650. De viaje: Cabo de Gata

Foto: Lola Fernandez

Por Lola Fernández. 

El Parque Natural de Cabo de Gata-Níjar, en Almería, es Reserva de la Biosfera desde hace casi cuatro décadas, por lo que no se han podido cometer en él las barbaridades que vemos a lo largo de las costas andaluzas y españolas en general, y ello gracias, muy especialmente, a una mujer conocida como Doña Pakyta, que tuvo como máximo interés la defensa y conservación medioambiental del parque. Al igual que hay personas sin punto medio en su aceptación, que te gustan o no, sin más opciones, creo que con el Cabo de Gata ocurre lo mismo: o te enamora, o no entiendes el porqué de su atractivo. He ido allí con amigos, en pareja, con mis padres, y no me importaría nada ir a solas, porque cada vez que voy, y lo he hecho tantas veces que no llevo la cuenta, más me gusta y más me apetece volver en cuanto tengo la mínima oportunidad. Hay muchos enclaves dentro del parque, tanto costeros como de interior, y, según a cuál vayas, tienes diferentes opciones de acceso: si vas, por ejemplo, por Carboneras, llegas enseguida a Agua Amarga y desde allí vas bajando recorriendo la costa; pero puedes ir desde Guadix a la Autovía del Mediterráneo y subir hasta la salida de Retamar, para dirigirte a San Miguel de Cabo de Gata; o seguir algo más arriba por la autovía y tomar la salida de Níjar, para llegar a San José, si no eliges antes de ello el cruce que te llevará a Los Escullos, La Isleta del Moro o Las Negras. Entres por donde entres, te espera un paraíso por descubrir, si no lo conoces, y por volver a disfrutar siempre que puedas, si ya estuviste.

Foto: Lola Fernandez

Playas, calas, dunas, arenas volcánicas, acantilados con miradores como el de La Amatista, cadenas montañosas, arrecifes como el de Las Sirenas, pitas, palmito, palmeras, higueras, chumberas, olivos, almendros, salinas y lagunas con sus aguas para refugio de flamencos y demás aves acuáticas, un fondo marino con posidonia y tantos y tan variados peces y fauna submarina que con sólo bucear un poco te deslumbrará. Y junto a las maravillas de la naturaleza, en indivisible fusión, las construcciones humanas: la Iglesia de las Salinas, molinos como el de Campillo de los Genoveses, el Faro, atalayas, aljibes, castillos como los de Los Escullos o el de San Ramón, los restos de las minas de oro de Rodalquilar…, o el Cortijo del Fraile, que no sólo fue testigo del crimen que inspiró a Lorca Bodas de Sangre, sino que ha sido el escenario de múltiples películas como la Trilogía del Dólar: Por un puñado de dólares, El bueno, el feo y el malo, y La muerte tenía un precio, todas con Clint Eastwood como protagonista; hoy está tan abandonado que parece una metáfora de aquellos tiempos gloriosos del rodaje de míticas películas en Almería. Hay tanto por conocer en este privilegiado enclave que puedes ir a lugares con todo el ambiente para disfrutar del verano: como San José, Agua Amarga o San Miguel; o elegir otros más tranquilos, aunque ahora eso ya es casi una utopía, tales como La Isleta del Moro o Las Negras. También puedes acercarte a Níjar, a lo largo de cuyo término municipal se extiende la inmensa mayoría del Parque, para encontrarte con un atractivo comercio en el que destaca la artesanía relacionada con la alfarería y los telares. Al final, respecto a este destino, tan amplio y diverso, lo mejor es dar unas pinceladas y que cada cual se adentre y busque aquellos sitios y paisajes que se conviertan en sus preferidos, porque, superando los 70 km. de costa, tendrán dónde elegir entre sus más de 36 playas, algunas vírgenes, otras con bandera azul y todos los servicios que ello implica. Personalmente me quedo con sus diferentes paisajes verdes con el mar de un azul profundo al fondo; sus montañas volcánicas de color gris, jalonadas a veces por bancales o terrazas con fines agrícolas o para frenar la erosión; el rumor de los pájaros entre las flores de colores y una flora tan característica; y el silencio al caer la noche, cuando el cielo se cubre de estrellas y una siente que no hay un paraje mejor para perderse y olvidar todo lo que resta paz a nuestras vidas.

649. Día de lluvia

Foto: Lola Fernández

Por Lola Fernández. 

Me siento a escribir el artículo y está lloviendo, qué gran regalo, me digo, mientras recuerdo otros tiempos en que el hecho de llover me estropeaba el día; es obvio que las circunstancias mediatizan nuestras actitudes hacia algo a alguien, así como nuestros sentimientos e incluso nuestras sensaciones, y está claro que, con la pertinaz sequía, el agua caída del cielo nos parece un regalo divino. Elijo la fotografía para acompañar mis palabras, y siento que es totalmente alegórica de la misma humanidad en su conjunto: en ella, grava de diferentes colores conforma una bonita imagen, tan sencilla como unas flores con combinaciones cromáticas diversas rellenando con las piedras unas estructuras metálicas que facilitan la elaboración, evitando que se mezclen y organizando el resultado final. Toda la grava, a pesar de sus distintos colores, tiene la misma naturaleza: la de piedra triturada con un tamaño más o menos homogéneo, y no hay enfrentamiento entre rojos y azules, o entre naranjas y verdes, por fijarme en algunos pigmentos; la diferenciación resulta en una bella armonía agradable a la vista, y en el conjunto final resaltan los variados colores, por sí mismos tanto como por su conjunción compositiva. Pienso que las piedras somos nosotros, los humanos, tan diferentes entre sí como tinturas podamos imaginar, sin embargo, exactamente iguales como especie; y la estructura metálica se me asemeja a la sociedad misma, puro engranaje en el que nos vamos acomodando con nuestras identidades bien diferenciadas y a la vez tan similares, congeniando más con quienes más en común tenemos, pero a la postre encajando en un puzle en el que todos somos necesarios y al mismo tiempo nos necesitamos.

Foto: Lola Fernández

Si no conectas, te quedas fuera, así que más nos vale ir realizando los ajustes precisos para interrelacionarnos y que la convivencia no sólo sea pacífica y armoniosa, sino cómoda y positiva para todos. Un conjunto de elementos disconformes está condenado al fracaso en la consecución de sus objetivos; sería como una de esas flores de la imagen, pero con toda la grava desordenada y con los colores sin conjugar. Igual podría obtenerse una pintura fauvista, o cubista, o surrealista, abstracta sin más, que tendría sin duda su particular encanto, pero en la consonancia y la afinación hay más probabilidades de acuerdo que entre la divergencia y la disconformidad, al menos en general. No digo yo que La consagración de la primavera, de Ígor Stravinski, no sea tan bella como pueda serlo Las cuatro estaciones, de Antonio Vivaldi; personalmente adoro ambas obras, pero soy consciente de que el gusto general se decanta más por la música barroca italiana que por el vanguardista ballet y concierto orquestal ruso; sólo hay que recordar que en su estreno, en 1913, la música y la coreografía provocaron tal escandaloso disturbio que hubo hasta que llamar a la policía, lo que no logró evitar que se siga considerando una obra musical maestra del siglo XX. Ojalá fuera posible el entendimiento general, más allá de las muchas diferencias, que nadie se sintiera más que nadie, ni siquiera porque se alíe a mayorías que a la postre son ficticias: nacemos solos, y solos hemos de morir, así que más nos vale disfrutar de la vida en concordia y sin estériles enfrentamientos. Miro por la ventana y sigue lloviendo, y no puedo sino sentirme feliz, porque por mucho que me encante el sol, ahora mismo no hay nada que me parezca más agradable que un día de lluvia.

648. El tren que pasa

Foto: Lola Fernández

Por Lola Fernández.

Hay una canción francesa que conocí por Franco Battiato, J’entends siffler le train, que dice: Y escucho silbar el tren/Qué triste es un tren que silba en la noche… y la verdad es que, con la melancolía de la música y lo bonito que suena el francés, se puede sentir la tristeza de ese tren que pasa silbando en la noche. Quién no ha saludado en la niñez desde el andén de una estación a los pasajeros de un tren que pasa, y quién no ha fantaseado, ya mayores, con poder subirse sin conocer el destino y marcharse a lugares desconocidos y lejanos. Todo lo relativo al ferrocarril se me antoja una sugerencia prometedora, además de estar impregnado por un indiscutible romanticismo. Pero aparte de promesa, es pura evocación, aunque sólo sea de juegos infantiles de locomotoras y vagones de colores en circuitos cerrados mucho más atractivos que los del scalextric, o por libre, dejando volar la imaginación e inventando mundos fantásticos. Los trenes han sido también protagonistas en la literatura: cuántas novelas negras han situado su trama principal en ellos, y así de entrada se me viene a la cabeza Extraños en un tren, la primera novela de Patricia Highsmith, que Alfred Hitchcock llevó al cine con su maestría habitual. Y si nos fijamos en la pintura, me basta la serie de obras ferroviarias de Claude Monet como ejemplo de artista que se inspira en los trenes y todo su mundo a la hora de plasmar la armonía de la modernidad y el progreso con la misma naturaleza. Absolutamente inspiradores, los trenes atraviesan los más variopintos paisajes, llanos o de alta montaña, tierra adentro o bordeando las costas y las riberas de los ríos, cruzando puentes y viaductos, sobre raíles, en los que a veces sólo quedan los bellos caminos de hierro de trayectos abandonados, por donde ya no pasa ningún tren, pero que son el testimonio de una potente ingeniería ferroviaria. Y como la otra cara de una moneda, todas las vías férreas pasan o llegan a las estaciones de tren, con sus vías y andenes, sus taquillas y máquinas de billetes, las pantallas informativas de horarios de llegada y salida, bares, venta de prensa, consignas, sala de espera, paradas de taxis, …más o menos elementos según la importancia de la estación, pero nunca faltará en el andén el reloj de doble cara, y el letrero con el nombre de la localidad, aparte de algunos bancos para esperar con mayor o menor ilusión.

Foto: Lola Fernández

Un mundo mágico que gusta a grandes y pequeños, no hay más que ver los llamados trenes turísticos, que son cualquier cosa excepto un tren, pero que siempre recorren las calles de las ciudades vacacionales llenos de críos y padres: los primeros con la ilusión de ir sobre raíles, sin ir sobre ellos, y descansando un poco de tanta caminata, los segundos. Un mundo sugerente, que ha dado lugar a muchos dichos y refranes, con el tren como sinónimo de alguien atractivo o de oportunidad, ya sea perdida o como la última bala en la recámara. Un mundo de comunicación, exploración y aventuras, en donde se va ligero de equipaje y uno se puede mover sin mayores dificultades, al contrario que si se viaja en coche, autobús o avión. Y también, un mundo suntuoso, reservado para escasos bolsillos, en el que los vagones son auténticas suites, verdaderos hoteles de lujo en los que el glamour sustituye a la velocidad. Hay trenes para todos los gustos y de muchos tipos, aunque por desgracia ninguno pasa ya por nuestra ciudad, y en la capital tampoco es que se puedan tirar cohetes, porque después de más de tres años sin ninguno, los actuales son pocos y lentos, aparte de mal comunicados. No sé qué pasa con los presupuestos de la política en sus distintos niveles, pero siempre hay mucho para publicidad, solapamiento de funciones, gastos de defensa y militares, reparto de corruptos. …y todo lo malo; mientras que nunca hay suficiente para lo que la ciudadanía demanda: sanidad, educación, dependencia, mantenimiento de carreteras, transporte ferroviario, comunicación, etcétera. Está visto que se invierte en muchas más partidas para la guerra que para la paz, y el mundo está de tal manera, que lo peor es que hay una auténtica necesidad de que ello sea así; sin embargo, qué quieren que les diga: prefiero soñar con un tren que pasa, que sentir un escalofrío cuando me cruzo por la autopista con un convoy de tanques de un verde reluciente, recién sacados de la fábrica, camino a algún escenario de cruenta guerra en el que abrir fuego y sembrar la muerte.

647. De viaje: Sanlúcar de Barrameda

Foto: Lola Fernández

Por Lola Fernández.

Llegué a vivir a Sanlúcar de Barrameda, en la provincia de Cádiz, a mis 16 años, cuando mis padres y hermanos llevaban allí dos años ya; de modo que, después de conocerla previamente sólo en los veranos, me instalé finalmente en esa hermosa ciudad para estudiar COU. Así, si mi primer contacto fue de mar, sal, dunas y arena, nadando entre la orilla de la playa de Las Piletas y el Coto Doñana, siempre presente en el horizonte, en plena desembocadura del Guadalquivir, después conocí el húmedo frío cuando soplaba el levante, y supe que Sanlúcar era mucho más que playas y paseos por la Plaza Cabildo y la Calzada. Desde el primer día de conocerlo, me ha parecido un lugar para perderse, en donde la belleza de la naturaleza se conjuga con su interesante historia e inigualable gastronomía, siempre regada con buenos vinos, como su exclusiva manzanilla. Las bodegas de Sanlúcar son parte de su esencia y salpican el trazado urbanístico, por lo que visitar alguna de la mano de alguien que te explique todos sus secretos es algo muy recomendable. Que en Sanlúcar se come y se bebe de lujo es más que sabido, y basta perderse por los bares y restaurantes de sus calles, o por Bajo de Guía, sin olvidarse del puerto pesquero de Bonanza, en donde tuve la oportunidad de asistir a alguna subasta de pescado en la lonja, de la mano de mi padre, que me explicaba cómo se subastaba a la baja, con los compradores parando al que cantaba el precio con una velocidad que pasmaba. En Bajo de Guía no sólo comerás el mejor pescado y marisco de la zona, sino que desde allí puedes cruzar en barcaza al Coto y quedarte unas horas hasta que te apetezca regresar antes de que el servicio finalice. Ver la ciudad desde allí es como invertir el horizonte cotidiano, pero si no te apetece cruzar, basta que te vayas a los Pinares de la Algaida, con idéntico ecosistema al de Doñana, visitando las salinas en el trayecto, o siguiendo entre canales de las marismas, con una variedad maravillosa de aves, entre las que destacan las rapaces, o los flamencos vistiendo las aguas de reflejos rosas, especialmente en invierno. Si el Guadalquivir es hermoso, su llegada al mar impresiona; no está de más darse un paseo en barco, y, si quieres, llegar hasta Sevilla, que para eso es el único rio navegable del país.

Foto: Lola Fernández

Decir Sanlúcar es decir iglesias, conventos y casas señoriales, como el Palacio Ducal de Medina Sidonia, o de los Guzmanes, en el que vivía la Duquesa Roja, y que hoy se puede visitar, e incluso hospedarte en una de sus nueve habitaciones, o al menos acudir a la cafetería del Palacio: a quien le guste la Historia y el Arte tiene sin duda una cita que le será inolvidable, aunque ya no aparecerá la Duquesa de Medina Sidonia, como le gustaba hacer en vida, cuando se acercaba a saludar a los grupos de estudiantes que iban con sus profesores. Tampoco se puede ir a Sanlúcar sin visitar La Jara, en cuya playa hay un corral de pesca, de los que los pescadores construían a base de muros de piedra en los que los peces quedan atrapados al bajar la marea. Si te acercas hasta Chipiona, que está muy cerquita, verás varios corrales más, herencia antigua de los hombres de la mar, se cree que romana o árabe; de paso, es bonito pasear por este pueblo tan ligado a Sanlúcar, famoso por nacer allí Rocío Jurado, y por el Santuario de Regla, que compite en la orilla con el faro más alto de España, allá a lo lejos, pero tan cerca. Si estás en Sanlúcar en agosto, imposible no acudir a las carreras de caballos en sus playas, se celebran cada año y son de estilo inglés, siendo las más antiguas de España, pues datan de 1845. Ver correr a los caballos, con un fondo de barquitas sobre las aguas y el omnipresente Coto de Doñana, en esos atardeceres maravillosos que tiñen de oro los cielos, es algo que hay que vivir. No te vayas de Sanlúcar de Barrameda sin subir hasta Capuchinos, un inmejorable mirador para disfrutar de hermosas vistas sobre Doñana y la ciudad, o el Castillo de Santiago, desde cuyas alturas podrás admirar y oler el Atlántico. Y mi última recomendación es que, por mucho que te guste el marisco, hay dos pescados que siempre has pedir: los tapaculos y las acedías… ¡como en Sanlúcar, en ningún sitio!

646. No potable

Por Lola Fernández. 

Miro en la imagen un fresco de una villa romana y me gusta especialmente el modo de crear profundidad en un muro desnudo previamente. Podría compararse a un folio en blanco o a un nuevo documento, en los que la palabra creará significados y sentidos diversos según las diferentes interpretaciones. Colores, formas, combinaciones, apariencias, elementos varios que pudieran asemejarse a verbos, adjetivos, sustantivos, conjunciones…, conjuntos que a modo de representaciones o textos pasan a ser, a tener una entidad. Donde no había nada, de repente, gracias a la imaginación, a idear y concebir, aparece algo que transmite, sea una pintura, sea un escrito; y todo ello supone un proceso de creatividad en el que hay un evidente e imparable salto desde el emisor al receptor. Entre lo que tú dices, o quieres decir, y lo que el otro recibe y cómo lo hace, hay un mundo que nada tiene que ver con el de la invención. Esto en cuanto a la creación, pero todo se vuelve más complicado si se atiende a la comunicación en general, y el modo en que cada quien ve y procesa un mismo mensaje, en cualquier manera en que se exprese. Hoy en día tiene mucha más presencia que el comentario de un experto, el farragoso ámbito de las redes sociales; miedo me entra cuando leo que las redes han dictado sentencia acerca de cualquier cosa, lo mismo me da, pues no me interesa lo más mínimo lo que se diga en ellas. Prefiero la opinión de un crítico, que generalmente sabe de lo que habla, que las estupideces que se comentan sin tener la más mínima idea, movidos por el odio y la discordia.

Hay un submundo de energúmenos que hacen del insulto y la amenaza sus banderas, tan feo como ese pez abisal, el diablo negro, que de repente se ha visto cerca de la superficie, como si el fondo marino fuera los bajos fondos y no le quedara más alternativa que huir a otro lugar, por poco conocido que le sea. Con las pertinentes excepciones, porque siempre hay personas con criterio, que razonan y exponen objetivamente, haciendo que se pueda dialogar e incluso aprender, los comentarios de las redes sociales son como esa zona abisal donde no llega la luz; y menos mal, porque la habitan seres monstruosos, feos como las cosas que dicen y escriben. En esos abismos oscuros campan a sus anchas la ausencia de valores y de principios, y se expresa sin rubor el racismo, la misoginia, la xenofobia, la homofobia y todas las aversiones habidas y por haber. Para esos posesos endemoniados serás gorda, o vieja, o roja comunista, o fea a la que no tocarían ni con un palo…, te mandarán a leer e informarte, porque siempre te llamarán ignorante; y no trates de opinar, o de objetar, o de simplemente pensar y expresarte libremente, porque no vas a obtener nada que no sea insultos y afrentas por parte de estos verracos. Lo bueno que tiene esto, es que es muy fácil vivir completamente ajeno a tanta tontería, y no me cabe en la cabeza que alguien pueda siquiera tratar de informarse o conocer un tema partiendo de tal fuente. De acercarse a semejante bebedero, no hay que olvidar que se trata de agua no potable, y que, aunque no se señale como tal, son aguas brutas que pueden ser tóxicas y transmitir enfermedades. Allá cada cual con dónde acuda para saber de lo que sea que pueda interesarle, pero más le vale ignorar el dictado y el dictamen de tales bocazas y cabezas huecas.

645. De viaje: Costa Brava

Foto: Lola Fernández

Por Lola Fernández. 

Aunque la iré intercalando con otros artículos de tema variado, inicio una serie sobre viajes a lugares que, por muy diversas razones, son especiales para mí y me gustaría compartir con ustedes, y empiezo desde Platja d’Aro, en el corazón de la Costa Brava, en Girona. Llegué allí desde la barcelonesa Manresa, para cumplir mis 5 y 6 años, en una infancia marcada por la belleza de lugares tan hermosos que nunca los podré olvidar. Durante esos dos años viví en un precioso edificio entre pinares y frente al mar, al que se llegaba subiendo una escalinata que arrancaba desde la carretera de entrada al pueblo; si la cruzabas y bajabas por unas escarpadas escaleras, estabas en una de las más bonitas calas de la Costa Brava, la de Belladona, en la imagen que acompaña este texto. Recuerdo mirar por las ventanas de casa y ver el verdor de un litoral mediterráneo al que la piedra y los pinos adornan; he vuelto varias veces muchos años después, al igual que a la gerundense Llagostera, donde me fui a vivir desde allí, y en ambos, de mi hogar sólo queda el abandono de los numerosos cuarteles de la Guardia Civil cerrados con el paso del tiempo, pero su enclave y el entorno siguen siendo maravillosos y privilegiados, los adjetivos que para mí mejor definen los pueblos de la Costa Brava.

Foto: Lola Fernández

Sus principales localidades, desde Blanes, en la comarca de La Selva, hasta Portbou, pegado ya a la frontera francesa, atesoran un encanto natural y salvaje que las unifica, y, para empezar a conocer esta zona de Catalunya, recomendaría recorrer sus distintos Caminos de Ronda, que nos permiten pasear por calas y playas, salvando desniveles geográficos y dejándonos conocer increíbles rincones a lo largo de la costa. Por citar imprescindibles: de Blanes sería su Jardín Botánico, Marimurtra, con vistas sobrecogedoras desde los acantilados y una envidiable colección botánica. En Tossa de Mar, cualquiera de sus preciosas playas, pero, sin duda, pasear por el casco antiguo de su Vila Vella, coronado por un magnífico castillo, y que es un cuidado recinto medieval amurallado que enamora desde siempre a quienes se pierden por sus callejas, incluidos famosos pintores, como Chagall, o actrices estelares como Ava Gardner. Pegando un salto, recalar en Calella de Palafrugell es llegar al lugar en el que se dice que Serrat compuso casi en su totalidad el álbum Mediterráneo. Y con las notas del tema que le da nombre, qué mejor que pasear siguiendo el curso de la Bahía de Roses, una de las más bellas del mundo, con unos atardeceres que parecen pintados de acuarela; imposible no acercarse hasta los yacimientos grecorromanos de Ampurias, o recorrer sus kilómetros de playas, calas y canales navegables, degustando la rica gastronomía catalana, o asistiendo a fiestas y ferias, en las que no faltarán sardanas y castellers, por citar algunas de sus tradiciones y costumbres. Si en Roses los cielos se visten de acuarela, en Cadaqués podemos sentir que estamos dentro de alguna de las primeras obras de un joven Dalí, antes de que su pintura abrazara el surrealismo; y desde ahí a Portlligart, un atractivo trayecto nos lleva directamente a un pueblecito marinero como tantos desparramados por la Costa Brava, con esas casas encaladas que parecen escurrirse hasta la orilla del mar. En las aguas cristalinas, salpicadas de barquitas, se miran embelesados los bosques de pinos, mientras cada día podremos perdernos en localidades tan especiales como San Feliu de Guixols, Palamós, La Escala, Port de la Selva y muchas más; sin olvidar, en el interior más próximo, entre preciosos campos, pueblos medievales de piedra, desde los que a veces se divisa el mar al fondo y en los que, al recorrer sus silenciosas calles, parece que has viajado en el tiempo, o que aún no despertaste de un bonito sueño. No lo duden nunca, si desean encontrar un inmejorable destino en el que no falten esos motivos que uno busca al viajar, la Costa Brava siempre lo será.

644. De viaje

Foto: Lola Fernández

Por Lola Fernández. 

Ahora que he enviado simbólicamente a un montón de mentecatos a dormir el sueño de los necios en un viaje sideral de sólo ida, siento que nuestro mundo se ha librado del yugo de quienes aprovechan el poder para hacer el mal, aunque sé que no habría naves para tanto idiota. A pesar de ser solamente una liberación imaginaria, qué bien sienta mandar a paseo a quienes nos llenan los días de preocupaciones y tristezas; la vida es demasiado corta para dejar que nuestro aire se enrarezca, y todo lo que contamina debería ser eliminado sin más contemplaciones. Barrido el mundo de déspotas varios, nos queda un espléndido panorama para dedicarnos a lo que más nos guste, sin echar cuentas a nada que nos desagrade, y prestando atención a lo que nos alegre la existencia. Una de las cosas que más nos suele gustar es viajar, y si no lo hacemos con mayor frecuencia es por cuestiones económicas y de disponibilidad. Cuando a alguien le toca el gordo o cualquier otro premio de mucho dinero, entre los deseos que expresa querer hacer realidad, casoplón y cochazo aparte, siempre está el de viajar. Los viajes forman parte del ADN humano y fueron y son imprescindibles en la idiosincrasia de todos los pueblos que, cultura a cultura, han determinado lo que hoy somos; si nuestros ancestros no hubieran salido del abrigo de las cavernas, el arte se habría quedado en rupestre, y no me negarán que entonces habríamos perdido demasiado.

Foto: Lola Fernández

Me voy de viaje, decimos cuando lo vamos a hacer, y hay en esa expresión bastante de ilusión y de esa satisfacción que supone llegar al momento de realizar algo previsto y preparado para hacernos felices. Da igual el destino, el momento, la duración, lo realmente importante es empezar un proyecto personal ideado con anterioridad para lograr una serie de objetivos de lo más variopintos. Se viaja para conocer y descubrir lugares nuevos, pero también para regresar a sitios ya conocidos que nos encantan; para asistir a algún evento que nos parece imprescindible, sea un concierto, una exposición temporal, un encuentro con familiares o amigos. Se viaja por el placer de hacer el camino, por tierra, mar o aire, aunque a veces priorizamos llegar al destino sin preocuparnos lo más mínimo por el trayecto de ida y vuelta. Me voy de viaje, decimos, y es como si abriéramos paréntesis en relaciones, y marcáramos pausas en lo cotidiano. Cuando te vas, antes de cerrar la puerta, siempre hay esa última mirada a lo que vamos a dejar atrás, y tal vez un fugaz pensamiento acerca de si volveremos, o lo que vemos será lo que vean quienes se queden sin nosotros para siempre. Por eso, tal vez por eso, es que después de un viaje, por muy bonito que haya sido y por muy bien que lo hayamos pasado, abrir la puerta de casa y encontrarnos todo tal y como lo dejamos nos proporciona una íntima e indescifrable satisfacción, no siendo raro que digamos en voz alta eso de como en casa, en ningún sitio… aunque lo más curioso es que no tardaremos demasiado en empezar a idear un nuevo viaje, nuevamente ilusionados, sintiendo que necesitamos urgentemente irnos, más o menos lejos, pero dejando distancia con lo que tenemos. Somos así de contradictorios y complejos, humanos al fin, con una combinación de sedentarismo y nomadismo que parece latir en nuestros corazones, como elementos esenciales del instinto de supervivencia.

643. No vamos bien

Foto: Lola Fernández

Por Lola Fernández.

Ahora que un tarado se va a poner al frente de la política internacional, influyendo en la economía mundial, pienso, mientras interiormente me digo que Zeus nos coja confesados, en esas cápsulas del sueño que se ven en las películas de ciencia ficción, en las que se puede dormir durante meses, años incluso, dada la larga duración de los viajes interestelares. Siento la tentación de meterme en una de ellas y programar la salida para cuando los locos no sean los directores del curso de nuestras existencias, pues poca armonía puede esperarse, y sí que todo vaya a peor: hay decisiones, aunque sean tomadas por una inmensa mayoría, que sólo consiguen que el mundo sea más feo y deplorable. Es mucha la impotencia ante el panorama, internacional y patrio, que le dicen; en tal grado aborrecible el curso de tantas cosas, que una quisiera una oportunidad de renovación total, pero no de volver hacia atrás, sino de empezar de nuevo, pero bien, si eso fuera posible. Mirar al pasado es algo que no me va, por mucho que hubiera cosas que se puedan añorar, pero también es muy difícil mirar hacia adelante cuando el presente es casi como un campo de minas. No es difícil entender la desazón de millones de personas en el mundo, ni el grado de problemas relacionados con la salud mental; la depresión y la ansiedad crecen tan deprisa que asustan los datos de su presencia entre la gente, y si atendemos al suicidio y los porcentajes de personas que prefieren quitarse la vida a vivir, el susto se convierte en terror.

Foto: Lola Fernández

No vamos bien, y las expectativas de cambio no son muy esperanzadoras. Me gustaba más cuando la mentira exigía una posterior y pronta rectificación, no como ahora, que es la norma; cuando se acogía con los brazos abiertos a las personas que llamaban desesperadas a las puertas de las fronteras vecinas, no como ahora, que se mira a otro lado y colorín colorado; cuando el talento era la llave del éxito, y no como ahora, el medrar y pisar al otro. Prefiero mil veces una juventud peleona y rebelde, que una que da su primer voto a los ultras y se jacta de ser machista y racista; una sociedad asequible para todos, no una en la que disfrutan mucho unos pocos y sufren demasiado muchísimos más; unas condiciones de vida en que tener un trabajo que permita comprar una vivienda y esbozar con visos de realidad proyectos vitales de crecimiento no sea una quimera. No vamos bien, desde luego, pero es que todo parece apuntar a que vamos a ir mucho peor: se habla y habla del cambio climático, pero no se hace nada al respecto, o se hace tan poco que es muy difícil que no se entiendan sucesos como la dana en tierras valencianas, o los incendios forestales en Los Ángeles, o las inundaciones en Europa. La prevención es un bonito concepto, pero absolutamente inútil si no se ejecuta en acciones concretas a nivel mundial, y de poco sirve tener una información cada vez más completa de las consecuencias de contribuir a diario al crecimiento del efecto invernadero y el calentamiento global, si no se hace nada para parar esta huida hacia adelante. No tiene nada de raro pensar en esas cápsulas del sueño y, si no fuera descabellado y de ciencia ficción, programarlas para el sueño eterno, al menos para meter en ellas a los dirigentes demenciales que juegan a divertirse poniendo en peligro la pervivencia del planeta y sus habitantes.

642. De attrezzo

Foto: Lola Fernández

Por Lola Fernández.

En este mundo nuestro se podría decir que cada vez es más difícil establecer la línea divisoria entre verdad o mentira, realidad o virtualidad, la esencia y la apariencia; y lo cierto es que a muchos parece no importarle lo más mínimo, cuando se quedan sin más con lo que digan sus referentes. El problema surge, está claro, cuando quien habla no tiene ni la más remota idea de lo que habla, pero cuela. Si engañas y no te descubren, es mucho más fácil y cómodo decir lo primero que se te ocurra, que indagar, aunque sea someramente, en lo auténtico. Son malos tiempos para la autenticidad, todos lo vemos a diario por aquí y por allá; con sólo mirar las redes sociales, podemos asistir al más puro teatro, sin necesidad de adquirir entradas. Y no es ya que podamos hablar de vidas aparentes, sino que el espectáculo está conformado por genuinas personas de mero attrezzo. No es difícil adivinar cuánto de decoración tiene una imagen elegida por alguien para mostrarnos, foto a foto, día a día, evento a evento, ese gran álbum en que convierte su existencia, de cara a los demás. Porque siempre han existido los recuerdos personales, a modo de diarios del tiempo, tal vez queriendo que sean un regalo para el mañana, cuando ya no nos quede ni el mismo recuerdo, aunque nos asomemos a todo un cuidado reportaje fotográfico; siempre han existido, es verdad, aunque nada que ver con la pátina narcisista que recubre por lo general la imagen proyectada de uno hacia el resto. Es como si hubiera que inventar elementos y complementos para resultar atractivo a los ojos ajenos, me pregunto si más cuanto menos a los propios, chi lo sa.

Foto: Lola Fernández

Paseando por esta nuestra ciudad, me topo, y qué mal encuentro, con una banco, algo elemental en el mobiliario urbano, con escasas exigencias de mantenimiento, seguro, y que ante lo que veo me hace pensar que es urgente que existan directores de imagen, que sepan ver lo que hay, que cuiden esos imprescindibles detalles para que no sintamos que estamos teniendo una pesadilla y nos movemos por mundos distópicos de abandono y decadencia. Igual que en las redes sociales cada cual se convierte en director artístico y hace mil fotos añadiendo y quitando, hasta que el resultado es el que busca, tendría que exigirse a los responsables de mantenimiento que vieran las calles y sus elementos como escenarios a colgar en las páginas de Internet. A ver, el banco de hierro y madera podría ser el protagonista de una publicación en, por ejemplo, Instagram, dando los buenos días bajo el sol de la mañana. Estoy segura de que tal y como está en la foto, se negaría en redondo a ser visto y que exigiría, para aceptar mostrar su imagen, un poco de limpieza y arreglo: a saber, cuidados de jardinería, o de horticultura, pues bajo él parece que pueden empezar a crecer lechugas; además de un buen barrido para eliminar hojas, papel, plástico, cartón… Me parece increíble que en plena Avenida del Mediterráneo podamos encontrar semejante acopio de basura a los pies de un banco en el que dudo que nadie ose sentarse, y realmente parece como si el oleaje del mar hubiera depositado allí todo la porquería y los desechos al subir y bajar la marea. Pero en Baza no hay mar, que yo sepa, aunque creo que sí hay servicios de limpieza, los mismos que presumen de ser nuestra mejor baza; no quiero ni imaginar si ofrecieran algo menos. Pagamos religiosamente nuestros impuestos municipales y los servicios que nos ofrecen por vivir con un bienestar de calidad, y no nos gustan los decorados y el attrezzo, y menos si es de una película de terror; así que, por favor, que se pongan las pilas los responsables y a quienes corresponda, que nunca es tarde si la dicha es buena.  

641. El valor de las pequeñas cosas

Foto: Lola Fernández.

Por Lola Fernández.

A veces, las localidades no tienen un importante patrimonio histórico que mostrar a propios y visitantes, pero poseen buen gusto y miman y cuidan sus rincones, sabedores de que la vida es para disfrutarla, lo que se consigue a través de los sentidos y las sensaciones placenteras, por quedarnos a un nivel básico y, sin embargo, esencial. Una simple plaza bien cuidada, alguna fuente junto a las que gusta sentarse, jardines arreglados en los que descansar la vista y contentar el espíritu; no sé, todos sabemos qué detalles logran que un lugar guste verlo y volver en algún momento. Leo que no se ha concedido a Baza nada para recuperación y puesta en valor de los monumentos, ignorando los proyectos presentados por el Ayuntamiento…, y siento que es una pena, desde luego, aunque acto seguido pienso en la de cosas que se pueden ofrecer a los bastetanos y quienes nos visitan, sin necesidad de llevar a cabo esas propuestas referentes a cenadores y refugios antiaéreos de la Guerra Civil. Está muy bien arreglar el patrimonio histórico, aunque a veces, y no se me enfade nadie, incluir en él ciertos elementos en un estado absolutamente deplorable, es algo sencillamente increíble. Como está muy bien también que en los planes generales de ordenación urbana se busque preservar la imagen y proteger el patrimonio cultural, en sus diferentes aspectos arquitectónico, arqueológico, urbano, etc. Lo malo es incluir en las normas de protección zonas que más que antiguas son viejas y decadentes, con lo que se condena a morir calles y barrios en los que cualquier reforma se encarece por no poder derribar y edificar, siendo obligatorio preservar el exterior. Vamos, eso está muy bien cuando hablamos de edificios con valor real, que es imperdonable que se tiren sin más. O de lugares que tienen importancia por su historia, como la casa en la que vivía Cervantes, que, por cierto, se tiró sin más miramientos, evidenciando carecer de luces, por lo menos culturales. Pero si subimos, por ejemplo, desde la calle de los Dolores por la calle Zapatería, me puede alguien explicar por qué no se puede edificar sin restricciones en la inmensa mayoría de los solares, ocupados por viviendas que nunca tuvieron más valor que el de ser las casas de unas familias ya desaparecidas. Es que los planes, más allá de ser muchas veces un simple copia y pego de otros de lugares lejanos en todo, han de ser razonables y tratar de evitar problemas, no crearlos.

Foto: Lola Fernández.

A ver, hay que ser realistas y prácticos, y si no hay ayudas para arreglar cenadores, ¿no se ha pensado nunca en abrir al público, permanente y gratuitamente, los jardines del Palacio de los Enríquez, como un complemento de la Alameda, para disfrute de todos, aunque por la noche se cerraran? Y si en vez de sólo centrarse en querer reformar, se insistiera también en cuidar lo que se crea nuevo, eso sería ya el colmo de las cosas bien hechas. Si una está de repente en una plaza bastetana tan céntrica como Trinidad, en la que se invirtió bastante tiempo y dinero para cambiar su aspecto, y se encuentra con su estado actual de abandono, no cabe sino preguntarse qué nos ofrecemos y qué les ofrecemos a quienes vienen a conocer nuestra ciudad. Basta mirar detenidamente la imagen de hoy para sentir desazón y vergüenza, y para preguntarse si esto es todo lo que se puede hacer, y si creemos que así vamos a dejar en la gente que viene de fuera deseos de regresar. En fin, no sé, igual hay que olvidarse de ideas peregrinas y darles mucha más importancia a los detalles, que no se nos vaya a olvidar que no hay grandeza que valga si no atendemos a las pequeñas cosas. Después de todo, los sentidos, las auténticas ventanas del alma, se conforman con muy poquito para hacernos dichosos: les basta algo tan sencillo y elemental como la belleza y lo bien hecho.

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