras colindantes, como atrevernos a salir de los bordes mismos de nuestra cotidiana existencia. Pero qué mayor separación entre nuestra individualidad y el resto, que la que ha ido creando esa mascarilla que, a la vez que protege, nos ha cubierto el rostro y las facciones desde hace tanto, que hay personas a quienes no le hemos visto la cara al descubierto jamás. Hemos sido ojos que miraban otros ojos que nos miraban, poco más; y, siendo las miradas muy importantes, no ver las bocas, las narices, los gestos, la risa o el rictus de desagrado, por ejemplo, es algo que indudablemente ha incidido en nuestro mundo relacional más físico. Es muy difícil una buena comunicación cuando todo lo que ofreces y recibes es un abrirse o cerrarse los ojos, sin más acompañamiento gestual. Eso, sin hablar de la falta de contacto entre nosotros: ese no tocarnos, no besarnos, no abrazarnos, que, por supuesto, nos ha cambiado, convirtiéndonos en náufragos en islas aisladas, a la sombra no ya de una palmera, sino de una mascarilla.

Foto: Lola Fernández

Pobre de nosotros, los adultos que hemos rumiado tanto miedo y las más variadas expresiones de la frustración y el desespero, y pobres de los niños y niñas que están viviendo esto sin llegar a comprenderlo. No alcanzo a imaginar sus secuelas y consecuencias en los próximos años, si llega el momento en que la covid se gripaliza y pasamos a vivirla como una enfermedad estacional que pueda combatirse con la vacuna sin mayores problemas. Y de repente, los náufragos nos quedamos sin palmeras: nos han quitado la obligación de llevar mascarilla, con escasas excepciones, ya no solamente al aire libre, sino en los espacios interiores. Como por arte de magia, un juego de quitarse las caretas ha empezado a darse, casi imperceptiblemente. Ya no son ojos que nos miran mirarlos; ahora hay rostros que gesticulan ante nuestra sorpresa de conocer las caras que imaginábamos, y que no suelen corresponderse, en su realidad, a lo imaginado. Ahora los labios acompañan a las palabras, y las bocas a las risas, mientras los ejes que son las narices son más largos o cortos que parecían enmascarados. Madre mía, caras completas ante nuestros sorprendidos ojos, con un inicial desconcierto ante el hecho de sernos de pronto desconocidos quienes eran conocidos bajo mascarillas. Sin duda alguna es maravilloso descubrirnos, y en unos pocos días nuestros cerebros habrán asimilado la información total y completarán un juego de correspondencias tras el cual ni recordaremos el desconcierto inicial. Un avance importante en esa armonía que ha de reconfortarnos sin falta para paliar nuestra necesidad de afectos y mitigar los desconsuelos que vinieron de la mano del coronavirus.

552. De visita al Palacio Enríquez-Luna

Foto: Lola Fernández

Por Lola Fernández. 

Tenía muchas ganas de visitar el Palacio de los Enríquez, una de las joyas del patrimonio bastetano. Desde que escuché por la radio que se iban a organizar visitas guiadas en grupos reducidos, la idea me atrajo mucho, por lo que hice mi reserva, creo que de las primeras personas. Lo hice con bastante antelación, porque estaba muy ocupada y no podía por el momento. La cosa es que empecé abril con un sábado especial dada la oportunidad de entrar a un lugar que desde niña miraba, pero sin poder acceder, exceptuando alguna ocasión que pude visitar de paso algo de su patio, y poco más. El tiempo me regaló para la visita un día soleado, que, aunque frío, era todo un motivo de alegría, después de los días de calima, o de lluvia y granizo vividos en una primavera que más parece invierno. Así que allí estaba frente al portón cerrado, con la antelación que nace de la ilusión. No me importó esperar un rato, paseando por la Alameda, sin perder de vista el palacio. Y cuando por fin llegó el momento de entrar, vi cumplido un sueño de muchos años.

Foto: Lola Fernández

Antes de nada, quiero felicitar a quien ideara la iniciativa, que me consta que está siendo todo un éxito, con afluencia de gente que va con la misma ilusión que yo, sin importar el mal tiempo que ha hecho algunos días de visita. Y también deseo dar mi enhorabuena al profesor de Historia de Arte del CEP de Baza, que hace de guía, por su rigor y amenidad: una conjunción que no siempre se da, pero que si lo hace, como en esta ocasión, suscita todo el interés y satisfacción, logrando que se aprenda con alegría. Propuestas como esta son muy válidas, porque ayudan a conocer más de la historia de nuestra ciudad, de su patrimonio arquitectónico y cultural, de las personalidades importantes que vivieron en ella, etc. Aprendiendo a conocer, se aprende también a amar un poco más, y hace surgir el interés por un patrimonio a veces más descuidado de lo deseable, por múltiples y diferentes razones. Unas veces por las competencias de diversas Administraciones; y otras, como en este caso, por tratarse de un inmueble que hasta 2017 era de titularidad privada.

Podría resaltar la belleza de muchos de los elementos arquitectónicos y decorativos presentes en el Palacio: unos artesonados que son una auténtica joya artística; o los detalles de una forja renacentista verdaderamente bonita; unos jardines que pueden darnos una idea de cómo serían en un principio, junto a sus huertas; la cercanía y unión al Monasterio de San Jerónimo, ligados ambos históricamente, y con acceso directo e interior de uno al otro; el paso del Caz Mayor, por debajo del lugar, como evidente signo de poderío con acceso directo a sus aguas; las diferentes columnas de lo que fue un porche de entrada, etc. Y sin embargo, lo que más me atrae de estos lugares que, hoy vacíos, tuvieron mucha e importante vida a lo largo de siglos, es siempre esa sensación de que sus muros y estancias, el patio, los jardines y huertas, los rincones de aquí y allá recobran vida de nuevo, como si nuestros pasos y las palabras, o las risas de los más pequeños, se convirtieran en una música interior que se uniera a otras melodías de antaño; o como si las puertas, ventanas, balcones, al abrirse lo hicieran con la memoria de otras manos que abrieron en su día los postigos; y en las escaleras resonaran otros pasos junto a los nuestros, y otros dedos recorrieran las barandillas. Porque si las casas, sean del tipo que sean, se mueren un poquito al cerrarlas, qué duda cabe de que al abrirlas las resucitamos. Ojalá no se acaben las obras de reforma de este lugar, hasta que un día, mejor si es cercano que lejano, recobre todo su innegable esplendor, que brilla incluso hoy en día.

551. Cuando nadie nos ve

Por Lola Fernández.

Cuando nadie me ve puedo ser o no ser, canta Alejandro Sanz en una de sus muchas célebres canciones. Cuando nadie nos ve, qué difícil ya en esta época de redes y exhibicionismo vital en todos los sentidos. Porque mostramos y compartimos demasiado y demasiadas cosas con demasiadas personas, que muchas veces ni conocemos, más allá de un nombre. Exhibicionismo a nivel material, y, lo que es mucho peor, espiritual; incluyendo en esto último, las sensaciones, los sentimientos, las emociones… casi nada, vamos. Nos mostramos sin problema, con una asiduidad casi rutinaria, como un hábito que se tornó costumbre a base de su repetición. No nos importa nada abrir puertas y ventanas sin saber quién nos mira, y qué mira, que esa es otra. Porque es evidente que incluso con la imagen surgen equívocos, no siendo éstos solamente propios del lenguaje. Sí, es verdad que una imagen vale más que mil palabras, pero no todos ven lo que tú crees que muestras. Y no porque todo un mundo de likes, distribuidos sin ninguna inocencia, por otra parte, acompañe a lo que enseñas, quiere ello decir que realmente gustas o gusta lo que ofreces. Las redes enredan, como su propio nombre indica; como un mundo de dendritas que hasta al mismo Santiago Ramón y Cajal hubiera confundido, no dejamos de ser como neuronas sin sinapsis, señales visuales para ciegos, voces para sordos. Por muchos seguidores, los justos que dejemos seguirnos, los pocos que nos apetezca seguir, estamos muy solos.

Hay amores que surgen al calor de las redes, con besos sin labios y amor sin piel. Hay odios viscerales hacia auténticos desconocidos, por sólo la imagen que proyectan. Hay coleccionistas de contactos, con los que se sienten reyes y reinas de un mundo de fantasmas; como hay auténticos hurones rodeados de amistades virtuales que no van a poder darle un abrazo cuando lo necesiten, ni siquiera queriendo darlo. No es baladí que el mundo irreal provoque fluctuaciones relacionales, así las voy a llamar, en parejas de verdad de la verdadera; como tampoco carece de importancia que el motor que ayude a alguien a vivir con la mínima ilusión sea algo o alguien hallado en las redes, en las plataformas, en las aplicaciones, en los grupos, etc. Dicen los hombres y las mujeres de la Psicología, y dicen bien, que hoy en día, cuando más medios tenemos para comunicarnos instantáneamente y más personas conocemos, más tristeza y soledad sentimos.

Qué hacemos, qué decimos, qué sentimos cuando nadie nos ve, eso es algo que solamente cada uno y una de nosotros sabemos. Qué hay detrás de cada imagen que compartimos, en cada like que damos o negamos, qué queremos decir cuando nos expresamos a través de estos inventos que nuestras abuelas hubieran desechado sin pestañear, eso es para escribir un libro, no un simple y pobre artículo semanal que ni siquiera sabes si será leído, pues es tan virtual como todo lo demás. Recuerdo que en el colegio, de monjas, cuando el sexólogo nos hablaba de pura teoría que no teníamos edad para entender en su justa medida, al profundizar en la diferencia entre el amor entre una pareja y el autoerotismo, incidía en una palabra diferencial entre uno y otro tipo de sexualidad, compartida o a solas, y esa palabra no era otra que soledad. Esa quizás sea la clave de lo solos y solas que nos sentimos por más redes sociales que nos circunden: más que un intercambio, estamos ante un flagrante onanismo relacional. Y eso no lo cura ni mil Me gusta, ni un millón de Me encanta.

550. Un descenso a los infiernos

Por Lola Fernández. 

Recuerdo a un político de derechas en el Gobierno, o sea, con mucho poder para hacer y deshacer, que, con motivo de su segunda boda, a celebrar en una capital andaluza, no tuvo mejor ocurrencia que sacar a los pobres de las calles. Así, tal cual, no sacar a los pobres de pobres, que no hubiera sido un mal gesto, sino hacer desaparecer cualquier atisbo de pobreza de las calles de la ciudad elegida para tal evento, con la intención de no toparse con algo desagradable en un día tan señalado para su persona. Aunque ciertamente lo desagradable es que exista gente así, personas, de algún modo habrá que llamarles, que invisibilizan, niegan, miran a otro lado si hablamos de pobreza. Son tan sucios de corazón, como poco limpios los que esconden la basura debajo de las alfombras. Aporofobia le llaman al asco a la pobreza, y va desde ignorarla y evitar atenderla, hasta ataques inhumanos hacia quienes la padecen. Es algo incomprensible y que va en contra de cualquier principio ético o valor moral, pero ahí está, existe tan campante y tranquilamente, como quien no quiere la cosa.

En tiempo de crisis, y no podemos negar la gravedad y el deterioro actual en tantos sentidos que es como para perder el sentido, lo lógico y natural es que las dificultades sean generales, y que los esfuerzos por salir de la crítica situación sean comunes. Lo malo es, como ocurre aquí y ahora, cuando la consecuencia de tal crisis es que los pobres son cada día más pobres; y los ricos, más ricos. La brecha de desigualdad se expande ante los ojos de los que menos tienen, y nada pueden hacer, y los que son beneficiarios de ello, que son los que pueden hacer algo, y todo lo que hacen es propiciar tal insostenible situación. ¿Que Cáritas dice que solo en Madrid hay 1,5 millones de personas sufriendo pobreza moderada o severa? Pues ahí que sale un dirigente de derechas mofándose de ello y preguntándose que dónde estarán… En su mansión pagada por todos nosotros seguro que no están, ni siquiera en su urbanización, que ya se encargará él de que no molesten. Porque ¿se han fijado ustedes lo que se les hace a los pobres que no tienen mejor sitio para dormir que en la calle? Pinchos de hierro en los suelos, ataques, a veces mortales, a los que se meten en un cajero, vigilancia para que no osen meterse en un portal buscando abrigo contra el frío y la lluvia… En fin, todo un completo e indecente desatino inmoral. En esta sociedad quien no tiene, no vale; y si quien tiene lo ha robado y ha propiciado que otros no tengan, no pasa nada: este mundo es de los listos, o de los malvados, vaya usted a saber.

Hay a quien le asquea la pobreza, y a mí me repugna quien así siente, y que los políticos, pero todos, hayan perdido la conexión directa con la gente para quienes trabajan, en teoría, claro. No se comprende que la visita a los barrios marginales, o a los mercados de abasto, o a los colectivos que demandan soluciones a sus perpetuos problemas sin resolver jamás, sólo esté en la agenda de los políticos en las campañas electorales. Las elecciones no debieran ser la línea tras la que los vencedores se instalan en el poder y a vivir del cuento mientras se aferran a sus sillones, cargos y prerrogativas. La toma de posesión de los cargos políticos debería ser el pistoletazo de salida de una carrera de dedicación a la ciudadanía de a pie y sus problemas; y no lo que vemos generalmente, de acercarse a las más altas esferas para medrar y ascender; siempre con la vista hacia arriba, sin mirar ni de reojo a quienes están caídos y no pueden más. Puede que sea un camino de ascenso social, pero la verdad es que a nivel humano es simple y llanamente un descenso a los infiernos. Lo triste es que ni lo ven, y si lo ven, no les importa; todo les va muy bien, aunque sea a costa de que a otros les vaya cada vez peor.

 

549. La canción del olvido

Por Lola Fernández

En esta sociedad, en la que los países ricos gastan más en armamento y material destructivo que en paliar el hambre de los países pobres, nada tiene de raro que de repente un loco baste para asustar a la humanidad en su globalidad, poniendo en peligro al mismo planeta. Imposible entender que no se pueda evitar que un demente así cause miles de muertos y dañe la economía mundial con solo pretenderlo y estar escondido en quién sabe qué bunker inexpugnable. Pero así es, y basta ver lo que está ocurriendo en Ucrania las últimas semanas, tras la invasión bélica por parte de Rusia. No estamos nadie a salvo de lo que les ha ocurrido a los ucranianos, radiado y televisado día a día, que esa es otra. Después de dos años de centrar el periodismo únicamente en el coronavirus y sus estragos a nivel mundial, había ganas de cambiar, pero me parece sorprendente que ahora toque vivir la guerra bomba a bomba. Creo que el periodismo tiene que reinventarse urgentemente o morirá de aburrimiento por mono temas, si no nos mata antes del cansancio. El caso es que tenemos información puntual de esta guerra, ante la que hay que tener mucho cuidado para evitar que se convierta en la Tercera Guerra Mundial, lo que no es difícil con el loco Putin emperrado en sus sueños imperialistas, sin que le importe nada de nada la vida de nadie, empezando por la de los mismos rusos. Y digo esta guerra, porque parece que se nos olvida que hay, a fecha de 2021, como 63 guerras activas en todo el mundo, causando miles de muertos sin que nadie haga nada por acabar con un sucio negocio manchado de sangre humana y de destrucción del hábitat de millones de personas por aquí y por allá.

Hemos visto, vemos día a día, el éxodo de ucranianos, llegando a la frontera de Polonia, por ejemplo, y desde allí dispersándose en distintos medios de transporte, rumbo a países que, como España, les espera con los brazos abiertos. Somos muy conscientes de que lo que ellos viven, podríamos vivirlo nosotros. Ese generoso y solidario ejercicio de empatía y humanidad contrasta, sin embargo, con la canción del olvido que entonamos, y entona el mundo en general, respecto a las decenas de miles de refugiados sin refugio que malviven desde hace años en Lesbos. Europa se limita a pagarle a Grecia para impedir que se les abran las puertas y puedan buscar una vida mejor. Personas, ancianos y niños incluidos, hacinadas y abandonadas a su mala suerte; humanos que para llegar allí hubieron de salvar el mar en pateras, muriendo a miles muchos de ellos. Y que todo lo que encuentran son campos alejados de las ciudades, en tiendas de campaña, con frío, con hambre, con depresiones y demás problemas mentales que son ignorados tanto como su salud física. Habiendo tenido que pasar así dos años de cruda y dura pandemia, en condiciones infrahumanas de las que no les es dado escapar, porque sus campos de acogida son puros campos de concentración.

Quiero, queremos, un mundo libre de muerte provocada y evitable; una sociedad que cuide de nosotros, de todos, sin preguntar de dónde venimos. Cuando se huye de una guerra o del hambre, hay que abrir las fronteras, nunca cerrarlas. Se podría empezar por acabar con los negocios de la guerra y reconvertirlos en los del desarrollo y el bienestar mundial. Debería neutralizarse a los locos mesiánicos que implantan el terror allá donde desean. No sé, cualquier cosa que no nos asustara, que no nos matara, que no nos condenara a un infierno en vida; cualquier cosa menos esta canción del olvido.

548. Amanece

Por Lola Fernández. 

Si algo bonito tiene madrugar, eso es poder disfrutar del amanecer, cada día único y diferente. Pocas cosas tan bellas y tan al alcance de la mano, o más bien al alcance de los ojos y del corazón. Ver amanecer es renovador e inspirador: contemplar esos minutos en los que la noche se va desintegrando, como se esfuma la niebla conforme el sol aparece, cuando el cielo se va abriendo, a la vez que va creando caminos de luz y de colores. Todo un espectáculo cambiante, rápido, de estímulos fugaces y sensaciones permanentes. Los paisajes celestes, del cielo, se quedan en la retina, como una música envolvente y quieta. Sólo has de estar despierta y atender a lo que sucede cuando la noche se empieza a ir, y el día se apresta a ser un lienzo en blanco para nuestras vivencias. La vida es un regalo que a veces nos pasa incluso desapercibido, especialmente cuando la noche se instala en nuestro espíritu y no amanece.

Foto: Lola Fernández

Porque la noche no es solamente el espacio entre el atardecer y el alba, cuando pasamos más tiempo dormidos que despiertos. La noche es todo tipo de oscuridad que no nos permite ver claramente y se instala sin permiso en nuestros días. Hay noche cuando más que vivir nos lamemos las heridas por cualquier cosa que nos deje casi muertos en vida, ya sea una traición, un desamor, una ferviente expectativa incumplida, el dolor de nuestros seres queridos, la muerte que te avisa de que te vas a ir algún día. Hay noche cuando perdemos el control y no somos capaces de dominar nuestras conductas, cuando pasamos interminables periodos a la espera de algo que solo mucho después sabremos entender que no llegará nunca, cuando más que vivir vegetamos y no nos importa nada, ni siquiera un amanecer. De noche no se ve, a no ser que nosotros mismos pongamos remedio a tal ceguera.

Amanece cuando dejamos de tener un paralizante miedo a algo como una pandemia, a una enfermedad que tememos mortal, a una soledad que nos cala los huesos y ante la que, más que abrigo que nos consuele, nos envolvemos con una coraza que nos pesa y nos asfixia con su oprimente rigidez. Amanece cuando después de sentirnos perdidos, sin siquiera saberlo, de repente vemos como una luz a lo lejos, y nos reconocemos dentro de un pozo, o de un túnel, o de cualquier atmósfera que no nos permite ser nosotros mismos; y solo entonces somos capaces de salir.  De la noche se sale a través del amanecer, y es un camino que se recorre a solas. Generalmente son las personas quienes te empujan a la oscuridad, consciente o inconscientemente, pero solamente nosotros podemos recorrer el camino que nos saca de lo oscuro y nos permite ver la luz. De la noche se sale con ganas de mantenerse despierto y estar preparado para ver que se hace de día, para ver cómo amanece.

547. No a la guerra

Por Lola Fernández. 

Definitivamente, la humanidad no aprende. No hemos salido aún de la pandemia de la covid-19, y un loco mesiánico se cree Dios y decide sobre la vida y muerte de los demás, iniciando en Rusia una guerra que, a la maldad de toda realidad bélica, se le une la cercanía, Europa, y el comodín de la llave nuclear, que en manos de un demente que no atiende a razones, ya me dirán… Miedo me da, y una tristeza infinita pensando en la población de Ucrania, desconcertados y atacados por tierra, mar y aire, simplemente porque se le ha puesto en las narices a un ser mediocre e imperialista, que juega a convertirse en un nuevo Hitler y no duda en asesinar civiles inocentes, y a militares igualmente inocentes, que en esta ocasión no hay por dónde diferenciar. Veo las fotografías de los edificios bombardeados, de las estructuras ardiendo, de la gente refugiándose en los metros, y de los niños muertos de miedo, y no puedo sino rebelarme por dentro y sentir odio hacia quien no se merece el poder, porque el poder vuelve locos a los cuerdos si no saben gestionarlo, pero a los locos los vuelve mucho más locos. Por qué puede ocurrir que un único mamarracho tenga asustado al mundo; es algo que no me cabe en la mente, y, desde luego, en estas cosas es mucho mejor prevenir que curar. A Hitler lo seguía un pueblo, desconociendo qué haría. A Putin no lo sigue un pueblo que no tiene ganas de guerras, que ya han vivido bastantes, pero a él le da exactamente igual. Como igual le dan las represalias europeas contra Rusia, que a la postre no le harán más daño que a la misma Europa y su economía; claro que se pueden hacer cosas más importantes que vetar la participación rusa en Eurovisión. Dentro de la gravedad del asunto, una tontería que debiera darse sin nombrarse siquiera. Mucho más importante el paso del colectivo Anonymus, que ha declarado la ciberguerra al presidente de Rusia, Vladimir Putin, ante la invasión de Ucrania, tras lo cual la infraestructura gubernamental de semejante criminal ya ha empezado a sufrir ataques sin precedentes en sus webs, algo mucho más serio.

Cuando yo era una niña, después de saber lo que era una guerra, me daba mucho miedo; muchísimo más que el mentado coco… Que viene el coco, nos decían, y a mí me importaba menos que si me hablaban de algo o alguien en lo que no creía. Pero la sola mención de la guerra me aterraba, tanto como la de la muerte. De ambas supe por mi abuela, que me enseñó a la vez a diferenciar entre lo evitable de la primera, frente a la inevitabilidad de la segunda. Pero lo peor es que no hay guerra sin muerte, con lo que el consuelo de que la guerra se puede evitar, se esfuma ante la implacable certeza de sus muertos. Malditos personajes que ensucian la grandeza del ser humano, y juegan peligrosamente a sentirse dioses de un imaginario Olimpo. Ojalá esta guerra se acabe pronto, sin cobrarse más muertos que los que ya ha provocado, sin hundir más económicamente a una Comunidad Europea que cada vez deja más en evidencia que no cumple los objetivos para los que fue creada, sin arruinar todavía más a un mundo que para nada ha salido de una pandemia a nivel global. Qué pena que la alternancia informativa al covid, que ya cansa hasta el agotamiento, sea la del auge del fascismo, y la de una guerra que puede fácilmente convertirse en la Tercera Guerra Mundial, a poco que un loco, con poder para destruir con un clic el planeta, se lo proponga. Creo que permitir que eso pueda ocurrir es igualmente locura, y de ella son culpables las llamadas potencias mundiales. A nosotros, pobres hombres y mujeres de a pie, no nos queda más prerrogativa que elevar nuestras voces y gritar un unánime ¡No a la guerra!

546. Aires de libertad

Por Lola Fernández

A mí, todo negacionismo me sabe a cobardía o a ignorancia, cuando no a pura imposición. Mis años de cambio desde la adolescencia a la primera juventud coincidieron con una época de tránsito, de salir de toda mi vida con un régimen totalitario sin democracia, lleno de censura y trabas, a vivir una transición que olía a libertad. O al menos a algo diferente que parecía serlo, aunque tal vez sólo fueran los aires: renovados, nuevos, limpios, como una muda de piel. Cuando apenas dejaba de ser una niña y me adentraba a solas en el mundo de los adultos, la revolución no era un concepto que diera miedo, sino una vivencia cotidiana. No conllevaba ninguna connotación de inquietud o violencia, sino de transformación, de abrir ventanas y puertas, de renovación. Dejaba atrás una mortecina uniformidad mental y me abría paso entre la ilusión y la alegría de los nuevos días. Eran tiempos de hermandad, de no saber qué nos esperaba, entre los miedos de los mayores que no habían olvidado una guerra, y los cánticos revolucionarios de los jóvenes más politizados. Yo no sabía nada de política, ni de odios fratricidas, pero tenía toda una vida por delante para aprender, sin que nadie decidiera por mí en qué se traduciría tal aprendizaje. una

Aquel tiempo estaba repleto de poemas, de música, de reflexiones sobre nuestra obligación de no caer en el aburguesamiento, de ser los abanderados de la independencia y la individualidad personales. Queríamos ser autónomos y expresar nuestras personalidades, como puentes en los abismos generacionales. Igual era pura teoría, pero tratábamos de ponerla en práctica, y soñábamos; y a ver quién iba a ser capaz de robarnos nuestros sueños. No, allí no había negacionismo ninguno; si acaso un animarnos a ser el futuro, mucho mejor que el pasado que nos había tocado en (mala) suerte. Me parece que si se escucha a Serrat cantando los versos de poetas como Machado o Miguel Hernández, se amuebla el cerebro con mucha más calidad que si se hace con las letras sexistas y misóginas del reguetón, por poner un ejemplo. Me enseñaron que hay que aspirar a crecer y ser mejor persona, y dudo que ahora sea esa la tónica general. Hoy, la rebeldía se lanza contra las vacunas (lo que, en época de pandemia, sólo es desconocimiento e ineptitud), contra la lucha por la igualdad de derechos (cuando no se niega directamente la violencia de género), contra las políticas sociales (cuando estás desamparado y apoyas a quienes te ignoran, eres tonto o te lo haces), y así todo… Nuestra banda sonora era de amor y paz, no de odio y guerras; las modas nacían en las calles, no nos las daban hechas en las plataformas digitales. Un poster del Che era reafirmarte del lado de quienes dieron su vida porque tuviéramos más derechos, y cualquier atisbo neofascista era un nauseabundo olor del que huir. No sé dónde y de qué parte está nuestros jóvenes, los más comprometidos; pero si se observa lo que estamos viviendo, la cosa no pinta muy bien que digamos. Puede, y hoy lo pienso, que nosotros no fuéramos libres del todo, pero las campanas tañían alegres con aires de libertad.

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