618. La tonta del bote

Foto: Lola Fernández

Por Lola Fernández.

Allá donde la ultraderecha tiene poder institucional, gracias a la más reaccionaria derecha que yo haya conocido desde la transición de la dictadura franquista a la democracia, la censura es una protagonista tan importante como indeseable. Nada nuevo bajo el sol, por cierto, pues en España ya se vio ese empeño en censurar política y culturalmente todo lo que no fuera acatar el franquismo tras la Guerra Civil, e incluso durante ella; y así, tras el golpe de Estado de 1936, el empeño del aparato político, con la fervorosa ayuda de la Iglesia, fue censurar aquello que no siguiera fielmente la ideología y la moral totalitarias. Se buscaba, sin más, aniquilar de cuajo la libertad de expresión y de opinión, y porque no podían controlar el pensamiento, aunque ya se encargaban de inocular sus credos y proclamas desde la escuela hasta el último rincón del país. Los censores eran un gremio de personas con escasa cultura, aunque también los hubo más preparados académicamente, y ojo avizor de vigilantes que, como perros guardianes, se esforzaban por clasificar, cortar, vetar, elaborar listas, y todo lo que se pueda imaginar que hace un inculto tratando de cercenar la cultura. Aunque fue una época desolada y triste para la creatividad, también es cierto que algunos artistas se las ingeniaban muy bien para saltarse sutilmente los límites impuestos, y aunque la autocensura era lo más frecuente, antes de que los extraños metieran mano en las obras propias, también se engañaba a mentes tan oscuras y cerradas como las de los encargados de velar por la pureza ideológica. Pienso, por ejemplo, en Berlanga, y no hay más que ver algunas de sus películas de por aquel entonces para comprender que su intelecto e ingenio eran muy superiores a la mediocridad censora de la época. Junto a obras que brillaban, por más que trataran de apagarlas, las irrelevancias propias de aquellos días, en las que se fijaban los ideales y principios a seguir, retratando una sociedad que era para llorar, por mucha risa que provocaran ciertas películas y libelos, muy populares, sí, pero que a día de hoy sólo provocan vergüenza ajena. Qué decir si no de películas como La tonta del bote, en la que los personajes clasistas, sexistas, misóginos y absurdos, eran dignos precursores de los vergonzosos protagonistas del cine de destape que tuvimos que sufrir en la transición.

Foto: Lola Fernández

Sin embargo, la auténtica tonta del bote es la censura actual en las redes sociales, a base de algoritmos de rastreo, que tratan de luchar contra los discursos de odio a partir de un conjunto de palabras que les lleva a distinguir casos graves de incitación a ese odio que fluye mezquino en dichas redes. Si de eso se encarga la Inteligencia Artificial, que le cambien el nombre por Imbecilidad Supina, por ejemplo, porque es un auténtico fracaso. Lo último que me ha pasado en Facebook es que me censuraran compartir una noticia del Ideal en la que, textualmente, decía: “No es Noruega, es Güéjar Sierra”, la imagen viral de Granada tras las lluvias… Resulta que estaba siendo agresiva y violenta, por colgar una preciosa imagen del Embalse de Canales, que había visto casi en las últimas a finales de enero, y que ahora resplandecía lleno de agua; y no sólo me borraban lo compartido, sino que me avisaban de las más serias y graves medidas que tomarían conmigo de volver a repetir algo así. No tengo que explicar que me quedé estupefacta, hasta que vi la palabra Sierra y entendí que me habrían confundido con una descuartizadora; lógicamente pedí una revisión y al instante dieron marcha atrás en tan estúpida y absurda censura, una vez que un ser humano miró y leyó sin los mecanismos algorítmicos. Estoy segura de que ustedes tendrán más ejemplos parecidos, y es que no se le pueden pedir peras al olmo, porque esto es como ir a conocer el mar, y quedarse anclado en la arena sin llegar a la orilla.

617. Guerra y arte

Por Lola Fernández.

La sensibilidad del artista no se ha quedado ajena a lo largo de la Historia a la guerra y sus consecuencias, generalmente para denunciar sus estragos y tratar de concienciar sobre lo terrible del enfrentamiento armado y la consiguiente violación de los derechos humanos. Así, a bote pronto, se me viene a la cabeza la obra de Goya El 3 de mayo en Madrid, de 1814, que podemos ver en el Museo del Prado, y con la que el artista de Fuendetodos quiso dejar constancia de la lucha de los españoles contra la dominación francesa a comienzos de la Guerra de Independencia española. Tan famosa como ella, la pintura Guernica, del malagueño Picasso, de 1937, en el Museo Nacional Centro de Arte Reina Sofía, que se refiere en este caso al bombardeo en ese municipio vizcaíno durante la Guerra Civil española. Dos obras pictóricas universalmente conocidas, dos obras maestras de la pintura de nuestro país, en las que no hay que añadir nada a lo que vemos en ellas: un fusilamiento múltiple, en la primera; el desesperado horror y el sufrimiento y la muerte tras un bombardeo, en la segunda. La obra de Goya se considera, además, precursora de los reportajes de guerra, que, a día de hoy, con la fotografía, nos son cotidianos: la presencia de fotógrafos en los frentes bélicos nos acerca la cara auténtica de los conflictos, sin más requerimiento que un momento de nuestro tiempo para mirar con atención las imágenes tomadas por mujeres y hombres que, realmente, en muchas ocasiones, se juegan la vida por hacer su trabajo.

No tiene nada de raro, pues, que se premie esta labor: así, el premio World Press Photo of the Year 2024 ha sido para el fotógrafo de Reuters Mohammed Salem por la imagen de una mujer palestina acunando el cadáver de su sobrina en la Franja de Gaza. Por no quedarme en los fríos datos, copio: La fotografía, tomada el 17 de octubre de 2023 en el hospital Nasser de Jan Yunis, en el sur de Gaza, muestra a Inas Abu Maamar, de 36 años, sosteniendo en brazos a Saly, de cinco años, que murió junto a su madre y su hermana cuando un misil israelí impactó contra su casa. Después se añade que es una conmovedora instantánea, que recuerda a la Piedad de Miguel Ángel, y esas cosas que se dicen en la crítica artística; pero al fotógrafo le basta con nuestra atención, y con que pensemos, por ejemplo, que esa niña muerta es una, solamente una, de los 14.000 niños inocentes asesinados en Gaza en la indiscriminada matanza llevada a cabo por Israel en los últimos seis meses. Impagable la valentía de estas personas, los fotoperiodistas, que se alejan de la comodidad de la paz, para enfrentarse a la muerte cara a cara, mirando a través de los visores de sus cámaras, a veces recibiendo un balazo en ese preciso momento. Trabajan siempre con la pretensión de acercarnos el horror de las guerras, tal vez con la esperanza de que a este otro lado algún día se lleguen a conmover quienes pueden firmar el armisticio y acabar con los enfrentamientos, aunque seguro que bastante decepcionados en esa ilusión, que acaba siendo más desesperanza que otra cosa. Guerra y arte, una conjunción que quizás no sea la más deseable, pero que, seguramente, es absolutamente necesaria, para que en los entornos menos estéticos, por decirlo de alguna manera, se puedan expresar las muchas emociones y sentimientos que sin duda existen y hay que plasmar; es eso de que por muy desagradable que sea algo, no se puede mirar a otro lado e ignorarlo, pues hacerlo es tanto como condenarlo al olvido.

616. Las cosas hechas con cariño

Foto: Lola Fernández

Por Lola Fernández. 

Hay fechas que, por su asociación a algún hecho significativo, tienen un valor especial; así, el 14 de abril, tal día como hoy, para muchos rememora la proclamación e instauración en 1931 de la II República Española, que se extendió hasta el 1 de abril de 1939, en que dio paso a la dictadura franquista, después de un golpe de Estado y la subsiguiente Guerra Civil desde 1936. La Historia, por muy difíciles que fueran los acontecimientos, y muchos los muertos en el camino, se resume en pocos renglones; pero incluso así, las manipulaciones ideológicas tratan de enredar con versiones diferentes de una misma realidad. Siempre me ha parecido todo un ejercicio de incoherencia el querer transmutar algo de lo que existen inequívocas evidencias; vale que la fantasía impregne las mentiras que no puedan ser comprobadas, pero de qué sirve tratar de cambiar lo que fue, más allá de lo que a cada quien le hubiera gustado que fuera. Manipulaciones ideológicas, sí, como hablar de ataques bélicos injustificables, como si las muertes se pudieran justificar así de fácil según quién las cause: si ataca Hamas, terrorismo; si lo hace Israel, respuesta justificada; si hay una destrucción de parte del consulado de Irán en Damasco, atribuida a Israel, no pasa nada; si Irán responde con un ataque masivo de drones y misiles contra Israel, algo terrible que suscita el inmediato apoyo de los países supuestamente civilizados. Mientras los señores de la guerra llenan las arcas que alimentarán a generaciones de familias ricas y poderosas, los pringados pagan con su vida, mientras los que somos meros espectadores estamos hastiados de guerra y muertos. Entre éstos, muchos niños, víctimas débiles y desarmadas, como las que engordan las estadísticas de la violencia vicaria; y todavía existen indecentes controversias sobre las nomenclaturas de todo tipo de agresiones: matar es matar, así de simple; y abuso de poder, de autoridad o de la fuerza es un obvio y excesivo atropello, aunque se quiera maquillar, no se sabe muy bien con qué intención. Quien niega la violencia, es cómplice de ella, y una sociedad progresista y de futuro no debería permitir tan nauseabundo negacionismo.

Foto: Lola Fernández

Con este terrible telón de fondo bélico, como un añadido de pesadilla, otro puñado de campañas electorales: por si no habíamos tenido bastante con la convocatoria de elecciones locales, autonómicas y generales el año pasado, y sus posteriores consecuencias tras unos resultados sin cómodas mayorías; por si no nos bastaba con este clima de perpetuo enfrentamiento partidista que avergüenza al más pintado, excepto a quienes lo propician, tanto en el Congreso como en el Senado; por si todo esto fuera poco irritante e insoportable, aquí estamos de nuevo, con tres nuevas elecciones en España, dos autonómicas, y una comunitaria, y todo ello en sólo siete semanas. ¿No quieres caldo? ¡Pues toma dos tazas! Como una luz que se cuela por los resquicios, el caso de las señoras suizas que han ganado en Estrasburgo en su lucha por el clima, después de estar ocho largos años de tribunal en tribunal: se trata de una asociación de mujeres con una edad media de 73 años, que ha conseguido que se le dé la razón en que su país no hace lo suficiente, en esta emergencia climática, para luchar contra las olas de calor, a las que se es más vulnerable en edades más avanzadas. Casi una década de lucha, en las que se les ridiculizaba y se les decía que se fueran a tejer… Esta Suiza que tanto presume, no se sabe de qué, y que trata mal a los suyos, como ha quedado demostrado por la justicia comunitaria, cuando tiene tanto dinero que ha de inventar maneras de gastarlo, y pasa de algo tan importante como la salud de una gran parte de su población; pero es que, encima, tiene la poca vergüenza de tratar de dejar en ridículo a sus mujeres mayores con lo de tejer. Las cosas hechas con cariño valen mucho más, y es preferible trabajar con telas e hilos, con agujas y lanas, y todo lo relacionado, que atraer grandes fortunas para engordar la propia, muchas veces de modo oscuro e ilegal. Es la primera vez que el poderoso Tribunal Europeo de Derechos Humanos se pronuncia sobre el calentamiento global, afirmando que los esfuerzos de Suiza para cumplir sus objetivos de reducción de emisiones no han sido los adecuados. Las mujeres dijeron que su edad y género las hacían particularmente vulnerables a los efectos de las olas de calor relacionadas con el cambio climático, y es evidente que su victoria, al dársele la razón, no es sólo suya. Ojalá los gobiernos aprendan de esta histórica decisión judicial, y se apliquen en seguir los pasos correctos en la lucha climática, mientras cesa el letal ruido de muerte y destrucción de todas las guerras. Seguro que no faltan promesas electorales en este sentido, ahora sólo resta que lo prometido en campaña se cumpla alguna vez en la ejecución de los programas electorales.

615. Unos versos de Federico

Foto: Lola Fernández

Por Lola Fernández.

Siempre es buen momento para acercarse hasta la Alpujarra granadina, sin necesidad de excusas o pretextos. Una vez que llegamos a Granada, cogemos la autovía para Motril, y, cuando ya nos saluda el valle de Lecrín, nos desviamos hacia Lanjarón, que nos dará la bienvenida al Parque Natural de Sierra Nevada. Siguiendo camino, una vez estemos en Órgiva, inconfundible gracias a las dos torres gemelas de su Iglesia, nos dirigimos hacia los pueblos altos del Barranco de Poqueira. Estas tierras siempre han enamorado a los artistas, y no es difícil leer anécdotas del paso de Falla, de Lorca, de Pedro Antonio de Alarcón, entre muchos más, por los diversos lugares alpujarreños. Me gusta imaginar a Federico, con amigos, o con su madre, que ambos gustaban de alojarse en el balneario de Lanjarón, y pienso allí en lo feliz que sería recorriendo el paseo poético que le dedica Pampaneira, en donde sus versos se mezclan con el trino de los pájaros, la visión de las nieves y el olor de las flores y las frutas que cuelgan de los árboles en las huertas junto a las aguas del río: no me imagino mejor lugar para los versos lorquianos, que estos parajes en los que la poesía natural despliega su belleza en innumerables detalles e indescriptibles destellos. Siguiendo con nuestro ascenso hasta las cumbres más altas de la península, nunca paso por Bubión sin detenerme a mirar al fondo del barranco, y no deja de sorprenderme ver el mar cuando no hay niebla y el aire está tan transparente que hasta vislumbramos las cumbres de Marruecos. Cuando se habla de esta preciosa tierra de la provincia de Granada, se suele emplear el término de paraíso de contrastes, y nunca mejor dicho, porque si se busca un edén terrenal, allí hay tantos elementos deliciosos que las personas más diferentes pueden sentir que tocan el cielo con las manos; y por disparidad no será, algo que es notable y significativo nada más te pierdes por sus carreteras, senderos y arboledas.

Foto: Lola Fernández

Esta vez llegué a Capileira bajo una copiosa nevada, con copos tan grandes que se dirían de algodón, como el cuerpo del pequeño Platero soñado por Juan Ramón Jiménez. Era muy curioso ver la gris launa de los terraos, tan blanca como los encalados techos de los tinaos, todo ello con el fondo blanquísimo de la nieve en las montañas, terrazas agrícolas y bancales. Cierto que la espesa niebla ocultaba la visión de las más altas cimas de Sierra Nevada, pero cuando amaneció el nuevo día, allí estaba el majestuoso Veleta, y todo el perfil montañoso hasta el Mulhacén, bajo un sol que, aunque aún no calentaba, sí que se había llevado la nieve de tejados y calles. Sol y nieve, fuego y frío, como perfectas coordenadas del contraste que siempre se señala como característico de estas tierras. Pasear, sin más, por el entramado de calles, muchas con un surco abierto para dirigir las aguas, cuidando siempre de recordar que no se le ponen barreras, es el más sencillo de los privilegios y un auténtico recreo para los sentidos. Todo bajo la presencia de las inconfundibles chimeneas, que siempre me recuerdan a guerreros que velaran desde tan bella arquitectura a lo largo de los siglos. En este preciso momento, primavera recién estrenada, sin rastro de la preocupante sequía de hace escasas semanas, el río y sus saltos de agua se escuchan al fondo de las cuidadas huertas, con los cerezos en flor y las higueras empezando a cubrirse de hojas y frutos, dando color a la hierba y la piedra. Los castaños, los sauces, los almendros, los innumerables tonos de verdes, entre los que algunas ovejas y caballos se entretienen pisando la húmeda tierra a esas alturas, convergen en el barranco; mientras en el aire los pájaros se afanan alegres arrancando cortezas de las parras, que empiezan a despertar de su letargo invernal, y bañándose en las aguas que corretean calle abajo, disponiéndose ya a construir sus nidos, muchos de ellos escondidos en los huecos de las techumbres de los cuidados tinaos, de vigas y pizarra encaladas perfectamente colocadas en su original entramado. Si a todo ello unimos unos versos de Federico, en planchas de cerámica incrustadas en las paredes del pasaje abierto a la naturaleza, ustedes me dirán si no hay que dirigirse a la menor oportunidad hasta estos bellísimos lugares granadinos.

614. Emociones invisibles

Foto: Lola Fernández

Por Lola Fernández.

Después del cálido invierno ha llegado una primavera de esas que llaman locas, porque sopla el viento, llueve y nieva en las alturas, lo cual no me parece locura ninguna, con la falta que hace el agua. Sin hacer caso del clima de estos días, el jardín y la casa se llenan de flores, o de promesas de floración, igualmente ilusionantes. Dentro de nada se abrirán los capullos del lirio amarillo, y florecerán las varas de la orquídea blanca, mientras las caléndulas brillan con su naranja dorado que alegra cualquier rincón y que despiertan y se abren en cuanto sienten los rayos de sol sobre sus hojas. Los diferentes geranios florecen incansables como una paleta multicolor, mientras los ramilletes de echeverías son un reclamo irresistible para los insectos polinizadores, entre las preciosas florecillas de las diversas suculentas. En conjunto, las plantas son como un tesoro, pero cada una de ellas son una joya única, con su propia historia y su devenir específico. No hay que nombrarlas ni llamarlas por su nombre, pero hay una química especial entre ellas y quien las cuida y se preocupa de que tiren adelante desde el primer momento, y duren los máximos años posibles a continuación. Imposible explicar la satisfacción que da coger unas hojas de laurel para algún guiso, o ver las flores del peral, después de un largo invierno sin hojas, cuando miras el fino tronco y las ramas, y te parece increíble que después se vista de verde y eche esos bonitos ramilletes de flores que, con suerte, se convertirán en frutos. Cualquiera que guste de la jardinería sabe que, cuando una planta se pierde, duele; al igual que cada brote es un regalo de la naturaleza que compensa con creces los cuidados, riegos, mantenimiento y todo tipo de esfuerzos que requiere mantener vivo y bonito un jardín.

Foto: Lola Fernández

Puertas adentro, las plantas de interior parecen embellecerse únicamente para nosotros, sin ningún interés en atraer insectos, y sin preocupación alguna por los fríos o el molesto viento. Siempre recordaré cuando se me ocurrió sacar fuera una dracena marginata que crecía con tal vehemencia que me hizo temer que no tendría sitio para seguir creciendo: parecía estar a gusto en su nueva ubicación, pero me bastaron unas semanas para comprobar que la cosa no andaba bien, que no había sido una buena idea, y aunque hace años que volví a meterla dentro, su crecimiento se frenó, y al mirarla se puede ver que sufrió y no se le ha olvidado. La verdad es que hay que ir aprendiendo sobre la marcha, y, aunque se tenga buena mano, no es nada fácil lo de la jardinería, pues sólo centrándonos en el riego, por ejemplo, es todo un mundo de aprendizaje en el que la teoría está muy bien, pero es en la práctica del día a día donde se aprende de verdad. Aparte del valor de unas plantas sanas y bellas, cómo ignorar el especial significado que algunas de ellas tienen para nosotros…; es el caso de la begonia grandis cuya imagen ilustra este artículo, que formaba parte del jardín de mi madre, y que ella tuvo especial interés en que yo me la quedara cuando faltara, junto con otras más que siguen vivas y preciosas. No sé describir mis sentimientos cuando la veo florecer, tan delicada y bonita, tan sana como cuando eran sus manos quienes la cuidaban, aunque seguro que si alguno de ustedes tienen plantas de sus padres, o incluso de sus abuelos, me entenderá perfectamente. Son esas emociones que nadie ve, porque son invisibles, y que se adhieren a unas flores, a una joya, a un libro, a un mueble, a una receta, y a tantas cosas que nos rodean, o no, y que nos recuerdan a los seres queridos que ya se fueron, pero que están vivos y eternos en nuestros corazones.

 

613. Mascarada

Por Lola Fernández.

Qué difícil y complejo es el mundo de los sentimientos y sus emociones, cómo cuesta explicar algunas conductas de los a veces mal llamados seres humanos, dado su grado de inhumanidad, cuánto pueden llegar a asustar ciertos comportamientos a todas luces crueles y desalmados. En qué balanza o péndulo se mueven el amor y el odio para que un padre sea capaz de asesinar fríamente y con alevosía a sus hijas de 4 y 2 años, sólo para matar indirectamente a la madre, en un caso más de esa violencia llamada vicaria, que es un modo como otro cualquiera de señalar un hecho monstruoso. Todo monstruo se esconde bajo una máscara para no provocar el espanto propio de su condición, pero cuando actúa se caen las caretas y cualquier persona que no sea igual se sobrecoge. Hay acciones que dan miedo incluso desde fuera y sin nada que ver, así que no me imagino cómo será convivir con este tipo de bestias. Qué nivel de egoísmo se puede llegar a acumular para que un niñato despreciable sea capaz de abandonar a su abuela a las puertas de un hospital, como quien deja un trasto viejo junto a los contenedores de basura y se aleja sin mirar atrás; igual se siente un ser sensible por haber elegido un hospital, comparado con otro caso que me viene a la mente en que el anciano fue abandonado por su familia en una gasolinera. No es normal tanto disparate, por mucho que cada vez sea más frecuente, y la desesperanza a veces es demasiado intensa con sólo una mínima implicación en estos tiempos que nos toca vivir.

Hasta qué punto puede extenderse la venganza para usar el hambre, y ahora también la sed, como arma de guerra, junto a los bombardeos y demás ataques bélicos; cuántos muertos necesita el odio para sentirse satisfecho y dejar las matanzas de gente indefensa. Contra cuántas personas han de abrir fuego los terroristas para consumar una masacre que les parezca adecuada a sus deseos de muerte inocente. No, no estamos locos, solamente estamos aterrorizados y espantados; los locos son ellos, los que no dudan en atentar y en dejar un reguero de sangre y destrucción tras de sí. Matanzas con todos los medios al alcance de unos perturbados fanáticos que en ocasiones usan trajes de camuflaje, pero otras veces esbozan sus mejores sonrisas de jóvenes chicas haciéndose selfies con un fondo de aniquilamiento. Puedes ver imágenes de estos dementes y parecerte gente normal y corriente, como si fueran al mercado a comprar en lugar de a provocar fieras barbaries que dejan una huella de muertos; o de supervivientes que, a lo peor, no tienen nada que comer, pero que empiezan de inmediato a alimentarse de odio y sed de revancha. Fusiles, ametralladoras, cañones, misiles, drones de combate, tanques, granadas de mano, ataques por tierra, mar y aire; me dan igual los medios y las fuerzas de operaciones, se les llame como se les llame, porque carecen de la principal fuerza, la de la razón: matar a los semejantes es siempre irracional, excepto acaso cuando no queda otro remedio. Pero no me creo en absoluto que no haya más alternativa que los atentados, las matanzas, las guerras; o el envenenar, quemar o matar a los hijos propios, cuando no directamente a sus madres; o el abandonar a los padres o abuelos, por ser un incordio insoportable para malnacidos. Miedo da pensar que, por desagradables que lleguen a ser algunas máscaras, más repulsiva es la realidad que se esconde bajo ellas, en esta farsa de encubrimiento y engaño.

612. Casi todo es mentira

Foto: Lola Fernández

Por Lola Fernández. 

Facebook tiene la costumbre de empezar el día con un Hace X años, Ver tus recuerdos…, sin pararse siquiera a sopesar los sentimientos que pueden acarrear ciertas evocaciones; la cosa es que en esta ocasión me muestra una fotografía de hace 7 años de la Sierra de Baza nevada, que curiosamente es prácticamente igual a una que hice en estos días. En ella veo la nieve de telón de fondo, los árboles de hoja perenne luciendo majestuosos, y los de hoja caduca vestidos de flores antes de llenarse de renovadas hojas verdes. Por muy cálido que haya sido el invierno, que ya parece primavera, ahí se alzan las montañas con su frío blancor. A pesar del cambio climatológico, el tiempo y sus diferentes dimensiones es de las pocas verdades que nos rodean, ahora que la mentira y el engaño campan a sus anchas por doquier. Cuando se empieza a hablar con relativa naturalidad de la salud mental, resulta que no se cae en la cuenta de cuánto daño nos hace a los humanos como sociedad la falsedad y la estafa vital que nos rodean. La verdad es a estas alturas una rara avis que se valora poco, cuando debería ser la brújula que nos diga por dónde avanzar; cómo vamos a creernos nada, si casi todo es mentira y pura patraña. Es que incluso las creencias y las ideologías están plagadas del más descarado fraude, y al carro del infundio y de la trola se sube todo dios, con perdón, pero ya me dirán si es normal que los curas violen, ahí están los datos de la pederastia en la Iglesia, o recen entre chanzas sin gracia para que el Papa muera pronto. Y ya en terrenos más paganos, cómo se come que un mismo texto o realidad sean el blanco y el negro a la vez, según quién los enjuicie y su pertenencia a un bando político o al contrario. Eso de la objetividad y el análisis crítico lo dejaremos para otro momento, porque desde luego en este sólo brillan por su ausencia.

Foto: Lola Fernández

Así que cuando casi todo es mentira, no es difícil que aparezcan el malestar y la desilusión, y una desconfianza nada positiva que nos lleva a vivir a la defensiva, como si estuviéramos rodeados de truhanes que buscaran embaucarnos vendiéndonos la moto sin despeinarse. Me gustaría saber dónde queda eso de la vergüenza propia y el pundonor, qué es de la dignidad para ser consecuente y responsable y para acatar las implicaciones de envolverse en la mala praxis como quien bebe un vaso de agua. Cómo no va a ser general lo mal hecho, si no pasa nada por hacerlo así, que es mucho más cómodo y fácil que hacer las cosas correctamente y de acuerdo a las normas. Hoy en día es casi imposible ver que alguien responde por lo que haya hecho mal, aunque los resultados de esa negligencia sean miles de ancianos dejados morir en las residencias en tiempos de la pandemia, sin asistencia hospitalaria, porque se iban a morir de todas maneras; o miles y miles de niños y niñas en todo el mundo y desde hace muchos años, violados sistemáticamente por sacerdotes, sin que nadie haya hecho nunca nada para evitarlo, aunque conociera algo tan espantoso como asqueroso; o el indecente enriquecimiento de unos y otros aprovechándose de que vivíamos encerrados y con miedo mientras la cifra de muertos era la única e inexorable certeza. No sólo casi nada es verdad, es que además sentimos el deseo de que ojalá las verdades que nos rodean fueran también mentira, porque cuando todo es tan desagradable y deprimente, la mayor esperanza es que sea una pesadilla y, de repente, despertemos y sintamos el alivio de que era solamente un mal sueño.

611. Femenino plural

Por Lola Fernández. 

Nosotras, mujeres, femenino plural, al igual que desigualdades, discriminaciones, reivindicaciones, y un largo etcétera absolutamente masculino singular. El feminismo es una lucha por la igualdad de derechos entre hombres y mujeres, no es ninguna fiesta, porque no hay nada que festejar, la verdad. Cada vez estoy más ajena a que se viva el Día Internacional de la Mujer como una celebración festiva. No ha lugar a bailes y cánticos, porque para luchar hay que ponerse muy serias: nos matan, nos marginan, nos invisibilizan, nos maltratan en todos los sentidos, nos cierran el paso con un patriarcado indeseable; entonces, de qué va la cosa para tanto festejo. Sólo cabe gritar que ni una muerta más, ni una indecente desigualdad más, ningún tributo de servilismo a pagar por ser mujeres…, y eso es más efectivo en una manifestación, que en un escenario. Ya está bien de llamar fiesta a los días de lucha… Hay que salir a la calle, mujeres y hombres de bien, contra el machismo, para impedir que obstaculice o acabe con un muy difícil avance en derechos igualitarios, y para dejar muy claro que no podrán con nosotras, por mucho que se emperren.

Es peligroso, y sibilino, querer enmascarar las demandas de las mujeres hablando de realidades que nada tienen que ver, como, por ejemplo, el sempiterno comodín de la familia. Como es una pena que entre las mismas mujeres impere aún, en demasiados casos, los discursos machistas y ese absurdo compadecerse de los pobrecitos de los hombres, perdidos ante la voz feminista que nadie va a lograr acallar. Cuál es exactamente el problema que puede tener un hombre porque una mujer tenga los mismos derechos que él: ninguno, a no ser que, en el fondo, no quiera que se dé esa igualdad. Por supuesto que vivir sin exigencias y al mando debe de ser más agradable que tener que compartir y ser corresponsable, pero eso es algo que tendría que darse naturalmente, sin enseñarse, porque para los privilegios ninguno necesita orientación, así que no encuentro motivos para tanta ayuda al hombre por el avance en derechos de las mujeres. Nosotras no queremos nada que no nos corresponda, y es una supina idiotez confundir la reivindicación feminista con un supuesto deseo de que el poder pase a las mujeres. No queremos ser iguales, porque, afortunadamente para hombres y mujeres, somos diferentes; tampoco queremos ser más que los hombres, para qué; pero desde luego lo que tenemos muy claro es que no queremos ser menos. O sea, no queremos tener menos oportunidades, menores salarios por el mismo trabajo, más difícil acceso a puestos directivos, más obligaciones familiares con respecto a la casa y los hijos, etcétera.

No entiendo que algo tan sencillo como la igualdad, pero la de verdad, esa que llaman real y efectiva, esa que no se ve por ninguna parte, sea tan complicada de vivirse, a no ser que todo se complique porque los hombres no la quieran, así de simple. Porque no veo que sea imposible entender y asumir, amén de practicar, que todo es una pura cuestión de respeto y de no dejar que la línea divisoria entre géneros se convierta en una frontera. La respuesta está en vernos, todos y todas, como personas, y tratarnos mutuamente como a tales; así será indudablemente más fácil convivir en igualdad, con la debida consideración hacia el otro, siempre diferente, pero nunca más o menos porque haya nacido hombre o mujer.

610. Tiempo de cambios

Foto: Lola Fernández

Por Lola Fernández.

Hay guerras que surgieron como para ser rápidas y resolutivas, y que parecen enraizar contra todo pronóstico. Guerras tan sucias y terribles como todas, pero que se nos meten en casa día a día, con sus partes de muertos y demás tropelías. La invasión de Ucrania por parte de Rusia, hace ya más de dos años, con un total de víctimas que espanta, pero que, sin embargo, es casi una nadería si atendemos a las sistemáticas matanzas de palestinos por la salvaje acción de Israel, emperrado en no dejar rastro de vida en la Franja de Gaza, convertida en una trampa sin salida para divertimento de Netanyahu, que ni parpadea cuando perfila su genocidio particular matando sin piedad a personas hambrientas que luchan por un puñado de harina. Guerras vomitivas que pretenden eternizarse y extenderse, y contra las que poco se hace, excepto invertir en armamento, que es como avivar los fuegos con viento. Hablando de fuego, qué terrible el incendio en Valencia, con semejante voracidad, que arrasó en menos de media hora las viviendas de 450 personas que en ellas vivían. Creemos estar a resguardo en nuestros hogares, y al ver cosas así no podemos sino sentir un escalofrío y pensar que nadie está a salvo de estas trágicas realidades, tan insospechadas como ciertas. Guerras, incendios, matanzas, víctimas, qué maldita música de fondo para poder vivir en paz, que es lo que cualquiera desea; porque la inmensa mayoría aspiramos a la tranquilidad, el bienestar y la alegría. Algo tan simple en teoría como convivir sin enfrentamientos, y qué difícil nos lo pone este convulso tiempo de cambios.

Foto: Lola Fernández

Como siempre que lo humano me sobrepasa, me consuelo con la naturaleza, enfrascada igualmente en las variaciones propias del preámbulo de la primavera. La natural mudanza de fin del invierno, en el que los árboles, que parece que estuvieran muertos, en cuestión de pocos días se llenan de yemas que enseguida son hojas de un verde tierno. Es el momento de múltiples metamorfosis que ocurren ante nuestros ojos, y dentro de nada, todas las ramas yertas se vestirán de vida, en un proceso cuya precisión escapa al designio de los seres humanos. También en los campos de batalla se irá desperezando la primavera, pero será más difícil verla entre árboles quemados y edificios derruidos por la acción de los bombardeos; aunque incluso en la explosión nuclear de Hiroshima hubo unos 160 árboles sobrevivientes, conocidos en Japón como hibaku jumoku. El hombre es el peor enemigo de nuestro planeta y de quienes lo habitamos; sin embargo, y por fortuna, no es omnipotente en su capacidad destructiva. Así que seguiremos confiando en que se puede vencer a los tiranos y lograr una paz mundial que será buena para la generalidad de la humanidad; soñaremos que los cambios sean, sobre todo, los marcados por la madre Naturaleza, aunque sigamos sufriendo los de la hora dos veces al año; deseando, sin desesperar, que el ambiente político que nos rodea, tan encarnizado e inflexible como la misma guerra, se calme de una vez por todas y permita que la ciudadanía no viva enfrascada en un desagradable enfrentamiento a todos los niveles. Seguro que sobreviviremos a este desapacible tiempo, e incluso nos haremos más fuertes, que es lo que suele ocurrir ante la adversidad y la hostilidad, siempre y cuando no sucumbamos al implacable efecto de tanto indeseado, e indeseable, cambio.

609. Lo que cabe en una fotografía

Foto: Lola Fernández

Por Lola Fernández.

Me gusta de la fotografía que hace posible atrapar momentos que quedan plasmados en una imagen a la que podemos añadir lo invisible a los ojos ajenos, pero tan vivo en nosotros. Los sentidos todos se activan ante ciertas instantáneas atrapadas en cualquier tipo de soporte, pero no al modo de mariposas disecadas, tan bellas y tan muertas, sujeta su fugacidad con alfileres, sino como reflejos de vida titilando quedos, casi imperceptibles. Con respecto a las fotos, tengo comprobado que el paso del tiempo las mejora a la mirada personal y propia: es como si recién hechas hubiera siempre, o por lo general, cierto grado de desilusión desde lo imaginado, o visto, hasta el resultado final, que se esfuma con el tiempo, cuando queda la fotografía obtenida, y se olvida la deseada. Claro que eso ocurría mucho más con las cámaras fotográficas analógicas, puesto que con las digitales, o los mismos móviles, poca ocasión se da para desilusión alguna, cuando podemos repetir una y otra vez, hasta conseguir lo que queremos. Sin embargo, aun así, cuanto menos recientes, más atractivas nos suelen parecer las imágenes; sin entrar en la presencia de las ausencias, algo siempre doloroso, pero que enriquece exponencialmente algunas fotografías, que pasan a sernos casi un tesoro, cuando antes carecían de ese valor añadido de mostrarnos vivos a nuestros seres más queridos, ya ausentes.

Foto: Lola Fernández

Mirar fotografías nunca es algo sin importancia, lo hagamos a solas o en compañía de amistades o familiares; y eso se potencia por todas las cosas que no se ven en ellas, pero que son su esencia y lo que hace que perder nuestras fotos, por el motivo que sea, pueda constituir todo un drama. Con ocasión del terrible y dantesco incendio de un edificio en Valencia, ocurrido el otro día, escuchaba a una superviviente que lo había perdido todo: estaba sobrecogida, tanto como podemos imaginar cuando todos nos hemos sentido tan mal, y al tiempo que valoraba muchísimo estar viva, a la pregunta de qué era lo que más sentía haber perdido por el fuego, cuando no le queda nada, decía que sus fotos, que no podría recuperar, puesto que también habían ardido el ordenador y las memorias externas. Y la entendí perfectamente, porque nunca he podido superar la tristeza de haber eliminado permanentemente alguna fotografía importante; puedes tener miles de fotos, pero esa que perdiste para siempre nunca la vas a olvidar.

Me detengo en la imagen de este artículo, no tiene ni un año desde que la tomé en tierras asturianas, así que recuerdo perfectamente el momento en que realicé la instantánea. En ella se ven unos fardos de heno y una barca entre la hierba, bajo un árbol que la cobija; al fondo, el mar, como telón idóneo para esa barcaza anclada en la tierra. Siempre me han gustado las pacas de hierba, rectangulares o cilíndricas, y verlas diseminadas o apiladas en los campos, como esperando a ser recogidas y trasladadas lejos de allí. Y aún más me gusta la esporádica visión de los barcos fuera de su hábitat natural, como en un retiro calmo después de surcar las aguas marinas, mucho más peligrosas que el viento o la lluvia en tierra. Me pregunto, si es que los barcos sienten, qué sentirá ese, entre las flores silvestres, pudiendo oler el mar, tan cercano, pero atado a un destino terrestre hasta que no quede resto de él. Y al observar la fotografía, veo, o recuerdo, lo que no se ve en ella: la lluvia estival que cayó mientras me entretenía en ponerles música de jazz a las vacas que me rodeaban, logrando que alguna se acercara con curiosidad mientras el resto la miraba rumiando su aburrimiento; mi alegría porque la selección femenina de fútbol ganó uno de los partidos que la llevaría a conseguir el campeonato mundial; la mezcla de olores en el aire; y hasta el coche de picoletos, extrañados de haberme visto a su ida y que siguiera allí a su vuelta… Todo eso y mucho más puede caber en una simple fotografía, más allá de su buen o mal encuadre, la luminosidad, el enfoque y todos esos elementos objetivos para una buena imagen; y qué poco importa eso para que ella nos sea indispensable.

Felicidades a la asociación de vecinos AVECLA y a todos los bastetanos premiados con alguno de los 450 décimos vendidos del 45.456, agraciado con un quinto premio y 60.000 euros a la serie

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