552. De visita al Palacio Enríquez-Luna

Foto: Lola Fernández

Por Lola Fernández. 

Tenía muchas ganas de visitar el Palacio de los Enríquez, una de las joyas del patrimonio bastetano. Desde que escuché por la radio que se iban a organizar visitas guiadas en grupos reducidos, la idea me atrajo mucho, por lo que hice mi reserva, creo que de las primeras personas. Lo hice con bastante antelación, porque estaba muy ocupada y no podía por el momento. La cosa es que empecé abril con un sábado especial dada la oportunidad de entrar a un lugar que desde niña miraba, pero sin poder acceder, exceptuando alguna ocasión que pude visitar de paso algo de su patio, y poco más. El tiempo me regaló para la visita un día soleado, que, aunque frío, era todo un motivo de alegría, después de los días de calima, o de lluvia y granizo vividos en una primavera que más parece invierno. Así que allí estaba frente al portón cerrado, con la antelación que nace de la ilusión. No me importó esperar un rato, paseando por la Alameda, sin perder de vista el palacio. Y cuando por fin llegó el momento de entrar, vi cumplido un sueño de muchos años.

Foto: Lola Fernández

Antes de nada, quiero felicitar a quien ideara la iniciativa, que me consta que está siendo todo un éxito, con afluencia de gente que va con la misma ilusión que yo, sin importar el mal tiempo que ha hecho algunos días de visita. Y también deseo dar mi enhorabuena al profesor de Historia de Arte del CEP de Baza, que hace de guía, por su rigor y amenidad: una conjunción que no siempre se da, pero que si lo hace, como en esta ocasión, suscita todo el interés y satisfacción, logrando que se aprenda con alegría. Propuestas como esta son muy válidas, porque ayudan a conocer más de la historia de nuestra ciudad, de su patrimonio arquitectónico y cultural, de las personalidades importantes que vivieron en ella, etc. Aprendiendo a conocer, se aprende también a amar un poco más, y hace surgir el interés por un patrimonio a veces más descuidado de lo deseable, por múltiples y diferentes razones. Unas veces por las competencias de diversas Administraciones; y otras, como en este caso, por tratarse de un inmueble que hasta 2017 era de titularidad privada.

Podría resaltar la belleza de muchos de los elementos arquitectónicos y decorativos presentes en el Palacio: unos artesonados que son una auténtica joya artística; o los detalles de una forja renacentista verdaderamente bonita; unos jardines que pueden darnos una idea de cómo serían en un principio, junto a sus huertas; la cercanía y unión al Monasterio de San Jerónimo, ligados ambos históricamente, y con acceso directo e interior de uno al otro; el paso del Caz Mayor, por debajo del lugar, como evidente signo de poderío con acceso directo a sus aguas; las diferentes columnas de lo que fue un porche de entrada, etc. Y sin embargo, lo que más me atrae de estos lugares que, hoy vacíos, tuvieron mucha e importante vida a lo largo de siglos, es siempre esa sensación de que sus muros y estancias, el patio, los jardines y huertas, los rincones de aquí y allá recobran vida de nuevo, como si nuestros pasos y las palabras, o las risas de los más pequeños, se convirtieran en una música interior que se uniera a otras melodías de antaño; o como si las puertas, ventanas, balcones, al abrirse lo hicieran con la memoria de otras manos que abrieron en su día los postigos; y en las escaleras resonaran otros pasos junto a los nuestros, y otros dedos recorrieran las barandillas. Porque si las casas, sean del tipo que sean, se mueren un poquito al cerrarlas, qué duda cabe de que al abrirlas las resucitamos. Ojalá no se acaben las obras de reforma de este lugar, hasta que un día, mejor si es cercano que lejano, recobre todo su innegable esplendor, que brilla incluso hoy en día.

551. Cuando nadie nos ve

Por Lola Fernández.

Cuando nadie me ve puedo ser o no ser, canta Alejandro Sanz en una de sus muchas célebres canciones. Cuando nadie nos ve, qué difícil ya en esta época de redes y exhibicionismo vital en todos los sentidos. Porque mostramos y compartimos demasiado y demasiadas cosas con demasiadas personas, que muchas veces ni conocemos, más allá de un nombre. Exhibicionismo a nivel material, y, lo que es mucho peor, espiritual; incluyendo en esto último, las sensaciones, los sentimientos, las emociones… casi nada, vamos. Nos mostramos sin problema, con una asiduidad casi rutinaria, como un hábito que se tornó costumbre a base de su repetición. No nos importa nada abrir puertas y ventanas sin saber quién nos mira, y qué mira, que esa es otra. Porque es evidente que incluso con la imagen surgen equívocos, no siendo éstos solamente propios del lenguaje. Sí, es verdad que una imagen vale más que mil palabras, pero no todos ven lo que tú crees que muestras. Y no porque todo un mundo de likes, distribuidos sin ninguna inocencia, por otra parte, acompañe a lo que enseñas, quiere ello decir que realmente gustas o gusta lo que ofreces. Las redes enredan, como su propio nombre indica; como un mundo de dendritas que hasta al mismo Santiago Ramón y Cajal hubiera confundido, no dejamos de ser como neuronas sin sinapsis, señales visuales para ciegos, voces para sordos. Por muchos seguidores, los justos que dejemos seguirnos, los pocos que nos apetezca seguir, estamos muy solos.

Hay amores que surgen al calor de las redes, con besos sin labios y amor sin piel. Hay odios viscerales hacia auténticos desconocidos, por sólo la imagen que proyectan. Hay coleccionistas de contactos, con los que se sienten reyes y reinas de un mundo de fantasmas; como hay auténticos hurones rodeados de amistades virtuales que no van a poder darle un abrazo cuando lo necesiten, ni siquiera queriendo darlo. No es baladí que el mundo irreal provoque fluctuaciones relacionales, así las voy a llamar, en parejas de verdad de la verdadera; como tampoco carece de importancia que el motor que ayude a alguien a vivir con la mínima ilusión sea algo o alguien hallado en las redes, en las plataformas, en las aplicaciones, en los grupos, etc. Dicen los hombres y las mujeres de la Psicología, y dicen bien, que hoy en día, cuando más medios tenemos para comunicarnos instantáneamente y más personas conocemos, más tristeza y soledad sentimos.

Qué hacemos, qué decimos, qué sentimos cuando nadie nos ve, eso es algo que solamente cada uno y una de nosotros sabemos. Qué hay detrás de cada imagen que compartimos, en cada like que damos o negamos, qué queremos decir cuando nos expresamos a través de estos inventos que nuestras abuelas hubieran desechado sin pestañear, eso es para escribir un libro, no un simple y pobre artículo semanal que ni siquiera sabes si será leído, pues es tan virtual como todo lo demás. Recuerdo que en el colegio, de monjas, cuando el sexólogo nos hablaba de pura teoría que no teníamos edad para entender en su justa medida, al profundizar en la diferencia entre el amor entre una pareja y el autoerotismo, incidía en una palabra diferencial entre uno y otro tipo de sexualidad, compartida o a solas, y esa palabra no era otra que soledad. Esa quizás sea la clave de lo solos y solas que nos sentimos por más redes sociales que nos circunden: más que un intercambio, estamos ante un flagrante onanismo relacional. Y eso no lo cura ni mil Me gusta, ni un millón de Me encanta.

550. Un descenso a los infiernos

Por Lola Fernández. 

Recuerdo a un político de derechas en el Gobierno, o sea, con mucho poder para hacer y deshacer, que, con motivo de su segunda boda, a celebrar en una capital andaluza, no tuvo mejor ocurrencia que sacar a los pobres de las calles. Así, tal cual, no sacar a los pobres de pobres, que no hubiera sido un mal gesto, sino hacer desaparecer cualquier atisbo de pobreza de las calles de la ciudad elegida para tal evento, con la intención de no toparse con algo desagradable en un día tan señalado para su persona. Aunque ciertamente lo desagradable es que exista gente así, personas, de algún modo habrá que llamarles, que invisibilizan, niegan, miran a otro lado si hablamos de pobreza. Son tan sucios de corazón, como poco limpios los que esconden la basura debajo de las alfombras. Aporofobia le llaman al asco a la pobreza, y va desde ignorarla y evitar atenderla, hasta ataques inhumanos hacia quienes la padecen. Es algo incomprensible y que va en contra de cualquier principio ético o valor moral, pero ahí está, existe tan campante y tranquilamente, como quien no quiere la cosa.

En tiempo de crisis, y no podemos negar la gravedad y el deterioro actual en tantos sentidos que es como para perder el sentido, lo lógico y natural es que las dificultades sean generales, y que los esfuerzos por salir de la crítica situación sean comunes. Lo malo es, como ocurre aquí y ahora, cuando la consecuencia de tal crisis es que los pobres son cada día más pobres; y los ricos, más ricos. La brecha de desigualdad se expande ante los ojos de los que menos tienen, y nada pueden hacer, y los que son beneficiarios de ello, que son los que pueden hacer algo, y todo lo que hacen es propiciar tal insostenible situación. ¿Que Cáritas dice que solo en Madrid hay 1,5 millones de personas sufriendo pobreza moderada o severa? Pues ahí que sale un dirigente de derechas mofándose de ello y preguntándose que dónde estarán… En su mansión pagada por todos nosotros seguro que no están, ni siquiera en su urbanización, que ya se encargará él de que no molesten. Porque ¿se han fijado ustedes lo que se les hace a los pobres que no tienen mejor sitio para dormir que en la calle? Pinchos de hierro en los suelos, ataques, a veces mortales, a los que se meten en un cajero, vigilancia para que no osen meterse en un portal buscando abrigo contra el frío y la lluvia… En fin, todo un completo e indecente desatino inmoral. En esta sociedad quien no tiene, no vale; y si quien tiene lo ha robado y ha propiciado que otros no tengan, no pasa nada: este mundo es de los listos, o de los malvados, vaya usted a saber.

Hay a quien le asquea la pobreza, y a mí me repugna quien así siente, y que los políticos, pero todos, hayan perdido la conexión directa con la gente para quienes trabajan, en teoría, claro. No se comprende que la visita a los barrios marginales, o a los mercados de abasto, o a los colectivos que demandan soluciones a sus perpetuos problemas sin resolver jamás, sólo esté en la agenda de los políticos en las campañas electorales. Las elecciones no debieran ser la línea tras la que los vencedores se instalan en el poder y a vivir del cuento mientras se aferran a sus sillones, cargos y prerrogativas. La toma de posesión de los cargos políticos debería ser el pistoletazo de salida de una carrera de dedicación a la ciudadanía de a pie y sus problemas; y no lo que vemos generalmente, de acercarse a las más altas esferas para medrar y ascender; siempre con la vista hacia arriba, sin mirar ni de reojo a quienes están caídos y no pueden más. Puede que sea un camino de ascenso social, pero la verdad es que a nivel humano es simple y llanamente un descenso a los infiernos. Lo triste es que ni lo ven, y si lo ven, no les importa; todo les va muy bien, aunque sea a costa de que a otros les vaya cada vez peor.

 

549. La canción del olvido

Por Lola Fernández

En esta sociedad, en la que los países ricos gastan más en armamento y material destructivo que en paliar el hambre de los países pobres, nada tiene de raro que de repente un loco baste para asustar a la humanidad en su globalidad, poniendo en peligro al mismo planeta. Imposible entender que no se pueda evitar que un demente así cause miles de muertos y dañe la economía mundial con solo pretenderlo y estar escondido en quién sabe qué bunker inexpugnable. Pero así es, y basta ver lo que está ocurriendo en Ucrania las últimas semanas, tras la invasión bélica por parte de Rusia. No estamos nadie a salvo de lo que les ha ocurrido a los ucranianos, radiado y televisado día a día, que esa es otra. Después de dos años de centrar el periodismo únicamente en el coronavirus y sus estragos a nivel mundial, había ganas de cambiar, pero me parece sorprendente que ahora toque vivir la guerra bomba a bomba. Creo que el periodismo tiene que reinventarse urgentemente o morirá de aburrimiento por mono temas, si no nos mata antes del cansancio. El caso es que tenemos información puntual de esta guerra, ante la que hay que tener mucho cuidado para evitar que se convierta en la Tercera Guerra Mundial, lo que no es difícil con el loco Putin emperrado en sus sueños imperialistas, sin que le importe nada de nada la vida de nadie, empezando por la de los mismos rusos. Y digo esta guerra, porque parece que se nos olvida que hay, a fecha de 2021, como 63 guerras activas en todo el mundo, causando miles de muertos sin que nadie haga nada por acabar con un sucio negocio manchado de sangre humana y de destrucción del hábitat de millones de personas por aquí y por allá.

Hemos visto, vemos día a día, el éxodo de ucranianos, llegando a la frontera de Polonia, por ejemplo, y desde allí dispersándose en distintos medios de transporte, rumbo a países que, como España, les espera con los brazos abiertos. Somos muy conscientes de que lo que ellos viven, podríamos vivirlo nosotros. Ese generoso y solidario ejercicio de empatía y humanidad contrasta, sin embargo, con la canción del olvido que entonamos, y entona el mundo en general, respecto a las decenas de miles de refugiados sin refugio que malviven desde hace años en Lesbos. Europa se limita a pagarle a Grecia para impedir que se les abran las puertas y puedan buscar una vida mejor. Personas, ancianos y niños incluidos, hacinadas y abandonadas a su mala suerte; humanos que para llegar allí hubieron de salvar el mar en pateras, muriendo a miles muchos de ellos. Y que todo lo que encuentran son campos alejados de las ciudades, en tiendas de campaña, con frío, con hambre, con depresiones y demás problemas mentales que son ignorados tanto como su salud física. Habiendo tenido que pasar así dos años de cruda y dura pandemia, en condiciones infrahumanas de las que no les es dado escapar, porque sus campos de acogida son puros campos de concentración.

Quiero, queremos, un mundo libre de muerte provocada y evitable; una sociedad que cuide de nosotros, de todos, sin preguntar de dónde venimos. Cuando se huye de una guerra o del hambre, hay que abrir las fronteras, nunca cerrarlas. Se podría empezar por acabar con los negocios de la guerra y reconvertirlos en los del desarrollo y el bienestar mundial. Debería neutralizarse a los locos mesiánicos que implantan el terror allá donde desean. No sé, cualquier cosa que no nos asustara, que no nos matara, que no nos condenara a un infierno en vida; cualquier cosa menos esta canción del olvido.

548. Amanece

Por Lola Fernández. 

Si algo bonito tiene madrugar, eso es poder disfrutar del amanecer, cada día único y diferente. Pocas cosas tan bellas y tan al alcance de la mano, o más bien al alcance de los ojos y del corazón. Ver amanecer es renovador e inspirador: contemplar esos minutos en los que la noche se va desintegrando, como se esfuma la niebla conforme el sol aparece, cuando el cielo se va abriendo, a la vez que va creando caminos de luz y de colores. Todo un espectáculo cambiante, rápido, de estímulos fugaces y sensaciones permanentes. Los paisajes celestes, del cielo, se quedan en la retina, como una música envolvente y quieta. Sólo has de estar despierta y atender a lo que sucede cuando la noche se empieza a ir, y el día se apresta a ser un lienzo en blanco para nuestras vivencias. La vida es un regalo que a veces nos pasa incluso desapercibido, especialmente cuando la noche se instala en nuestro espíritu y no amanece.

Foto: Lola Fernández

Porque la noche no es solamente el espacio entre el atardecer y el alba, cuando pasamos más tiempo dormidos que despiertos. La noche es todo tipo de oscuridad que no nos permite ver claramente y se instala sin permiso en nuestros días. Hay noche cuando más que vivir nos lamemos las heridas por cualquier cosa que nos deje casi muertos en vida, ya sea una traición, un desamor, una ferviente expectativa incumplida, el dolor de nuestros seres queridos, la muerte que te avisa de que te vas a ir algún día. Hay noche cuando perdemos el control y no somos capaces de dominar nuestras conductas, cuando pasamos interminables periodos a la espera de algo que solo mucho después sabremos entender que no llegará nunca, cuando más que vivir vegetamos y no nos importa nada, ni siquiera un amanecer. De noche no se ve, a no ser que nosotros mismos pongamos remedio a tal ceguera.

Amanece cuando dejamos de tener un paralizante miedo a algo como una pandemia, a una enfermedad que tememos mortal, a una soledad que nos cala los huesos y ante la que, más que abrigo que nos consuele, nos envolvemos con una coraza que nos pesa y nos asfixia con su oprimente rigidez. Amanece cuando después de sentirnos perdidos, sin siquiera saberlo, de repente vemos como una luz a lo lejos, y nos reconocemos dentro de un pozo, o de un túnel, o de cualquier atmósfera que no nos permite ser nosotros mismos; y solo entonces somos capaces de salir.  De la noche se sale a través del amanecer, y es un camino que se recorre a solas. Generalmente son las personas quienes te empujan a la oscuridad, consciente o inconscientemente, pero solamente nosotros podemos recorrer el camino que nos saca de lo oscuro y nos permite ver la luz. De la noche se sale con ganas de mantenerse despierto y estar preparado para ver que se hace de día, para ver cómo amanece.

547. No a la guerra

Por Lola Fernández. 

Definitivamente, la humanidad no aprende. No hemos salido aún de la pandemia de la covid-19, y un loco mesiánico se cree Dios y decide sobre la vida y muerte de los demás, iniciando en Rusia una guerra que, a la maldad de toda realidad bélica, se le une la cercanía, Europa, y el comodín de la llave nuclear, que en manos de un demente que no atiende a razones, ya me dirán… Miedo me da, y una tristeza infinita pensando en la población de Ucrania, desconcertados y atacados por tierra, mar y aire, simplemente porque se le ha puesto en las narices a un ser mediocre e imperialista, que juega a convertirse en un nuevo Hitler y no duda en asesinar civiles inocentes, y a militares igualmente inocentes, que en esta ocasión no hay por dónde diferenciar. Veo las fotografías de los edificios bombardeados, de las estructuras ardiendo, de la gente refugiándose en los metros, y de los niños muertos de miedo, y no puedo sino rebelarme por dentro y sentir odio hacia quien no se merece el poder, porque el poder vuelve locos a los cuerdos si no saben gestionarlo, pero a los locos los vuelve mucho más locos. Por qué puede ocurrir que un único mamarracho tenga asustado al mundo; es algo que no me cabe en la mente, y, desde luego, en estas cosas es mucho mejor prevenir que curar. A Hitler lo seguía un pueblo, desconociendo qué haría. A Putin no lo sigue un pueblo que no tiene ganas de guerras, que ya han vivido bastantes, pero a él le da exactamente igual. Como igual le dan las represalias europeas contra Rusia, que a la postre no le harán más daño que a la misma Europa y su economía; claro que se pueden hacer cosas más importantes que vetar la participación rusa en Eurovisión. Dentro de la gravedad del asunto, una tontería que debiera darse sin nombrarse siquiera. Mucho más importante el paso del colectivo Anonymus, que ha declarado la ciberguerra al presidente de Rusia, Vladimir Putin, ante la invasión de Ucrania, tras lo cual la infraestructura gubernamental de semejante criminal ya ha empezado a sufrir ataques sin precedentes en sus webs, algo mucho más serio.

Cuando yo era una niña, después de saber lo que era una guerra, me daba mucho miedo; muchísimo más que el mentado coco… Que viene el coco, nos decían, y a mí me importaba menos que si me hablaban de algo o alguien en lo que no creía. Pero la sola mención de la guerra me aterraba, tanto como la de la muerte. De ambas supe por mi abuela, que me enseñó a la vez a diferenciar entre lo evitable de la primera, frente a la inevitabilidad de la segunda. Pero lo peor es que no hay guerra sin muerte, con lo que el consuelo de que la guerra se puede evitar, se esfuma ante la implacable certeza de sus muertos. Malditos personajes que ensucian la grandeza del ser humano, y juegan peligrosamente a sentirse dioses de un imaginario Olimpo. Ojalá esta guerra se acabe pronto, sin cobrarse más muertos que los que ya ha provocado, sin hundir más económicamente a una Comunidad Europea que cada vez deja más en evidencia que no cumple los objetivos para los que fue creada, sin arruinar todavía más a un mundo que para nada ha salido de una pandemia a nivel global. Qué pena que la alternancia informativa al covid, que ya cansa hasta el agotamiento, sea la del auge del fascismo, y la de una guerra que puede fácilmente convertirse en la Tercera Guerra Mundial, a poco que un loco, con poder para destruir con un clic el planeta, se lo proponga. Creo que permitir que eso pueda ocurrir es igualmente locura, y de ella son culpables las llamadas potencias mundiales. A nosotros, pobres hombres y mujeres de a pie, no nos queda más prerrogativa que elevar nuestras voces y gritar un unánime ¡No a la guerra!

546. Aires de libertad

Por Lola Fernández

A mí, todo negacionismo me sabe a cobardía o a ignorancia, cuando no a pura imposición. Mis años de cambio desde la adolescencia a la primera juventud coincidieron con una época de tránsito, de salir de toda mi vida con un régimen totalitario sin democracia, lleno de censura y trabas, a vivir una transición que olía a libertad. O al menos a algo diferente que parecía serlo, aunque tal vez sólo fueran los aires: renovados, nuevos, limpios, como una muda de piel. Cuando apenas dejaba de ser una niña y me adentraba a solas en el mundo de los adultos, la revolución no era un concepto que diera miedo, sino una vivencia cotidiana. No conllevaba ninguna connotación de inquietud o violencia, sino de transformación, de abrir ventanas y puertas, de renovación. Dejaba atrás una mortecina uniformidad mental y me abría paso entre la ilusión y la alegría de los nuevos días. Eran tiempos de hermandad, de no saber qué nos esperaba, entre los miedos de los mayores que no habían olvidado una guerra, y los cánticos revolucionarios de los jóvenes más politizados. Yo no sabía nada de política, ni de odios fratricidas, pero tenía toda una vida por delante para aprender, sin que nadie decidiera por mí en qué se traduciría tal aprendizaje. una

Aquel tiempo estaba repleto de poemas, de música, de reflexiones sobre nuestra obligación de no caer en el aburguesamiento, de ser los abanderados de la independencia y la individualidad personales. Queríamos ser autónomos y expresar nuestras personalidades, como puentes en los abismos generacionales. Igual era pura teoría, pero tratábamos de ponerla en práctica, y soñábamos; y a ver quién iba a ser capaz de robarnos nuestros sueños. No, allí no había negacionismo ninguno; si acaso un animarnos a ser el futuro, mucho mejor que el pasado que nos había tocado en (mala) suerte. Me parece que si se escucha a Serrat cantando los versos de poetas como Machado o Miguel Hernández, se amuebla el cerebro con mucha más calidad que si se hace con las letras sexistas y misóginas del reguetón, por poner un ejemplo. Me enseñaron que hay que aspirar a crecer y ser mejor persona, y dudo que ahora sea esa la tónica general. Hoy, la rebeldía se lanza contra las vacunas (lo que, en época de pandemia, sólo es desconocimiento e ineptitud), contra la lucha por la igualdad de derechos (cuando no se niega directamente la violencia de género), contra las políticas sociales (cuando estás desamparado y apoyas a quienes te ignoran, eres tonto o te lo haces), y así todo… Nuestra banda sonora era de amor y paz, no de odio y guerras; las modas nacían en las calles, no nos las daban hechas en las plataformas digitales. Un poster del Che era reafirmarte del lado de quienes dieron su vida porque tuviéramos más derechos, y cualquier atisbo neofascista era un nauseabundo olor del que huir. No sé dónde y de qué parte está nuestros jóvenes, los más comprometidos; pero si se observa lo que estamos viviendo, la cosa no pinta muy bien que digamos. Puede, y hoy lo pienso, que nosotros no fuéramos libres del todo, pero las campanas tañían alegres con aires de libertad.

545. Por si éramos pocos

Por Lola Fernández

Por si éramos pocos, parió la burra, que se dice; por si no teníamos bastante con el puñado de influencers pelmazos, ahora hemos de enfrentarnos a la opinión de las redes sociales. O sea, pasamos de unos cuantos listillos que se lo llevan calentito gracias a sus seguidores, que no han de ser muy listos si siguen a tanto inculto cantamañanas, a la opinión de una gente cobarde y anónima que despotrica contra todo, que celebra muertes y enfermedades, que acosa cual hiena hambrienta a cualquiera que le parezca mal por lo que sea, generalmente por pura y contraria ideología. Las redes sociales y sus liantes, que se convierten en la voz del oráculo, son para hacerse la pregunta de hacia dónde caminamos, de si este es el bajo nivel que deseamos para nuestros hijos y sus hijos. No puede ser que haya una masa de gente anónima, antes se le llamaba directamente rebaño de ovejas, que amparados en ese no saber quién está al otro lado, se dediquen a hacer la vida de otra gente un suplicio tal que a veces conduce a la muerte. No debería haber lagunas legales en este aspecto, ni debiera aceptarse que se censuren unas tetas mientras se jalean las amenazas de muerte. Si esta es la sociedad que entre todos y todas estamos construyendo, a mí no me interesa para nada. Ya se sabe que llegó Internet y nos cambió la vida para siempre; que no es coherente, ni posible, ni factible ir hacia atrás y desandar lo andado, pero ¿acaso hemos de permitir que cuatro energúmenos contaminen todo? No se puede ir contra el progreso, pero porque un día se inventaran las pilas, no deja de perseguirse a quien con ellas contamina las aguas de un pantano, por poner un ejemplo.

La gente famosa siempre ha tenido fans y detractores, no hay nada nuevo bajo el sol, por mucho que algunos se crean que están inventando algo; pero una cosa es que alguien no te guste, y otra muy diferente es acosarlo y atacar sistemáticamente a quien sea seguidor. No nos movemos en parámetros de guerra. No hay que hablar de enemigos, y menos aún de enemigos a muerte. La vida es mucho más sencilla: se puede vivir y dejar vivir. Existe la diversidad, por fortuna, y en ella se encierra todo un mundo de riquezas de todo tipo. En las redes sociales se permite el insulto, la amenaza, el ataque en grupo como si de una jauría humana se tratara. No sé qué solución hay para evitar la repugnante presencia y conducta violenta de tanto descerebrado que detrás de un perfil falso se dedica a amargar la existencia de quien tenga la desgracia de convertirse en su objetivo a la hora de descargar y vomitar su odio; tampoco me corresponde a mí, una ciudadana cualquiera, buscar una solución global. Yo, todo lo más que puedo es encontrar salidas personales e individuales, tales como no participar en redes sociales; pero eso no es sino una evitación. Al final, has de renunciar a cosas que te gustan, para no tener que toparte con tanto energúmeno sin cabeza. Y es que las redes, a menudo, más que estructuras relacionales abstractas, se convierten en auténticas trampas en las que los más ingenuos e inocentes se ven enredados y sin salidas; víctimas de alimañas a quien el sistema protege sin ningún tipo de control. Y no es ninguna tontería, porque la estadística de suicidios provocados por una salvaje e impune presión de las redes sociales, crece día a día. Lo más triste es que estas cosas se conozcan y nadie mueva un dedo por cortarlas de cuajo.

544. No todo vale

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Por Lola Fernández

No puedo sino sentir vergüenza ajena ante unos partidos políticos que pretenden llegar al poder, se supone que para mejorar la vida de la ciudadanía, y jalean felices la ficticia, por un error, no convalidación de una norma legal que va contra la precariedad laboral de millones de españoles; especialmente una juventud que ve truncadas, por dicha precariedad, sus posibilidades de realizarse como personas que pueden tener una vivienda y formar una familia, entre otras cosas. ¿Qué festejan como idiotas: que se siga con unos contratos basura; que antes de hacer fijos a los trabajadores se les despida, y después se les vuelva a contratar temporalmente, siempre sin la continuidad que asegura una estabilidad proporcionada por contratos indefinidos? A qué tanta desvergonzada alegría, quedándose con el culo al aire al comprobarse que el Real Decreto ha sido convalidado por el Congreso… Es como cuando una diputada dijo aquello de que se j****, cuando se estaba hablando de los parados. Si el paro es un motivo de regocijo, no se puede ser representante de los ciudadanos y ciudadanas; y si se deja ver tan claramente que, siéndolo, se piensa así, los representados deberían ser implacables a la hora de votar, y no elegir a sus enemigos. No es ya una cuestión de política o de ideología, sino de supervivencia. No puedes aupar al poder a quien se ríe de tus necesidades, y se dedica a vivir del cuento, sin estar ahí en los tiempos actuales, que son muy difíciles y que exigen un trabajo en común de todos; no un sistemático bloqueo, sea para lo que sea. Cuando lo malo pase, no vayan a tener la desvergüenza de apuntarse a una contribución a superar las dificultades. La gente debería ser más agradecida, y tener memoria, no olvidando nunca quién trabaja por su bienestar, y a quién le importa sencillamente un bledo.

Malos tiempos, sí, en los que prevalece la bajeza y la falta de principios y valores. Con una sociedad en que han dejado de tenerse como referentes, las personas valiosas en los distintos ámbitos de la vida y su desarrollo diario. Ya no se escucha a quien destaca por su talento y por abrir caminos y hacernos mejores humanos. Mires donde mires, no se habla, no aparece, se invisibiliza a quien aporta algo importante. Antes teníamos referentes que eran, ni más ni menos, que ejemplos a seguir, pues sus conductas eran todo un estímulo para tratar de crecer como personas. En un campo, u otro, siempre había personajes importantes con quien identificarse, tratando de ser mejores. Hoy eso brilla por su ausencia, y, al igual que en vez de música se escucha, por lo general, pura basura, quien marca la tendencia conductual son personajillos incultos y sin talento. Ellos, desde Instagram y demás redes y plataformas sociales, se convierten en los influencers que de todo opinan, casi siempre sin tener idea de nada, ejerciendo una real influencia en sus seguidores; los mismos que los hacen millonarios viviendo del cuento, y solamente aspiran a parecerse a ellos. Malos tiempos, sí, en los que se valora a quien nada vale, y se menosprecia con la indiferencia a quien aporta algo interesante. Es algo para indignarse y siempre me hace pensar que, más allá de las lógicas diferencias respecto a cualquier aspecto vital, no todo vale.

543. Aquel olor a pachuli

Por Lola Fernández

Es evidente que existe el cambio generacional: lo que a los hijos encanta, a los padres suele espantar; pero igual ocurría con esos padres respecto a los suyos, cuando eran hijos nada más. Cambia todo, empezando por los valores sociales y siguiendo con la música, la moda, el arte, y un largo etcétera que ustedes mismos pueden completar. Los grupos musicales, por poner un ejemplo, que para nuestros padres eran lo más, hoy los nombras y los más jóvenes ni oyeron hablar de ellos. Si acaso, en familias numerosas, los más pequeños pueden conocer algunas cosas por la simple influencia y convivencia con los hermanos mayores. Y es igualmente cierto que los movimientos juveniles como cultura grupal definida con una ideología afín y diferenciada de lo anterior, y de lo posterior, se han dado a lo largo de la Historia. En la década de los 50 existió la generación beat, precursora de los hippies, que verían el nacimiento del punki, y así sucesivamente hasta llegar a la actualidad. Siempre he pensado que al igual que los padres nos educan cuando somos pequeños, nosotros al crecer hemos de educarlos igualmente en otra serie de valores que ellos no tienen la oportunidad de vivir desde el otro lado. No tengo hijos, así que he perdido esa ocasión de aprender por ellos muchas cosas que por edad yo no he vivido ni viviré. Sin embargo, si analizo y reflexiono, pienso de un modo muy diverso, incluso contradictorio, sobre nuestra juventud, la de aquí y ahora, después de dos años de pandemia con el maldito Covid-19.

Me pongo en el lugar de los jóvenes y me estremezco: les ha tocado vivir la terrible crisis del 2007, tan mal gestionada por los políticos de turno, que rescataron a los bancos en lugar de a la ciudadanía. Gracias entonces a que los abuelos y abuelas ayudaron a seguir para adelante a sus hijos y nietos. Por cierto, esos mismos abuelos que cuando llegó el coronavirus fueron abandonados a su suerte y murieron por decenas de miles en los geriátricos y en sus casas, solos la mayoría de las veces; por no entrar en detalles de lo que ocurrió con ellos en esas residencias. Y cuando ya se empezaba a respirar un poco económicamente y a salir de esa terrible crisis que fue aprovechada coyunturalmente para casi acabar con la clase media e incrementar las desigualdades abismales entre pobres, cada vez más, y ricos, indecentemente más ricos a costa de robar y no aportar a la recuperación del país, llegó la pandemia. La suerte de la juventud más parece mala suerte, porque el pasado más reciente, el presente y el futuro son más oscuros que luminosos y brillantes. Cada vez con más problemas de salud mental, lo cual no tiene nada de raro; y con unas perspectivas ciertamente poco atractivas respecto a poder vivir fuera de la casa de sus padres, y acceder a un trabajo estable que permita adquirir una vivienda y formar una familia.

Ahora bien, ciertamente los movimientos juveniles generacionales siempre han aspirado a mejorar, han luchado por sus derechos, han dado lugar a la aparición de líderes juveniles que aglutinaban los grupos y les hacían ver la necesidad de organizarse y protestar y hacerse oír. Pienso en las revueltas del 68 en Francia, por ejemplo; país donde se sigue teniendo la buena costumbre de no aceptar los recortes económicos propuestos por los políticos sin protestar hasta evitarlos, al menos en parte y por lo general. Pero, dónde están nuestros jóvenes, no los veo quejarse, manifestarse, protestar por su situación. Los veo organizarse para concentraciones prohibidas por la pandemia, pero sólo para beber y reír, sin empatizar con la tristeza de miles de familias que han perdido a sus seres más queridos. Ensimismados en sus móviles y demás dispositivos, escuchando músicas con letras machistas y misóginas, nada de pedir oportunidades para poder vivir mejor, por poner otro ejemplo. Está claro que de los hippies, por quedarme con un movimiento, y sus valores de rebeldía contra lo que les ofrecía el sistema, su rechazo al consumismo, su ecología, su lucha por la igualdad y contra la guerra, etc., sólo ha quedado aquel olor a pachuli que me envolvía en mi juventud cuando los últimos, y casi trasnochados, hippies llegaban a las ferias con sus puestos de artesanía llenos de vida, risa y colores.

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