502. Andalucía

Foto: Lola Fernández

Por Lola Fernández.

Quienes quieran lo mejor para su patria, conózcanla antes a fondo; porque es el conocimiento quien engendra el amor y el amor quien multiplica y perfila aquel conocimiento.

Antonio Gala. Congreso de Cultura Andaluza. Córdoba, 1978

 

Los andaluces estamos acostumbrados a los tópicos y a los prejuicios respecto a nuestra tierra, y aunque sabemos que son erróneos, pues como que nos da un poco igual, porque pensamos que si la gente no conoce la verdad de Andalucía, no por ello ella va a ser como piensan desacertadamente. Siempre tendrán oportunidad de conocernos, y si no, tampoco pasa nada, somos como somos y lo que somos, no como digan los demás.

A ver, por ejemplo, resulta que como tenemos el único desierto europeo, en tierras almerienses, el de Tabernas, pues hay quien nos ve ya rodeados de dunas y en camello. Olvidan que, mal que les pese a los gallegos, que gustan de negarlo, es en Cádiz, en la Sierra de Grazalema, donde más llueve de España. Porque hay quien asocia el sur con lo desértico, y luego no entiende que en Jaén, a quien algún que otro ignorante niega la condición de andaluza, cuenta con la mayor superficie de espacios naturales protegidos de España (304.175 hectáreas), entre los que destacan sus cuatro parques naturales: Despeñaperros, Sierra de Andújar, Sierra Mágina y Sierras de Cazorla, Segura y Las Villas. Eso sólo en Jaén, la provincia de más de 70 millones de olivos; ya que si ampliamos límites, Andalucía es rica, millonaria diría yo, en naturaleza y paisajes de lo más variados, con espacios tan extraordinarios como Doñana y Grazalema, en Cádiz; Sierra Nevada, en Granada; y Cabo de Gata-Níjar, en Almería, entre otros muchos.

Foto: Lola Fernández

Somos muchos, casi el 20% de la población total española. Contamos con costas atlánticas y mediterráneas, amén del estrecho de Gibraltar, en el que ambas aguas confluyen, aparte de acercarnos a una África que tenemos ahí mismo, como sur del sur. Somos tan variados como nos permite ser ocho provincias, desde Huelva, separada o unida a Portugal por el Guadiana; hasta la Almeria de los cielos limpios y las profundidades submarinas de ensueño. Pero ay, se nos considera poco menos que analfabetos, con una insultante falta de respeto hacia nuestra manera de hablar, y se olvidan de que hay muchos grandes poetas, pintores, filósofos, músicos, y artistas en general, que fueron y son de cuna andaluza. Por nombrar sólo a unos poquitos, de entre los que ya no están: Lorca, Machado, Lola Flores, Velázquez, Falla, Camarón, María Zambrano, Paco de Lucia, Picasso, Alberti, Juan Ramón Jiménez, Cernuda, Carlos Cano, Elio Berhanyer, Julio Romero de Torres, Bécquer, y un inmenso etcétera. Es decir, casi ná. Fuimos, somos y seremos; y quien no lo sepa ver porque hablamos andaluz, o porque no tiene ni idea, que se compre un libro y aprenda.

(Continuará)

501. Día de sol

Foto: Lola Fernández

Por Lola Fernández.

Me gusta la palabra domingo en inglés: Sunday, día de sol, porque de un modo tan sencillo la impregna de la luz que una se imagina para un día de fiesta y descanso. Porque me niego a caer en la trampa de sentir que todos los días son iguales, algo que nos trajo el estado de confinamiento, y de lo que hay que huir si queremos restablecer la mínima normalidad, por anormal que siga siendo. Ayudándonos del instinto de supervivencia, debiéramos extraer cosas positivas allí donde todo se nos volvió negro y negativo. No es optimismo, ni convertirse en ilusos; es más bien saber que nunca nada está perdido, y sacar soluciones y recetas vitales para aplicar en los momentos más difíciles. Puede que haya entre ustedes quien piense que no hay nada bueno en lo que hemos vivido, que aún estamos viviendo, y que, por desgracia, todavía nos queda bastante por vivir. Pero creo que sí podemos rescatar cosas que son como restos del naufragio, que más qué desechos, son herramientas para hacer más fácil la vida dentro de unas coordenadas alejadas de la situación ideal, esa que parece que todos creemos que era la general antes de la pandemia. Ciertamente eso ya me parece de entrada bastante discutible, pues para nada nos movíamos en un estado de perfección que se desbaratara de repente por la llegada de un virus asesino al que aún desconocemos cómo vencer; si acaso, y ya es mucho, podemos acatar las normas que los científicos nos dan para evitar ser sus víctimas. Bueno, víctimas suyas lo somos sí o sí, para qué nos vamos a engañar, porque, aunque nunca pudimos sospecharlo, este año está siendo el peor de nuestras vidas; al menos para mí, que eso es algo muy subjetivo.

Foto: Lola Fernández

A ver, pensemos un poquito con qué quedarnos tras el terrible confinamiento… Seguramente hemos aprendido a valorar una serie de cosas que antes nos pasaban desapercibidas, cada quién sabrá cuáles son, pero estoy convencida de que haberlas, las hay. Igual salimos a la calle y si no hay nadie y podemos quitarnos la mascarilla, aunque sea por unos minutos, ¿cómo no vamos a vivir sensaciones nuevas y que nos parecen deliciosas, ante algo tan simple como el aire acariciando nuestra cara? Poder coger el coche y salir aunque sea a los alrededores, a disfrutar de la naturaleza, que nos inunde por todos los sentidos, y deseando tener muchos más que cinco, para que nos embriague por completo… Abrazar un segundo a nuestros mayores, si no nos separa un cristal, o ya se fueron dejándonos huérfanos para la eternidad… Cómo no emocionarse con los pequeños gestos de tanta gente buena como hay, dispuesta a dejarse los días ayudando a los demás. Y como no indignarse ante la imbecilidad de quienes no supieron sacar lecciones de vida entre cifras de muertos, que seguramente hubieran podido ser mucho menores de haberse hecho de otra manera las cosas en este país nuestro, que se pasó una década recortando en algo tan sagrado y tan de todos y todas, como es la sanidad pública. Allá cada cual con su conciencia, si es que sabe qué es eso. Nunca hay que permitir que la adversidad nos derrote; muy al contrario, es en la dificultad donde emerge la grandeza humana, para aprender que aunque el cielo se nuble, el sol está ahí, sin necesidad siquiera de que sea domingo como hoy. El tiempo es un continuo para vivirlo sin interrupciones, con la mejor de nuestras actitudes, y sin desfallecer. Así que adelante, la vida no espera.

 

500. Cosa de viejos

Por Lola Fernández.

Siempre que reflexiono sobre nuestro modo de vivir en sociedad, me embarga una terrible desazón al no entender cómo hemos podido llegar a unas cotas tan altas de insatisfacción interpersonal. Se supone que si un día optamos por el grupo, sería para vivir mejor que en soledad. Y sin embargo, ¡cuánta soledad hay en esta nuestra sociedad actual! Es sumamente desalentador comprobar que no tenemos en cuenta que hay cosas que son para todos y todas sin excepción. Así, con un poco de suerte, si no nos morimos antes de tiempo, llegaremos inevitablemente a ser viejos, o ancianos, o mayores, o como queramos llamarlo; pero, en definitiva, alcanzaremos esa edad en que hay menos futuro que pasado, y en que nos gustaría hacer todas las muchas cosas que fuimos dejando para después, y que, o se hacen ya, o nunca se podrán realizar. Y si todos vamos a llegar a ser mayores, cómo es posible que no protejamos todo lo relacionado con ello… Por ejemplo, el tema de las residencias, de los geriátricos, ¿no debería ser un aspecto social cuidado al máximo, para que si, como es previsible, acabamos nuestra vida en ellos, sea en condiciones ideales de bienestar? Hace ya mucho tiempo que para los mayores, con o sin hijos, no hay mucha diferencia a la hora de terminar sus días lejos del hogar, entre los límites de una residencia geriátrica; y dado que es un horizonte común, nada tiene de raro que fuera un tema absolutamente resuelto socialmente. Pero ¡ay, qué lejos de la realidad!

En este último semestre, azotado por la pandemia, los datos, fríos y crueles a la vez, nos dicen que casi el 65% de los fallecidos a causa del coronavirus en España, son personas mayores. Se dice pronto, pero más de 20.000 muertos han sido mayores residentes en geriátricos; o sea, ni más ni menos que dos tercios del total de los fallecimientos. Escalofriante. Si a ello le unimos las cada vez más frecuentes evidencias de malos tratos a las personas que viven en las residencias de mayores, la verdad es que una siente vergüenza ajena por la falta de categoría humana que nos rodea. Es verdaderamente indignante comprobar lo poco que se hace para que los últimos años de las personas que lo han dado prácticamente todo por los demás sean de alegría. Es para ponerse a llorar ver el (mal)trato que reciben quienes fueron los salvadores de sus familias en la anterior crisis económica del 2007. Qué pena saber que los hemos dejado tan solos y tan abandonados, no quisiera verme en su lugar: encerrados, sin poder ver a los suyos, muriéndose sin que nadie haya movido un dedo, como no sea para acusar a otro y echar balones fuera. Me avergüenza pertenecer a esta sociedad tan inhumana. Como me avergüenzan quienes sólo piensan en saltarse las normas anticontagio del coronavirus, porque piensan que con ellos no va esta historia, que esto es cosa de viejos. Sólo deseo que, si ellos llegan algún día a serlo, reciban por parte de su prójimo, un mejor trato, porque si no, pobres, qué mal final les espera.

499. Anda, la mascarilla

Por Lola Fernández Burgos

Como un reflejo de los cambios habidos en este año que sin duda jamás olvidaremos, y no precisamente por lo bonito, está que ahora cuando salimos de casa no nos acordamos del donut, las llaves o la cartera, sino que lo que casi siempre olvidamos es la mascarilla, esa compañera que nunca hubiéramos imaginado ni en sueños. Porque antes, y ya estamos empezando a acostumbrarnos a un antes y un después, seguramente con el referente del confinamiento que empezó en marzo y que no sabemos si volverá; antes decía, la mascarilla era algo muy infrecuente de ver, casi siempre relacionada con problemas de alergias respiratorias, o propias del ámbito hospitalario. Pero ahora, ay ahora, es el complemento indispensable, amén de obligatorio, de nuestra vida fuera de casa. Desde luego, jamás me prestaré a lo de mascarillas a la moda, para combinar con la ropa, para poner en ella los símbolos de nuestra ideología o mismamente los colores de nuestros equipos deportivos favoritos. Me niego a querer embellecer de ninguna manera un elemento que sólo me provoca dolor, y que esconde no ya solo el miedo, sino las mismas expresiones de la cara. Nos movemos entre coordenadas de precaución, y en ello nos va algo tan importante como la vida, la nuestra o la de quienes nos rodean, y de rostros con ojos nada más. Si a ello añadimos unas gafas de sol, propias de los meses con mucha luz, ya me dirán ustedes el panorama humano con el que nos desenvolvemos día a día… De repente descubrimos un bigote que ni imaginábamos, una boca de labios carnosos o todo lo contrario, rostros que se transforman con una simple sonrisa, etc., claro que antes habrá que quitarse la mascarilla, para compartir aunque sea un café.

Nunca me sentí más preocupada en un medio más limpio y desinfectado, qué cosas tiene la vida. Empezamos ya a desarrollar nuevas conductas sin ser ni conscientes. Entras en algunos lugares, y te retiras el pelo de la frente para que te tomen la temperatura, con unos termómetros que parecen pistolas con que te fueran a volar los sesos. Y acto seguido buscas sin apenas darte cuenta algún bote de hidrogel para desinfectarte por enésima vez las manos. Por no hablar de cómo te quedas a veces paralizada porque giras la esquina y aparece un ser humano a tu vera… Distancia social, gel y mascarilla, los tres mandamientos de la pandemia, más toda la metamorfosis conductual que nos ha atrapado sin apercibirnos de ella. Y de repente, otoño ya, casi como un alivio de luto, porque no puede ser más penoso llevar mascarilla durante horas con el calor sofocante del verano. Y como nadie nos quitará la esperanza, empezamos a soñar que con los fríos del invierno será como llevar bufanda, y no sé nos hará tan pesada la tarea de esta prenda que amenaza con convertirse en una segunda piel. Que ustedes lo lleven, y la lleven, bien, y no se olviden antes de salir a la calle de cogerla, más que nada por aquello de no tener que volver a casa diciendo lo de anda, la mascarilla!

498. El dictado de las urnas funerarias

Por Lola Fernández Burgos. 

Abro el documento en blanco y pienso que me encantaría por un momento poder tener también la mente en blanco; eso que se llama poner los contadores a cero, y empezar de nuevo, sin que existiera esta pandemia tan cansina, sin tener que leer y hablar siempre de lo mismo. Es lógico que ahora toque esto, el coronavirus y todo lo relacionado, pero les juro que estoy muy cansada de reflexionar sobre lo mismo una y otra vez, o uno y otro artículo. Aunque me pregunto, al mismo tiempo, de qué podría escribir sin sentir que estoy haciendo algo que no está bien. En una época como esta, de duelo real para tantas y tantas familias de todo el país, se hace difícil hasta escuchar música sin sentirse agobiada. Imposible incluso concentrarse y leer, porque las experiencias vividas son muy fuertes. Cómo olvidar por un segundo que hay tantos mayores solos en sus casas, o en una residencia, y que a su miedo de contagiarse habrán de añadir el terror de que tal vez no los quieran aceptar en los hospitales, amparándose para ello en ese asqueroso concepto de techo terapéutico, que de modo explícito o implícito se ha desarrollado, y, mucho peor, ejecutado en estos meses de epidemia y muerte. Una sociedad que no cuida a sus mayores, para mí es indigna y no se merece el más mínimo respeto. Sólo pensar en los abuelos y abuelas, solos en sus casas, o solos en una residencia, y ya es motivo más que suficiente para sentirse mal y avergonzada de la especie humana, que se atreve a llamarse superior, y no deja de demostrar una y otra vez que puede ser capaz de lo peor entre todo lo malo de las peores bestias.

Me es imposible entender que mientras el personal sanitario lleva meses jugándose la vida por salvar a los infectados, hay gentuza que se salta todas las normas para evitar el contagio y se atreven a hablar de libertad de expresión en sus vergonzosos teatros baratos de falso patriotismo y demás patrañas de gente que no se merece el más mínimo respeto haciendo lo que hacen, y que ensucian palabras como libertad cuando las pronuncian. No se puede ser más indigno y más desvergonzado, y ello yendo mucho más allá de diferencias ideológicas. Hay cosas y momentos en los que la ideología y la afinidad políticas devienen insignificantes, carecen de la mínima importancia ante lo realmente importante. Si de verdad somos seres inteligentes, la supervivencia y la unión de especie frente al peligro de extinción están muy por encima de cualquier consideración que nos separe. Así que me parece increíble que hasta para prorrogar un estado de alarma, que es lo que ha frenado la suma incesante de muertos, haya que luchar denodadamente para conseguir un consenso, con un forcejeo entre oferta y demanda de exigencias que no vienen a cuento. Habría que darse una unanimidad sin fisuras entre los reprentantes de la ciudadanía, cuando se trata de evitarle a esta los peores efectos de una pandemia nefasta. Porque si estos son momentos para dar la talla, qué pocos la están dando. Qué pena más grande ver que se utilizan, una vez más, los muertos para politiquear y tratar de conseguir fuera de las urnas lo que en ellas se decidió. Hay partidos que boicotean cualquier acción de gobierno, tratando de imponer el dictado de otras urnas, las funerarias. Y lo hacen sin el mínimo rubor; claro que para sentir vergüenza, hay que tenerla, y nada más lejos.

497. Cuanto antes, mejor

Por Lola Fernández Burgos. 

La palabra palabro no existe, así que hay que optar mejor por palabrota, aunque su definición como palabra soez, grosera o malsonante no se ciñe demasiado a lo que se quiere decir con palabro. Suele referirse cuando se usa, que el que no la recoja la Real Academia no implica que no se use y mucho, a palabras que no se escuchan demasiado y que suenan un poco no sé cómo decirles, con una rancia solemnidad novedosa, si es que lo rancio y lo novedoso casan de alguna manera. Que es como eso de nueva normalidad, por poner un ejemplo de tantos términos como nos han traído estos tiempos. A ver, de repente nos rodean vocablos que, de apenas usarlos, cuando no es de nunca usarlos, ahora inundan cualquier texto escrito para darnos cuenta de los sucesos que estamos viviendo, o desviviendo, o qué sé yo. Así de pronto y sin pensar mucho: pandemia, epidemia, confinamiento, desescalada, techo terapéutico, distancia social, estado de alarma, cuarentena, mando único, cogobernanza, picos, curvas, picos de curvas, infectados sintomáticos y asintomáticos, hidrogeles… Ay, hay casi tantas palabras con las que nos bombardean, como tipos de mascarillas, que esa es otra.

Recuerdo cuando, allá por enero, empezaron a hablar del coronavirus, el COVID-19, en China, y cómo llegó un momento en que estaba más que harta de que sólo se hablara de aquel tema… Pobre de mí, no sabía, nadie podía ni adivinarlo, lo que nos esperaba, esta especie de pesadilla en plena vigilia. Pero lo peor es que tampoco podemos saber qué nos espera en tanto no den con una vacuna efectiva, y los científicos dicen que eso es cuestión de bastantes años: que si es un lustro, es pronto. Lo que sé es que poco a poco van decreciendo las cifras de víctimas mortales, gracias al confinamiento. Y que ahora que vamos a avanzar progresivamente en el desconfinamiento, me parece que seremos muchas las personas que tengamos miedo y no nos atrevamos, al menos de entrada, a hacer las cosas que antes hacíamos, por mucho que según las fases de desescalada se nos permita hacerlas. Una cosa es poder, y otra querer, o simplemente atreverse. De todos modos, no hay que pecar del síndrome de la cabaña, más palabros, y cogerle el gusto a quedarse en casa. No se puede vivir eternamente con miedo. Hay que cumplir con todas las prevenciones de seguridad y empezar a volar otra vez, como quien dice. Claro que habida cuenta de que la distancia social es la mejor manera de evitar el contagio de este maldito virus, ya me dirán ustedes cómo vamos a conseguir volver a vivir como antes. Que sí, que no ha de ser ese nuestro objetivo, que la normalidad no se dará igual, de ahí lo de nueva normalidad, pero una cosa es la teoría y otra la práctica. Siempre he sido muy escéptica cuando escuchaba que esto que estamos padeciendo nos iba a cambiar como sociedad, que íbamos a valorar más las pequeñas cosas, y a aprender a respetar más la naturaleza y nuestro entorno, que empezaríamos a priorizar lo realmente importante, etc. Me ha bastado salir a la calle y ver cómo hay tanta gente que hace lo que le da la gana, sin respetar norma alguna, que es tanto como no respetar a los demás, en unos momentos en que todos dependemos de todos en el tema salud, para comprender que mi desconfianza no era insensata. En fin, habrá que confiar en que son muchos más los que están por la labor de salir de esto de la mejor manera y seguir viviendo, y además hacerlo sin miedos. Que ustedes, y yo, y todos, lo veamos… y cuanto antes, mejor.

496. Sin prisas

Por Lola Fernández Burgos. 

Seguimos confinados, que no confitados, que es algo que a veces decimos, buscando ese punto de humor necesario para relativizar. Son ya demasiados días de encierro y hay ocasiones en que no es difícil desesperar. Y sin embargo, siento que las prisas son malas, que si no se hacen las cosas bien, de poco va a servir lo que llevamos haciendo desde hace casi dos meses. Que sí, que podemos agobiarnos ante lo que parece una pesadilla de la que por desgracia no se despierta, pero es lo que hay. Continuar en casa no es caprichoso, y porque se acerque el buen tiempo y se eche en falta ir a la playa y estar más tiempo en la calle que encerrados, mientras sea necesario hay que tener paciencia. Mientras sea preciso según criterios sanitarios, porque la economía no puede ser guía ninguna en esta lucha contra la muerte. El paro es terrible, pero es mucho peor morir. Los políticos irresponsables que juegan con esto y empiezan a cuestionar lo imprescindible del encierro, sólo son unos indecentes que están jugando con algo tan importante como son las vidas humanas. En política, como en la no política, no todo vale, y una cosa es quejarnos porque esto se hace tedioso, y otra muy diferente es empezar a poner nerviosa a la ciudadanía, cuestionando las consignas emitidas por un Gobierno que, nos sea afín o no, está muy claro que sólo quiere lo mejor para todos. Y las Comunidades Autónomas que hacen lo mismo que esos indecentes políticos, son semejantes en tal indecencia.

Aquí en Granada no hemos pasado de la fase 0 a la 1, y eso es así porque hay unos marcadores que sirven para tomar decisiones, y los nuestros han recomendado seguir en vez de avanzar en la desescalada. No es para empezar a decir idioteces, antes al contrario, se trata de tener más cuidado en que no se incrementen las personas infectadas por el virus. Y la verdad, visto lo visto desde que se permite salir a la calle, no me extraña demasiado no haber podido avanzar… Es muy desalentador, amén de indignante, ver que mientras la mayoría cumplimos con nuestra responsabilidad ciudadana, hay otros muchos que pasan de todo. Puro egoísmo frente a solidaridad, y en esto no vale la acción policial, sino la educación. Ya hace días que no me apetece ni salir a pasear, porque no tengo ninguna gana de infectarme por la gente que tiene esa actitud no sólo egoísta y peligrosa, sino además chulesca y de provocación. Eso de ver grupos numerosos charlando tan felices, sin mascarillas, sin distancias, con los niños, fuera de horarios prescritos, como si no pasara nada, la verdad me pone enferma, así que me quedo en casa y sigo andando por el pasillo.

No son buenas las prisas, ni lo son las conductas picarescas de hacer cada quien lo que le apetezca. No son buenos los malos políticos que crean malestar contra quienes sólo desean lo mejor. No es buena la comunidad que quiere acabar con el estado de alarma sólo para sentirse reina en sus confines. No es bueno el que da muchos aplausos y después acosa a los que se arriesgan por obligación, y todos conocemos casos de acoso y derribo contra gente que sólo cumple en sus respectivos trabajos porque no le queda otra. Si todos y todas nos comportáramos como debemos, estoy segura de que los resultados serían mejores, y podríamos avanzar en el desconfinamiento sin mayores problemas. Porque lo que está claro es que da exactamente igual que se levanten las prohibiciones; si no está garantizada la seguridad de algo tan esencial como la vida, para qué correr en nada, no tiene sentido. A mí desde luego me va a dar exactamente igual lo que me diga un mal político: aunque me den permiso, no pienso hacer nada en lo que haya un peligro de infectarme. Porque yo no sé ustedes, pero desde luego yo no tengo ninguna prisa.

495. Con la hierba muy alta

Foto: Lola Fernández Burgos

Por Lola Fernández Burgos.

Con la hierba muy alta y mares de amapolas bañando de rojo su verdor, así he iniciado mi primer paseo permitido en tiempos de confinamiento. Me gusta andar, y suelo hacerlo por la ruta de Fuentezuelas, que es un circuito sencillo y que no se tarda en hacer más de una hora. La vez anterior, y sin tener ni idea de que pasarían semanas hasta poder repetir, fue a primeros de marzo, que aún era invierno. Así que, a pesar de ciertos temores, me decido y vuelvo a andar en contacto con la naturaleza. A la sorpresa por encontrar la hierba tan alta, he de añadir la de ver bastante más gente que antes, que a veces completaba la ruta cruzándome sólo con unas pocas personas, muy pocas y espaciadas. Ahora hay mucha gente, y he de ir sorteándola para guardar la preceptiva distancia social, porque nadie se aparta, y si no lo hace una, se te echan encima. A los muchos que van andando, o corriendo, o en bici, hay que añadir grupos de menores fuera de horario y saltándose todas las obligaciones en tiempo de cuarentena. Bueno, siempre me digo que ya hay policía para vigilar el cumplimiento de las normas, y padres que sean responsables. Pero es descorazonador ver tanta ignorancia, porque aquí y ahora todos dependemos de todos en esta lucha contra el coronavirus. En fin, me digo, será cosa de que pase la novedad y no se salga a andar o a hacer deporte como quien sube a la feria.

Foto: Lola Fernández Burgos

Por encima de esta preocupación, mi paseo fue muy bonito. Primero, porque hacía mucho tiempo que lo anhelaba; y después, porque lo que dejé en invierno, aunque fuera postrero ya, ahora está en primavera, y en unos campos a los que no se ha podido ir, se nota bastante. Aparte, como ya es mayo, las flores están exuberantes y por doquier, silvestres y llenas de colorido. Incluso las matas de las orillas del camino, al no pasar apenas coches, cuyas ruedas las pisan, parecen poco menos que selváticas y prestas a seguir avanzando más allá de los confines de tales orillas. Los almendros, que dejé floridos, los encuentro cuajados de allozas. Los cerezos ya tienen racimos verdes. Los granados, que, en su desnudez, no se sabía qué árboles eran, ya lucen los primeros capullos de flores, alargados y rojos entre el brillo de las hojas. La higuera, que era un abanico abierto de varas verdes, ahora está cubierta de esas hojas que llenan el aire de un olor que hasta el perfume más delicado envidiaría. Y los olivos, antes llenos de aceitunas que iban cayendo sin ser recogidas, ya empiezan a lucir sus primeras flores. La naturaleza y su metamorfosis, que, si no la vas viendo día a día, es aún más sorprendente que de costumbre.

Otra cosa que me ha llamado mucho la atención es el silencio de los perros. Los mismos que antes de repente se ponían a ladrar sin saber ni ellos mismos por qué, en una competición de finca en finca por ver cuál era más pesado e insistente, ahora estaban callados y sin perder detalle. Algunos jugaban contentos entre sí, ignorando el trasiego de viandantes. Y otros, sentados y atentos, mostraban en sus ojos sorpresa, y tal vez emoción o agradecimiento por vernos, después de mucho tiempo sin hacerlo. Porque ellos no saben de actualidad y noticias, y debe de haberles parecido extraño que de repente dejáramos de pasar, personas y coches, ante sus aburridas miradas. Seguramente sintieron nostalgia de los paseantes, así que no sé qué pensarían al ver de pronto más bullicio humano que nunca, pero no ladraban. Y los pájaros, ay los pájaros, a ellos les pasa lo contrario, creo, porque nunca estuvieron más a gusto y tranquilos por los suelos, y de nuevo han tenido que huir a las alturas. Su extrañeza y la de los perros, así como la mía, por todo un poco, hay que añadirlas al resto de rarezas percibidas en este mi primer paseo en tiempo de confinamiento.

 

494. 2020

Por Lola Fernández Burgos.

Se me viene a la cabeza esta última navidad, cuando se hace balance de lo vivido el año transcurrido y se propone una vivir el siguiente con todas las ganas y deseando nos sea propicio. 2020, y era como una puerta abierta a una vida nueva llena de promesas. Era el inicio de una década y todo parecía como un lienzo o un folio en blanco, prestos para crear algo nuevo. Y nuevo es, desde luego, lo vivido hasta hoy, en este año que parece que ha detenido el tiempo en el peor momento, para impedirnos avanzar. Nadie hubiera podido imaginar este presente, y nadie estaba preparado para vivirlo sin sentir que es algo irreal y como un mal sueño, del que da igual despertar, porque de cualquier forma sigue, y nosotros dentro de él, y sin poder escapar. No, no era posible imaginar algo que no habíamos vivido jamás. Pero aquí estamos, inmersos en esta nueva realidad de encierro y miedo, que para nada es una guerra, pero que es una batalla día sí y al otro también. No hay armas ni explosiones, ni bandos ni trincheras, pero hay un enemigo invisible que mata día a día, y que al sembrar el terror nos ha obligado a encerrarnos en casa, huyendo de algo tan terrible como es esta muerte que nunca se sintió tan cercana. Cada día nos hablan de cifras de muertos, y la tragedia es de tales dimensiones, que si nos dicen que un día sólo mueren 300 personas, por poner una cifra que nos parece más esperanzadora, respiramos aliviados porque parece que la pandemia va a menos. Y una recuerda los escalofriantes atentados de Atocha, aquel horrible 11M, y sus 193 víctimas mortales y sus casi dos mil heridos adquieren otra dimensión ante las estadísticas que nos golpean a diario desde hace dos meses. Es verdad que todo es relativo, que lo que un día es muchísimo, al siguiente es un apenas, y eso nos lo enseña la vida, queramos o no aprenderlo. A los humanos no nos gusta mucho que se hable de la muerte, seguramente por ser los únicos seres vivos que sabemos que vamos a morir, y creo que ninguno de nosotros hemos olvidado esa primera vez en que fuimos conscientes de ello, y nuestros mayores no pudieron negarnos tal evidencia. Creo que saber que somos mortales es la primera gran verdad de nuestra infancia, y no es una mera decepción como pueda ser descubrir quiénes son realmente los Reyes Magos; esto es algo mucho más serio, y nunca se vuelve a ser el niño o la niña de antes de conocerlo. Pero aunque no nos guste, ahora es lo que hay, y es imposible evadirnos, pues de ello depende que finalmente se acabe el obligatorio confinamiento.

Hoy domingo es la primera vez que los pequeños pueden salir a la calle, los menores de 14 años, hasta un número de tres, acompañados de un adulto. Por un tiempo máximo de una hora y guardando la distancia social, de metro y medio a dos, aparte de sin ir a los parques infantiles y sin juntarse con los amigos. La consigna es clara e impuesta por la necesidad de no volver para atrás en esta lucha continua contra el coronavirus, pero no me negarán que parece salida de un cuento de miedo. Y sin embargo, esa hora de libertad al día es un motivo de alegría y alborozo; como lo será cuando se nos permita a los mayores de 14 salir para hacer deporte individual o pasear con quienes convivimos, con la misma obligatoria distancia social y durante una hora igualmente. Creo que hasta que no haya una vacuna, y para contar con ella se necesita tiempo, nada será como antes de esta asfixiante epidemia. Por mucho que lo deseemos, esa distancia marcará la diferencia y nos mantendrá inmersos en esta realidad que a veces parece de ciencia ficción. Nadie imaginó jamás que el año 2020 sería de encierro general en casa; de comercios cerrados, con escasas excepciones; de mascarillas, guantes y geles desinfectantes; de salir sólo para lo imprescindible, que a la postre es para ir a la farmacia, al súper o al banco, amén de para tirar la basura, y pare usted de contar. Quién hubiera adivinado que nos pasaríamos meses sin ver a nuestros padres y demás familia si no es por videollamadas; o que de poderlo hacer en vivo y en directo, no podríamos besarles o darles ese fuerte abrazo que tanto necesitan y necesitamos. No, nadie imaginó un año 2020 como el que estamos viviendo, si es que esto es realmente vivir, y no sólo un sinvivir.

493. De balcones y pandemia

Por Lola Fernández Burgos. 

Llevamos un mes largo confinados, y la cosa durará, aunque por fortuna la situación es mucho mejor que al principio, y va menguando el número de víctimas y contagiados, al tiempo que aumenta el de recuperados. Es evidente que mientras no haya una vacuna contra el coronavirus, nada volverá a ser como antes de la pandemia, aunque poco a poco podamos salir de este encierro y recuperando alguna de esas cosas que antes hacíamos sin saber que a día de hoy las valoraríamos muy mucho. Siempre se ha dicho que uno no se da cuenta de la auténtica importancia de las cosas, hechos y personas hasta que las pierde; y sabemos que los dichos suelen acertar. El caso es que aquí seguimos, en casa, experimentando la vivencia más extraña que nunca pudimos imaginar siquiera, porque simplemente jamás nos había tocado enfrentarnos a nada igual, y tener que hacerlo nos hace mostrar el valor que se saca ante la dificultad, o su ausencia, que de todo hay entre nosotros, pobres humanos asustados por un virus que ha hecho tambalear la normalidad de nuestras vidas. Aquí estamos, en casa. Con el privilegio de jardines, terrazas o balcones; o sin nada de ello, encerrados en unos pocos metros cuadrados con sólo algunas ventanas, y agradecidos si son exteriores, porque muchas dan a patios interiores donde no entra o apenas entra el sol. La cosa es que desde el principio alguien tuvo la idea de salir a los balcones a aplaudir a quienes estaban ayudando a salvarnos de este horror, y los convirtió en inesperados protagonistas de esta epidemia. Todos los días, a las 8 de la tarde, como un ritual, quienes pueden y quieren aplauden por todas las ciudades de nuestro país, como un ejercicio inconsciente para exorcizar el miedo, el temor de quien nadie escapa. Y en esos balcones se expresa la grandeza del ser humano, que se sabe insignificante y da las gracias a quien le ayuda a tener esperanza; y se expresa también, por fortuna con menos frecuencia, casi como la excepción a la generalidad, la maldad que tiene alguna gente.

La bautizada como policía de balcón responde a personalidades autoritarias que se creen con el poder de ordenar la vida de los demás, y ejercen un despotismo que dirigen contra las personas que no actúan como a ellas les gustaría que lo hicieran. Es ese abuso de un poder que ni tienen ni les corresponde, pero que hace daño. Tener, por ejemplo, que idear un brazalete azul para que personas que pueden salir a la calle por diversos motivos, lo hagan sin ser atacados desde los balcones, dice mucho en contra de quienes se ocultan en su anonimato para agredir a quienes según sus criterios no cumplen con el confinamiento. Creo yo que ya existe una auténtica policía para hacer cumplir las prescripciones, como para que aparezcan matones de balcón. Y a ellos hay que sumar esos vecinos incivilizados que amenazan con notas en los portales a quienes tienen que trabajar, para que se vayan de allí porque pueden contagiarles; o los que agreden con pintadas en los coches del parking vecinal por el mismo motivo, etc. Siempre habrá gente buena, y gentuza. Ciudadanos responsables que cumplen las normas, y sinvergüenzas que se las saltan a la torera, pensando que con ellos no va el sacrificio común que ahora es tan necesario. Y personas que respetan que las opciones, como la de aplaudir, son voluntarias, y no una exigencia general. En esos balcones hay quien aplaude, para después amenazar con notas anónimas a cajeras de supermercado, a personal sanitario, y a gente que se la está jugando y para nada son héroes, sino fieles cumplidores de su deber, a quien les gustaría menos palmas y más respeto; y también, a veces, un poquito de silencio para dormir después de guardias nocturnas, sin tener que encontrarse múltiples verbenas de balcón a lo largo del día. En fin, con lo que ocurre y deja de ocurrir en los balcones de esta España nuestra, en estos tiempos de pandemia en que las calles han sido sustituidas por ellos, cuando se tienen, se podría escribir un tratado sobre la naturaleza humana, que, una vez más, puede ser grande, o ínfima; bondadosa, o maligna; modélica o para olvidar, por poco edificante y nada ejemplar. Y qué les voy a contar, que ustedes no sepan ya… Ojalá este tiempo pase deprisa y pronto recuperemos una normalidad nunca tan añorada; y que los balcones dejen de ser sustitutos de las calles, y podamos recorrer estas sin miedo alguno. No cabe duda de que pronto todo esto será sólo una pesadilla a olvidar.

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