525. Orfandades y otros desconsuelos
Por Lola Fernández.
“Ningún hombre puede cruzar el mismo río dos veces, porque ni el hombre ni el agua serán los mismos.”
Heráclito
Hoy, primer domingo de mayo, es el día de la madre, y por primera vez en mi vida me he encontrado en él sin tenerla. Dicen que los padres no están preparados para perder a sus hijos, y sin saber quién lo dijo, son de esas cosas que todos repetimos, como elemento del acervo cultural humano. Que la pérdida de los hijos es antinatural, y que los padres que la sufren nunca se recuperan. Y pienso que no hay pérdida que sea natural, y que cuando nos quedamos sin padres, hay una reorganización de todos nuestros sentimientos y emociones: es como si, sin llegar a perder los cimientos, toda nuestra estructura interior se modificara. Parece que mientras nuestros padres viven, la muerte es algo que nos planteamos vestida de ajenidad; pero, ay, al quedarnos sin ellos, es como si nos colocáramos en el punto de salida, y sintiéramos por primera vez, que después de ellos ya nos toca a nosotros. Es ese descubrimiento de que los siguientes seremos nosotros, y entender lo que significa realmente la orfandad. De repente nos invade un desamparo que es también soledad; y la necesidad de una protección que ya no hallaremos nunca más en nuestros progenitores, por mucho que pensemos y creamos que nos siguen cuidando, aunque no estén físicamente. Es verdad que mientras no muramos, ellos seguirán vivos en nuestros corazones, pero ello no impide que los añoremos y echemos de menos cada instante de nuestras vidas. Y más un día como hoy, en que a estas alturas ya habría telefoneado a mi madre para decirle ¡madre no hay más que una!… imposible describir con palabras qué se siente al ser consciente de que nunca más podré levantar ese teléfono.
Orfandades, desvalimientos, situaciones que te hunden, o te hacen más fuerte. Y una se encuentra con la difícil tarea de ir buscando algo que le quite lo feo a lo menos hermoso, para irlo reconvirtiendo en poco menos que un privilegio. Es sólo entonces cuando empiezas a pensar que tus padres murieron muy mayores, y después de haber vivido también muy bien; que tuvieron la suerte de morir rodeados de todos sus hijos y asistidos para no sufrir más de lo necesario en ese fatal tránsito; que no estuvieron postrados enfermos en una cama, y todas esas cosas que nos decimos, para convencernos; pero que no logran consuelo para nuestro dolor egoísta de hijos huérfanos: Sí, nos quedamos solos, pero vivos; porque quienes se nos han muerto son ellos. Después de ello, nada vuelve a ser igual; y de repente, mientras te aferras emocionalmente a esas cosas materiales que fueron suyas, algunas de las cuales quisieras que te acompañaran para siempre, como si fueran un fragmento de sus almas, de repente un día descubres algo en lo que nunca habías reparado: somos nosotros mismos su mejor legado. Mis padres me dejaron a mí misma como el mayor regalo que podían hacerme: me dieron la vida; me educaron con sus principios y valores personales; me enseñaron oraciones, canciones, recuerdos de sus padres y sus abuelos. Con ellos aprendí a comer, a vestirme, a andar; estuvieron a mi lado durante mis estudios; me consolaron en mis llantos y acompañaron mis risas. Después de enseñarme a ser hija, me animaron a buscar mi propia familia, y a dejar de ser una niña para convertirme en adulta. Y, por desgracia, la muerte es ley de vida; pero mis padres viven en mí, y no solo en mi corazón mientras no llegue el olvido, sino que yo misma soy parte de ellos; por lo que al final he de sentir el consuelo de que, mientras yo viva, realmente ellos nunca se habrán ido. La vida es como una corriente de agua, como ese río que nunca es el mismo, pero siempre está vivo.