495. Con la hierba muy alta

Foto: Lola Fernández Burgos

Por Lola Fernández Burgos.

Con la hierba muy alta y mares de amapolas bañando de rojo su verdor, así he iniciado mi primer paseo permitido en tiempos de confinamiento. Me gusta andar, y suelo hacerlo por la ruta de Fuentezuelas, que es un circuito sencillo y que no se tarda en hacer más de una hora. La vez anterior, y sin tener ni idea de que pasarían semanas hasta poder repetir, fue a primeros de marzo, que aún era invierno. Así que, a pesar de ciertos temores, me decido y vuelvo a andar en contacto con la naturaleza. A la sorpresa por encontrar la hierba tan alta, he de añadir la de ver bastante más gente que antes, que a veces completaba la ruta cruzándome sólo con unas pocas personas, muy pocas y espaciadas. Ahora hay mucha gente, y he de ir sorteándola para guardar la preceptiva distancia social, porque nadie se aparta, y si no lo hace una, se te echan encima. A los muchos que van andando, o corriendo, o en bici, hay que añadir grupos de menores fuera de horario y saltándose todas las obligaciones en tiempo de cuarentena. Bueno, siempre me digo que ya hay policía para vigilar el cumplimiento de las normas, y padres que sean responsables. Pero es descorazonador ver tanta ignorancia, porque aquí y ahora todos dependemos de todos en esta lucha contra el coronavirus. En fin, me digo, será cosa de que pase la novedad y no se salga a andar o a hacer deporte como quien sube a la feria.

Foto: Lola Fernández Burgos

Por encima de esta preocupación, mi paseo fue muy bonito. Primero, porque hacía mucho tiempo que lo anhelaba; y después, porque lo que dejé en invierno, aunque fuera postrero ya, ahora está en primavera, y en unos campos a los que no se ha podido ir, se nota bastante. Aparte, como ya es mayo, las flores están exuberantes y por doquier, silvestres y llenas de colorido. Incluso las matas de las orillas del camino, al no pasar apenas coches, cuyas ruedas las pisan, parecen poco menos que selváticas y prestas a seguir avanzando más allá de los confines de tales orillas. Los almendros, que dejé floridos, los encuentro cuajados de allozas. Los cerezos ya tienen racimos verdes. Los granados, que, en su desnudez, no se sabía qué árboles eran, ya lucen los primeros capullos de flores, alargados y rojos entre el brillo de las hojas. La higuera, que era un abanico abierto de varas verdes, ahora está cubierta de esas hojas que llenan el aire de un olor que hasta el perfume más delicado envidiaría. Y los olivos, antes llenos de aceitunas que iban cayendo sin ser recogidas, ya empiezan a lucir sus primeras flores. La naturaleza y su metamorfosis, que, si no la vas viendo día a día, es aún más sorprendente que de costumbre.

Otra cosa que me ha llamado mucho la atención es el silencio de los perros. Los mismos que antes de repente se ponían a ladrar sin saber ni ellos mismos por qué, en una competición de finca en finca por ver cuál era más pesado e insistente, ahora estaban callados y sin perder detalle. Algunos jugaban contentos entre sí, ignorando el trasiego de viandantes. Y otros, sentados y atentos, mostraban en sus ojos sorpresa, y tal vez emoción o agradecimiento por vernos, después de mucho tiempo sin hacerlo. Porque ellos no saben de actualidad y noticias, y debe de haberles parecido extraño que de repente dejáramos de pasar, personas y coches, ante sus aburridas miradas. Seguramente sintieron nostalgia de los paseantes, así que no sé qué pensarían al ver de pronto más bullicio humano que nunca, pero no ladraban. Y los pájaros, ay los pájaros, a ellos les pasa lo contrario, creo, porque nunca estuvieron más a gusto y tranquilos por los suelos, y de nuevo han tenido que huir a las alturas. Su extrañeza y la de los perros, así como la mía, por todo un poco, hay que añadirlas al resto de rarezas percibidas en este mi primer paseo en tiempo de confinamiento.

 

494. 2020

Por Lola Fernández Burgos.

Se me viene a la cabeza esta última navidad, cuando se hace balance de lo vivido el año transcurrido y se propone una vivir el siguiente con todas las ganas y deseando nos sea propicio. 2020, y era como una puerta abierta a una vida nueva llena de promesas. Era el inicio de una década y todo parecía como un lienzo o un folio en blanco, prestos para crear algo nuevo. Y nuevo es, desde luego, lo vivido hasta hoy, en este año que parece que ha detenido el tiempo en el peor momento, para impedirnos avanzar. Nadie hubiera podido imaginar este presente, y nadie estaba preparado para vivirlo sin sentir que es algo irreal y como un mal sueño, del que da igual despertar, porque de cualquier forma sigue, y nosotros dentro de él, y sin poder escapar. No, no era posible imaginar algo que no habíamos vivido jamás. Pero aquí estamos, inmersos en esta nueva realidad de encierro y miedo, que para nada es una guerra, pero que es una batalla día sí y al otro también. No hay armas ni explosiones, ni bandos ni trincheras, pero hay un enemigo invisible que mata día a día, y que al sembrar el terror nos ha obligado a encerrarnos en casa, huyendo de algo tan terrible como es esta muerte que nunca se sintió tan cercana. Cada día nos hablan de cifras de muertos, y la tragedia es de tales dimensiones, que si nos dicen que un día sólo mueren 300 personas, por poner una cifra que nos parece más esperanzadora, respiramos aliviados porque parece que la pandemia va a menos. Y una recuerda los escalofriantes atentados de Atocha, aquel horrible 11M, y sus 193 víctimas mortales y sus casi dos mil heridos adquieren otra dimensión ante las estadísticas que nos golpean a diario desde hace dos meses. Es verdad que todo es relativo, que lo que un día es muchísimo, al siguiente es un apenas, y eso nos lo enseña la vida, queramos o no aprenderlo. A los humanos no nos gusta mucho que se hable de la muerte, seguramente por ser los únicos seres vivos que sabemos que vamos a morir, y creo que ninguno de nosotros hemos olvidado esa primera vez en que fuimos conscientes de ello, y nuestros mayores no pudieron negarnos tal evidencia. Creo que saber que somos mortales es la primera gran verdad de nuestra infancia, y no es una mera decepción como pueda ser descubrir quiénes son realmente los Reyes Magos; esto es algo mucho más serio, y nunca se vuelve a ser el niño o la niña de antes de conocerlo. Pero aunque no nos guste, ahora es lo que hay, y es imposible evadirnos, pues de ello depende que finalmente se acabe el obligatorio confinamiento.

Hoy domingo es la primera vez que los pequeños pueden salir a la calle, los menores de 14 años, hasta un número de tres, acompañados de un adulto. Por un tiempo máximo de una hora y guardando la distancia social, de metro y medio a dos, aparte de sin ir a los parques infantiles y sin juntarse con los amigos. La consigna es clara e impuesta por la necesidad de no volver para atrás en esta lucha continua contra el coronavirus, pero no me negarán que parece salida de un cuento de miedo. Y sin embargo, esa hora de libertad al día es un motivo de alegría y alborozo; como lo será cuando se nos permita a los mayores de 14 salir para hacer deporte individual o pasear con quienes convivimos, con la misma obligatoria distancia social y durante una hora igualmente. Creo que hasta que no haya una vacuna, y para contar con ella se necesita tiempo, nada será como antes de esta asfixiante epidemia. Por mucho que lo deseemos, esa distancia marcará la diferencia y nos mantendrá inmersos en esta realidad que a veces parece de ciencia ficción. Nadie imaginó jamás que el año 2020 sería de encierro general en casa; de comercios cerrados, con escasas excepciones; de mascarillas, guantes y geles desinfectantes; de salir sólo para lo imprescindible, que a la postre es para ir a la farmacia, al súper o al banco, amén de para tirar la basura, y pare usted de contar. Quién hubiera adivinado que nos pasaríamos meses sin ver a nuestros padres y demás familia si no es por videollamadas; o que de poderlo hacer en vivo y en directo, no podríamos besarles o darles ese fuerte abrazo que tanto necesitan y necesitamos. No, nadie imaginó un año 2020 como el que estamos viviendo, si es que esto es realmente vivir, y no sólo un sinvivir.

493. De balcones y pandemia

Por Lola Fernández Burgos. 

Llevamos un mes largo confinados, y la cosa durará, aunque por fortuna la situación es mucho mejor que al principio, y va menguando el número de víctimas y contagiados, al tiempo que aumenta el de recuperados. Es evidente que mientras no haya una vacuna contra el coronavirus, nada volverá a ser como antes de la pandemia, aunque poco a poco podamos salir de este encierro y recuperando alguna de esas cosas que antes hacíamos sin saber que a día de hoy las valoraríamos muy mucho. Siempre se ha dicho que uno no se da cuenta de la auténtica importancia de las cosas, hechos y personas hasta que las pierde; y sabemos que los dichos suelen acertar. El caso es que aquí seguimos, en casa, experimentando la vivencia más extraña que nunca pudimos imaginar siquiera, porque simplemente jamás nos había tocado enfrentarnos a nada igual, y tener que hacerlo nos hace mostrar el valor que se saca ante la dificultad, o su ausencia, que de todo hay entre nosotros, pobres humanos asustados por un virus que ha hecho tambalear la normalidad de nuestras vidas. Aquí estamos, en casa. Con el privilegio de jardines, terrazas o balcones; o sin nada de ello, encerrados en unos pocos metros cuadrados con sólo algunas ventanas, y agradecidos si son exteriores, porque muchas dan a patios interiores donde no entra o apenas entra el sol. La cosa es que desde el principio alguien tuvo la idea de salir a los balcones a aplaudir a quienes estaban ayudando a salvarnos de este horror, y los convirtió en inesperados protagonistas de esta epidemia. Todos los días, a las 8 de la tarde, como un ritual, quienes pueden y quieren aplauden por todas las ciudades de nuestro país, como un ejercicio inconsciente para exorcizar el miedo, el temor de quien nadie escapa. Y en esos balcones se expresa la grandeza del ser humano, que se sabe insignificante y da las gracias a quien le ayuda a tener esperanza; y se expresa también, por fortuna con menos frecuencia, casi como la excepción a la generalidad, la maldad que tiene alguna gente.

La bautizada como policía de balcón responde a personalidades autoritarias que se creen con el poder de ordenar la vida de los demás, y ejercen un despotismo que dirigen contra las personas que no actúan como a ellas les gustaría que lo hicieran. Es ese abuso de un poder que ni tienen ni les corresponde, pero que hace daño. Tener, por ejemplo, que idear un brazalete azul para que personas que pueden salir a la calle por diversos motivos, lo hagan sin ser atacados desde los balcones, dice mucho en contra de quienes se ocultan en su anonimato para agredir a quienes según sus criterios no cumplen con el confinamiento. Creo yo que ya existe una auténtica policía para hacer cumplir las prescripciones, como para que aparezcan matones de balcón. Y a ellos hay que sumar esos vecinos incivilizados que amenazan con notas en los portales a quienes tienen que trabajar, para que se vayan de allí porque pueden contagiarles; o los que agreden con pintadas en los coches del parking vecinal por el mismo motivo, etc. Siempre habrá gente buena, y gentuza. Ciudadanos responsables que cumplen las normas, y sinvergüenzas que se las saltan a la torera, pensando que con ellos no va el sacrificio común que ahora es tan necesario. Y personas que respetan que las opciones, como la de aplaudir, son voluntarias, y no una exigencia general. En esos balcones hay quien aplaude, para después amenazar con notas anónimas a cajeras de supermercado, a personal sanitario, y a gente que se la está jugando y para nada son héroes, sino fieles cumplidores de su deber, a quien les gustaría menos palmas y más respeto; y también, a veces, un poquito de silencio para dormir después de guardias nocturnas, sin tener que encontrarse múltiples verbenas de balcón a lo largo del día. En fin, con lo que ocurre y deja de ocurrir en los balcones de esta España nuestra, en estos tiempos de pandemia en que las calles han sido sustituidas por ellos, cuando se tienen, se podría escribir un tratado sobre la naturaleza humana, que, una vez más, puede ser grande, o ínfima; bondadosa, o maligna; modélica o para olvidar, por poco edificante y nada ejemplar. Y qué les voy a contar, que ustedes no sepan ya… Ojalá este tiempo pase deprisa y pronto recuperemos una normalidad nunca tan añorada; y que los balcones dejen de ser sustitutos de las calles, y podamos recorrer estas sin miedo alguno. No cabe duda de que pronto todo esto será sólo una pesadilla a olvidar.

Vivencias de confinamiento, 2

Por Lola Fernández Burgos.

Dicen que es preferible reír que llorar, y así parece que lo entendemos en esta situación de encierro, cuarentena o confinamiento, que podemos llamarla de una u otra manera según nos encontremos; dejando que el humor nos haga compañía, casi como una protección contra el desespero. En algo solemos coincidir cuando comentamos cómo estamos viviendo dicha situación: parece como si estuviéramos montados en una gran noria, de esas que ahora suelen estar en las grandes ciudades, como atracción turística más que local, para disfrutar de unas buenas vistas mayormente. Y lo que tienen las norias es que cuando estás arriba tu visión es magnífica, cosa que no ocurre cuando estás abajo, sin olvidar el vértigo que se siente mientras bajas, o también cuando subes. Y no me negarán que no fluctúan ustedes entre el optimismo, el pesimismo, y una sensación de irrealidad que a veces marea. Somos seres sociables obligados por las circunstancias a vivir sin relacionarnos socialmente, y eso produce inquietud, temor e incertidumbre, que nos hace recurrir a la risa para no caer en el llanto. Cierto que lo que estamos viviendo no tiene nada de gracia, pero el instinto de supervivencia nos hace buscar algo que nos libere de lo feo y al menos nos haga sentir las ventajas del humor, que siempre se ha asociado con la inteligencia. Si somos seres superiores, lo seremos gracias a que no nos hundimos en los malos momentos, y a que podemos inventar una apariencia amable para la realidad cuando se torna desagradable. Pienso, por ejemplo, en ese padre de La vida es bella, evitando que su hijo sufra conociendo lo que ocurre a su alrededor; algo que no es sólo un guion cinematográfico, pues es muy cierto que la realidad supera la ficción.

Así que no tiene nada de extraño que durante estas semanas de preceptivo confinamiento, nos acompañen las risas. Por lo que nos llega a los móviles, que verdaderamente son el invento más preciado ahora mismo, y por cómo compartimos nuestras vivencias con los demás, restándoles el dramatismo que a veces encierran, y quedándonos con lo cómico que sólo los humanos somos capaces de ver en los duelos y el dolor. En el simple hecho de salir a tirar la basura y a comprar al súper más cercano, podemos ponernos a llorar por la confusión de sensaciones y sentimientos que nos embargan, en un tiempo que parece detenerse y absorbernos hasta el mismo momento en que volvemos a casa y nos sentimos a salvo, literalmente; o partirnos de la risa contando lo que hemos vivido desde el mismo momento de salir por la puerta. Seguro que están ustedes de acuerdo en que es mucho mejor reírnos, reír un montón y exageradamente, porque en el fondo sabemos que estamos haciendo un alarde de ingenio e imaginación por salir adelante sin que nos hundan las circunstancias. Tratando a la vez de quitar los miedos a quienes nos rodean y a quienes más queremos, estén cerca o lejos, acompañados o a solas. Cómo no vamos a reírnos, aunque nos martilleen cifras que nos aterran, de contagiados y de muertos, en un continuo insoportable que va sumando, sumando y sumando. Nos quedamos sí o sí con la esperanza, y con la certeza de que esto pasará y será algo que por supuesto nunca olvidaremos, pero de lo que seguro que como especie aprenderemos, si es que en verdad somos seres inteligentes. Estoy convencida de que cuando podamos salir y relacionarnos con normalidad otra vez, ya nada será igual, porque sencillamente seremos personas nuevas. Las experiencias tan inesperadas y fuertes como las que nos vemos obligados a vivir, lo queramos o no, lo aceptemos o no, lo asimilemos o no, no pasan sin huella. De nosotros y de nuestra inteligencia como sociedad avanzada depende que sepamos quedarnos con lo positivo y aprender de lo negativo, en evitación de que se repitan los errores que se hayan podido cometer. Será tan importante como que ahora optemos por la risa y el quitarle capas de fealdad a lo que nos rodea, en lugar de despeñarnos por abismos de dolor y pesimismo. Siempre nos quedará la posibilidad de la alegría y la esperanza, para no dejarnos llevar por las penas y la tristeza sin salida.

491. Vivencias de confinamiento

Por Lola Fernández Burgos.

En este difícil tiempo que nos está tocando vivir, podemos decir que cada día nuevo es uno más y uno menos, como la vida misma, por otra parte. Cada vez que salgo por necesidad a la calle, tengo la sensación de que fuera uno de esos domingos o días de fiesta en que madrugas y te encuentras las calles desiertas, sin coches ni personas, porque aún no se levantaron tras una noche de salir hasta tarde o de simplemente acostarse después de lo habitual. Aunque ahora hay un componente nuevo y diferente, el miedo. Miedo ni se sabe a qué, pero miedo al fin y al cabo; una sensación desalentadora que espero se vaya tan pronto se levante este obligado encierro, que empieza a dar los objetivos deseados referentes a esta pandemia. Cuarentena, confinamiento, encierro, llamémoslo como gustemos; pero quedarnos en casa sí o sí, y sentirnos privilegiados si contamos con balcones, o terrazas, o jardines. Y no dejo de pensar en vivir esto con críos y crías, que entenderán más difícilmente que los adultos todos los cambios a los que se ven sometidos: sin ir a clase, sin salir al parque, sin poder estar con los amigos, etc. Aunque lo cierto es que ahora los niños y los adolescentes pasan mucho menos tiempo en la calle que lo hacíamos nosotros. Escuchaba a una madre decir que le costaba retener a los hijos en la terraza tomando el sol cada vez que se puede, porque antes de los veinte minutos que ella los quería allí, siempre se quejaban de que fuera no tenían buena cobertura. Y es que el móvil y la tablet son elementos y compañeros de ahora, que nosotros desconocíamos, y que sustituyen hoy en día a muchas de nuestras horas fuera de casa y nuestras relaciones infantiles y de adolescencia y primera juventud.

Sin embargo, qué magníficos inventos están siendo el smartphone y la tablet en esta delicada y difícil situación que nos vemos obligados a pasar como mejor podemos y sabemos. Cuando se tiene lejos a los seres queridos, y además se sabe que algunos están pasando esto a solas, qué maravilloso es poder hacer una videollamada y encontrarte de repente sus rostros en la pantalla y poder compartir un rato con ellos cada día. Hay funciones de estos inventos nuevos que antes nos parecían bobadas y que ahora adquieren una nueva dimensión y nos parecen auténticas bocanadas de aire fresco, que a día de hoy es un bien muy preciado. Por ejemplo, cuando los bares están cerrados y no puedes reunirte con las amistades con que acostumbras salir a tomarte unas cervezas, ya hay mucha gente que realiza videoconferencias grupales y comparten birras y risas a través de las pantallas. Y es que cuando lo presencial nos está vedado, lo virtual adquiere su auténtica dimensión relacional. Por eso mismo creo que muchas de las cosas nuevas que ahora estamos experimentando, harán que cambiemos algunos conceptos para incorporar una serie de novedades a un futuro no muy lejano en que podamos salir con normalidad y relacionarnos y viajar como siempre. Aunque esto va a durar todavía un tiempo, y cambiaremos despacio y progresivamente, de eso no me cabe ninguna duda. Hay que estar preparados y ser fuertes y no desanimarnos; inventar día a día una alegría que necesitamos como el aire que respiramos, y quedarnos con las cosas buenas y positivas,

490. De cuervos y ratas

Por Lola Fernández Burgos. 

Ni llevo la cuenta del tiempo que llevamos de confinamiento, ni del que nos queda por delante. Lo cierto es que yo soy una persona muy de mi casa, de salir poco, como no sea a caminar, o a desconectar el fin de semana; pero casera al fin. Y sin embargo, eso de tener que quedarme encerrada sí o sí, pues es realmente difícil, para qué engañarnos. Pero lo cumplo a rajatabla, y cuando salgo lo hago pertrechada de mascarilla, guantes y todo el miedo del mundo. Porque no me tengo por cobarde, mas suelo mirar a los ojos al enemigo, siempre que no sea un traidor que vaya por la espalda. Pero, ay, este virus tan letal e invisible es otra cosa: me asusta por mí, y por la gente que quiero, especialmente la familia. Seguro que nada que no le ocurra a todo el mundo, que yo suelo decir que soy bastante masa y poco singular en el sentir general. Y en este encierro obligado voy oscilando entre querer saber todo de lo que ocurre ahí afuera, y entre pasar de todo y vivir en la ignorancia más absoluta, salvo lo básico, no vaya a ser que esta situación pase y yo siga confinada ad eternum… Lo que más me sorprende es saber que hay gente, o gentuza, que ignora las prohibiciones y sale tranquilamente una, dos, tres y las veces que les apetezca. Y lo que más me aterra es ver que la estadística es implacable y funesta, ante un panorama desolador de carencias sanitarias lógicas tras una década de recortes. Si sólo se aprende la lección y cuando esto acabe se deja de desfavorecer lo que es bueno para todos, en beneficio de lo que les sirve a unos pocos… Pero a estas alturas desconfío de que se llegue a aplicar la inteligencia que eso presupone. La avaricia no sólo rompe el saco, sino que es propia de mentes miserables que sólo piensan en ellas mismas. Y para tener como guía el bienestar general, hay que tener generosidad y pensar en los demás.

Después está ver lo que ocurre en este país, frente al resto. En los otros parece que el enemigo común es este coronavirus, y contra él se aúnan esfuerzos y medios. Aquí el enemigo desde el principio parece que ha sido el Gobierno, con una utilización partidista del tema, que ya no sólo asusta, sino que directamente asquea. Eso sin contar a los idiotas dirigentes de algunas autonomías que se han convertido en los sabios que podrían haber evitado hasta una sola víctima, si se les hubiera hecho caso… Claro que allí donde han hecho lo que querían, hay más víctimas en términos relativos que en ningún otro lugar. Me apena y repugna que se haga política con los muertos, y en esta crisis del coronavirus hay demasiados cuervos. Así es mucho más difícil, teniendo en cuenta que ya es insoportablemente complicado. Desde el principio he tenido claro que ahora tocaba dar la talla, a todos, y lo que veo es que hay quien no la daría ni con las escaleras más altas. Así que a seguir confinados y con paciencia; además de con la decente responsabilidad de no saltarse las consignas de las autoridades, que no son caprichosas. Y si fuera posible, un poco de unión y a demostrar que no se trata de este o aquel territorio, y de este o aquel listillo de turno. Aunque me parece que eso es ya mucho pedir, tanto como esperar peras del olmo, o lealtad de los traidores, y de sus séquitos. Porque en estos días de cuervos y seres menguantes, precisamente cuando hay que crecerse, no sólo encontramos determinados gobernantes que tocan la flauta sintiéndose líderes, sino toda una legión de ratas que les siguen bailando al compás. En fin, la historia los pondrá en su lugar, y respecto a Hamelín ya sabemos el mal final que tuvieron.

489. Ángeles y demonios

Por Lola Fernández Burgos. 

Conforme he ido creciendo y entendiendo algo mejor esto del vivir, he tenido numerosas ocasiones para descubrir que el ser humano es capaz de lo mejor, y de lo peor también, generalmente por parte de gente diferente, pero sin que ello excluya que una misma persona pueda ser ángel o demonio según el momento y la ocasión. Es en momentos difíciles donde se da de sí lo bueno y lo malo, que seguramente todos llevemos dentro, salga o no al exterior. Y para momentos difíciles, estos que estamos viviendo ahora mismo, a causa de la lucha contra el coronavirus, con una semana ya de confinamiento en casa, y con la obligación de otras tres más, en principio. Así que es la oportunidad de observar las conductas humanas en un punto de estrés y angustia, que obviamente se convierten en unas pésimas coordenadas para sentirnos bien, pero que al mismo tiempo son las causas de la excelencia humana en muchas más ocasiones, lo cual es un alivio.

Foto: Lola Fernández

De lo bueno que tenemos y expresamos hay tantos ejemplos, que es emotivo. En lo más alto de la escala, quienes se juegan la vida por los demás en esta lucha contra este virus letal: personal sanitario, fuerzas de seguridad, quienes permanecen en sus puestos de trabajo para ofrecer la satisfacción de nuestras necesidades básicas (farmacias, supermercados, negocios y empresas obligados a permanecer activos para que se pueda tirar para adelante, etc.), y todo el personal que está ahí posibilitando que esto no se convierta en un caos sin salida. Puede ser que sea su obligación, pero son auténticos héroes, unas veces más reconocidos, y otras injustamente atacados. Y la ciudadanía, en general y salvando las inevitables excepciones que siempre se darán, somos conscientes de ello y nos sentimos agradecidos de corazón, tal y como se expresa en esos aplausos anónimos desde los balcones y ventanas, cada día a las 8 de la tarde. Y desde lo más alto, a lo más bajo: esa gente irresponsable que no duda en saltarse sin motivo el confinamiento en casa, olvidando, parece ser, que pueden infectarse y/o infectar. Con unos ejemplos que son para escribir tratados de la imbecilidad humana: bares clandestinos, sacar a pasear a peluches, o aprovechar que se tiene una mascota real que pasear para hacerlo varios familiares sucesivamente, echarse a las carreteras para acudir a las segundas residencias como si estuviéramos en vacaciones, etcétera. Y en ese etcétera, todo el despropósito imaginable. A ello hay que añadir el desconocimiento de mucha gente, que no entiende una muy bien cómo es que a estas alturas aún no se han enterado de que las zonas comunes de las viviendas vecinales son auténticos focos de infección, pero que ahí están jugando en los portales, o de reuniones en las azoteas comunes, y demás conductas de riesgo, con una tranquilidad pasmosa. En fin, confiemos en que esos riesgos no tengan consecuencias, porque es muy triste ver cómo hay quien se arriesga y hace que sus mismos hijos se arriesguen.

Por ahí escuché algo muy razonable: no se puede estar aplaudiendo a la gente que está haciendo las cosas más difíciles, y a la vez dejar de hacer lo más fácil, que es sencillamente quedarnos en casa y lavarnos las manos. Cierto es que se puede convertir en un gran sacrificio eso de no salir a la calle y pasar horas mirando los cielos, si se tiene la oportunidad de ello, pero concederán ustedes que hay sacrificios mucho más complicados, incluso mortales. Y sí, sé muy bien que no es momento de alarmismo, de bulos, de morbos, es verdad. Pero tampoco lo es de ignorar una realidad que por mucho que no nos guste es terrible. Esto es una lucha contra la muerte en cifras masivas que verdaderamente asustan, al menos como para ser conscientes y responsables. Si no somos ángeles, por lo menos no nos convirtamos en demonios, aunque sólo sea para no perjudicar a quienes son buenos y se están jugando sus vidas por proteger las nuestras.

488. Nos quedamos en casa

Por Lola Fernández Burgos. 

Como si de una pesadilla se tratara, ya tenemos aquí al coronavirus, no como protagonista de noticias ajenas a nuestras personas, sino como amenaza grave y real para nuestras vidas y la de nuestros seres más queridos, y para todos en general. No sé si algunos aún no son conscientes, pero eso de expandir por doquier el virus, y es lo que se hace si uno se mueve libremente contra las prohibiciones, es poner en peligro la vida de uno y de todos. Escuchaba el otro día en la radio a alguien decir que a nuestros abuelos se les llamó a la guerra, y tuvieron la obligación de ir al frente, a jugarse la vida por defender al resto. Y a nosotros se nos pide algo tan simple de entender como es quedarnos en casa y lavarnos las manos. Y aun así parece que es algo complicadísimo de entender para esos irresponsables que no han dudado en contaminar zonas libres aún de contaminación vírica, creyendo que la paralización de actividades era la excusa perfecta para irse de vacaciones. No sé qué tipo de cerebro procesa así la información, en lugar de saber que es el momento de cancelar las reservas de próximas vacaciones. El instinto de supervivencia es un síntoma de inteligencia, pero de nada vale esta cuando se está rodeado de gente, o de gentuza, que demuestra ser cualquier cosa menos inteligente. Lo malo es que en su imbecilidad arrastra al resto. Es el momento de, ya que se tiene tiempo, pararse un momento a reflexionar qué clase de sociedad tenemos.

Pienso que es muy pronto, que aún nos falta la perspectiva del tiempo para llegar a comprender medianamente bien qué estamos viviendo y a qué nos enfrentamos. Pero mientras ese momento llega, lo que hemos de tener muy claro es que por ahora ya nada va a ser igual. Se nos ha hablado de 15 días, porque ese es el tiempo de incubación con este virus, y mejor estar a salvo de infectarnos, y no infectando a los demás. Pero es obvio que esto será mucho más largo que dos semanas, o dos meses. Todo es incertidumbre, pero es que estamos ante el principio. Queda lo peor, y sin duda lo más fatídico es el próximo incremento del número de fallecidos y el crecimiento exponencial de los infectados. Nadie estamos a salvo, en esto no hay fórmulas mágicas, ni vacuna. Pero hay unas pautas muy sencillas: nos quedamos en casa y nos lavamos las manos con frecuencia. Y salir a la calle, para lo imprescindible. Sin poner de excusa sacar al perro o la basura, para pasear. No sólo está prohibido, sino que es de sentido común.

Y aunque creo que en este tema de una pandemia mundial, lo político queda muy secundario, me parece que si se quiere dar la talla, hay que estar unidos en esta tarea común que es una lucha de la humanidad contra la muerte. Aquí no caben ideologías, porque el virus ataca a cualquiera, sea de izquierdas, de derechas, o neutro. Y ataca en cualquier territorio, sin entender de fronteras o idiomas. Estamos ante un problema muy grave, y sólo cabe la responsabilidad, de los políticos y de la ciudadanía. Sólo el tiempo nos dirá si dieron la talla, si dimos la talla; pero mientras, por favor, nos quedamos en casa.

487. Las mujeres, todas

Por Lola Fernández Burgos. 

Un año más, casi acabando el invierno, muy próxima ya la primavera, llega el día de las mujeres, el 8 de marzo. Otra vez hay que reivindicar la celebración de una jornada reivindicativa, válgame la redundancia. Y de nuevo lo mismo de siempre, explicar que el feminismo no busca reemplazar al machismo, sino que es una lucha por la igualdad de derechos entre personas de distinto género; volver a incidir en que contamos con los hombres de bien para esta lucha, que ya nadie va a poder parar hasta lograr los objetivos; alucinar con que aún haya mujeres machistas, sin dejar por ello de exigir una igualdad que a ellas también les beneficiará. Etcétera. Una serie de elementos sumamente fastidiosos, que no entorpecen, empero, que este sea un día de fiesta para las mujeres; para todas, sin el adjetivo de trabajadoras, pues da la casualidad de que las féminas no precisamos de contrato laboral ninguno para trabajar siempre, y de muchísimas maneras.

Y aunque aún nos sea negada la igualdad, es maravilloso ser mujer, porque, para empezar, somos las mujeres las que parimos, las que damos la vida a otros seres humanos; lo cual ya por sí solo es el mayor privilegio que pueda imaginar, incluso si decidimos no hacerlo y no ser madres. La simple posibilidad es ya maravillosa, la hagamos realidad o no. Es magnífico ser mujer, sí, porque gracias a nosotras, también, el mundo funciona; y si las mujeres paran, el mundo se detiene, ya lo hemos podido comprobar cuando así ha ocurrido. De modo que queremos lo que nos corresponde, ni más ni menos; empezando por dejar de ser invisibles en el lenguaje: nada de perdernos en un todos, cuando cada una de nosotras conformamos el grupo, mayoritario por cierto, de todas. Continuando con cobrar el mismo salario por el mismo empleo, sin brecha salarial machista que valga; que hay países, como Islandia, que han demostrado que se puede conseguir si realmente se desea. Siguiendo, y el orden es absolutamente arbitrario, no en función de una mayor o menor importancia, obviamente, con que la violencia machista deje de asesinarnos de una vez por todas. Nos queremos todas, ni una menos. Y terminando con todo lo demás, que es tanto que ya cansa: que no nos acosen, que no nos maltraten, que no nos violen, que no nos traten como a ciudadanas de segunda. Somos de primera, o más si me apuran. Y es por ello, y por muchas más cosas, que de todos y todas son sabidas, que vamos a seguir celebrando el día internacional de las mujeres, con el deseo manifiesto de que deje, de una vez por todas y para siempre, de ser preciso hacerlo. Y ello será cuando ocurra algo muy sencillo de entender, y no sé por qué tan difícil de realizar: cuando no haya un género masculino dominante e impidiendo que el género femenino disfrute de exactamente los mismos derechos, como es de justicia. Cuando, aunque los hombres y las mujeres sigamos siendo diferentes en prácticamente todos los sentidos, por fortuna para ellos y nosotras, todos y todas seamos personas sin más. Ya digo, algo muy fácil de comprender y que llevamos sin poder ejercer, durante siglos y siglos y siglos, las mujeres, todas.

486. En ruinas

Por Lola Fernández Burgos.

La vida es un montón de insignificantes e irónicas ruinas.

Pier Paolo Pasolini

En este mundo nuestro, las personas sentimentales tienen todas las de perder. Regirse por el corazón más que por el cerebro es como ir a pecho descubierto a batallar, porque no otra cosa sino una guerra parece a veces la vida. Y hay quienes se asemejan a esos edificios en ruinas, que mantienen la belleza externa, pero que es mejor no adentrarse en su interior, por peligro de derrumbe. Es peligroso estar cerca de lo que, aunque no lo parezca, está muerto; sea un árbol, una casa, un ser humano vencido o sencillamente vendido… porque pueden desplomarse y dejarte en el sitio. No recuerdo ahora qué sabio decía que admiraba a quienes se guiaban tanto por la cabeza como por el corazón; o sea, por la razón y por el sentimiento. Pero la verdad es que no sé si en el sentir caben los filtros del razonamiento, o si la razón puede permanecer impasible ante la efervescencia sentimental. Más allá de teorías y de palabrería, hay seres que controlan lo que sienten, y otros que son controlados absolutamente por ello. No sabría decir qué me parece más atractivo y qué más desagradable; y lo cierto es que no siempre el control es lo deseable. Porque se puede tener un perfecto dominio de las situaciones, y que ello implique perderse vivir la vida.

La cosa es que vivimos un tiempo bastante poco propicio para las expresiones sentimentales. En nuestra sociedad no parece tener cabida el tempo preciso para lo intangible; todo parece ser fungible, de usar y tirar, desechable, para consumir en el momento y después ni recordar. Sentir abre puertas al dolor; pero tampoco me parece muy placentero el no sentir, el ser una especie de robot, un autómata insensible. Puede que las pasiones mareen, perturben, sean vaivenes en los que perder el sentido no sea extraño; sin embargo, qué tristeza más grande la apatía, la indiferencia, la frialdad. Por supuesto que si no sales de un encierro, estás a salvo de los peligros de este mundo nuestro; pero, ay, es que no vivir por no morir, es estar ya muerto. Nos movemos en coordenadas antagónicas que van desde el miedo hasta la osadía, pasando por una neutralidad incluso sensorial. Y cada uno de nosotros y nosotras sabemos perfectamente en qué niveles nos movemos, y qué punto de equilibrio o desequilibrio nos sostiene. Como no tenemos ninguna duda sobre si somos personas con los pies enterrados en un fondo de cemento armado, por miedo a salir volando; o equilibristas en alturas sin red sobre ruinas.

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