465. Las cosas sencillas
Por Lola Fernández Burgos
Todo es muy difícil antes de ser sencillo.
Thomas Fuller.
Es casi una contradicción pretender la sencillez en seres tan complejos y complicados como los humanos, que siempre nos quejamos de todo, y que, si el agua está calma, no es extraño que la soliviantemos con naderías. Pero lo cierto es que no hay mayor grandeza que saber encontrar el placer de las cosas sencillas, esas que están al alcance de cualquiera, y para las que no se necesita poseer riqueza alguna. En tiempos complicados y vociferantes como estos, el canto de los pájaros es un privilegio; pero para poder disfrutarlo es preciso cambiar el ruido por el silencio. Me pregunto de qué tienen miedo las almas vocingleras, que no son capaces de darse tiempo para la calma que supone la ausencia de estrépitos varios. Cuando el aire se convierte en zumbido, la brisa se torna ventisca, la voz es grito, y nadie escucha a nadie, pugnando por hablar más fuerte que el otro, la verdad es que es bastante difícil hallar sosiego para los sentidos. No digo ya disfrute, sino bonanza para estar tranquilos. Siempre me sorprende, si salgo a andar por esos campos o los bosques, cuando me cruzo con otras personas y van con una estela de chillidos que les impide escuchar la voz de ese campo o de esos bosques. Cualquier amante de la Naturaleza sabe que si uno se calla, ella es la que habla; pero que si no nos callamos, es ella la que enmudece y nos deja sin poder deleitarnos con su cadencia, o con su mero murmullo, que es ya la más bella de las músicas. Porque a veces la melodía más agradable y armónica es la del mismo silencio, de eso no me cabe la menor duda.
Las cosas sencillas, sin florituras ni adornos superfluos, buscando la esencia más que el envoltorio, esas son las más auténticas. La verdad suele estar desnuda, será por eso que a algunos les ruboriza, y prefieren enmascararla con una ornamentación que al final no va más allá de la vacuidad. Mucho ruido y pocas nueces, decimos, y eso es lo más frecuente que encontramos, meras apariencias sin sustancia. No hay más que mirar alrededor y ver el culto al ornato por doquier. Se busca lo grande, como el burro, ande o no ande; se elige el brillo y la purpurina, la mar de las veces para esconder la falta de luz verdadera; se opta por el aspecto, sin recordar que lo que realmente importa no se ve a simple vista. Si quieren un coche, que no quepa por las calles más estrechas de la ciudad; si es casa lo que se desea, que sea un casoplón, cuyo mero mantenimiento ya arruina al más pintado. Hasta en las mascotas se requiere pedigrí, y categoría en las flores. Habrá algo más absurdo, por favor. Así no es raro encontrar monstruosidades de todo tipo, que además te exigen alabar, casi siempre con la coletilla de que es carísima. Ay, pero si las flores silvestres crecen libremente en estado salvaje, poblando las praderas con su inconmensurable belleza; y hasta el chucho más sin raza y con más mezclas te puede hacer la persona más feliz de la tierra. Qué descaminados los que corren tras oropeles y barnices, olvidando que es mejor una cara lavada y real, que una completamente maquillada pero que después de retirar el maquillaje no la reconoces ni por asomo. Más les valdría detener la carrera tras una zanahoria que jamás alcanzarán construyendo castillos en el aire, y pararse a pensar un momento en que sólo si dejan de correr podrán darse el tiempo para saborear las cosas que les rodean, que cuanto más sencillas, más asequibles y placenteras.