646. No potable

Por Lola Fernández. 

Miro en la imagen un fresco de una villa romana y me gusta especialmente el modo de crear profundidad en un muro desnudo previamente. Podría compararse a un folio en blanco o a un nuevo documento, en los que la palabra creará significados y sentidos diversos según las diferentes interpretaciones. Colores, formas, combinaciones, apariencias, elementos varios que pudieran asemejarse a verbos, adjetivos, sustantivos, conjunciones…, conjuntos que a modo de representaciones o textos pasan a ser, a tener una entidad. Donde no había nada, de repente, gracias a la imaginación, a idear y concebir, aparece algo que transmite, sea una pintura, sea un escrito; y todo ello supone un proceso de creatividad en el que hay un evidente e imparable salto desde el emisor al receptor. Entre lo que tú dices, o quieres decir, y lo que el otro recibe y cómo lo hace, hay un mundo que nada tiene que ver con el de la invención. Esto en cuanto a la creación, pero todo se vuelve más complicado si se atiende a la comunicación en general, y el modo en que cada quien ve y procesa un mismo mensaje, en cualquier manera en que se exprese. Hoy en día tiene mucha más presencia que el comentario de un experto, el farragoso ámbito de las redes sociales; miedo me entra cuando leo que las redes han dictado sentencia acerca de cualquier cosa, lo mismo me da, pues no me interesa lo más mínimo lo que se diga en ellas. Prefiero la opinión de un crítico, que generalmente sabe de lo que habla, que las estupideces que se comentan sin tener la más mínima idea, movidos por el odio y la discordia.

Hay un submundo de energúmenos que hacen del insulto y la amenaza sus banderas, tan feo como ese pez abisal, el diablo negro, que de repente se ha visto cerca de la superficie, como si el fondo marino fuera los bajos fondos y no le quedara más alternativa que huir a otro lugar, por poco conocido que le sea. Con las pertinentes excepciones, porque siempre hay personas con criterio, que razonan y exponen objetivamente, haciendo que se pueda dialogar e incluso aprender, los comentarios de las redes sociales son como esa zona abisal donde no llega la luz; y menos mal, porque la habitan seres monstruosos, feos como las cosas que dicen y escriben. En esos abismos oscuros campan a sus anchas la ausencia de valores y de principios, y se expresa sin rubor el racismo, la misoginia, la xenofobia, la homofobia y todas las aversiones habidas y por haber. Para esos posesos endemoniados serás gorda, o vieja, o roja comunista, o fea a la que no tocarían ni con un palo…, te mandarán a leer e informarte, porque siempre te llamarán ignorante; y no trates de opinar, o de objetar, o de simplemente pensar y expresarte libremente, porque no vas a obtener nada que no sea insultos y afrentas por parte de estos verracos. Lo bueno que tiene esto, es que es muy fácil vivir completamente ajeno a tanta tontería, y no me cabe en la cabeza que alguien pueda siquiera tratar de informarse o conocer un tema partiendo de tal fuente. De acercarse a semejante bebedero, no hay que olvidar que se trata de agua no potable, y que, aunque no se señale como tal, son aguas brutas que pueden ser tóxicas y transmitir enfermedades. Allá cada cual con dónde acuda para saber de lo que sea que pueda interesarle, pero más le vale ignorar el dictado y el dictamen de tales bocazas y cabezas huecas.

645. De viaje: Costa Brava

Foto: Lola Fernández

Por Lola Fernández. 

Aunque la iré intercalando con otros artículos de tema variado, inicio una serie sobre viajes a lugares que, por muy diversas razones, son especiales para mí y me gustaría compartir con ustedes, y empiezo desde Platja d’Aro, en el corazón de la Costa Brava, en Girona. Llegué allí desde la barcelonesa Manresa, para cumplir mis 5 y 6 años, en una infancia marcada por la belleza de lugares tan hermosos que nunca los podré olvidar. Durante esos dos años viví en un precioso edificio entre pinares y frente al mar, al que se llegaba subiendo una escalinata que arrancaba desde la carretera de entrada al pueblo; si la cruzabas y bajabas por unas escarpadas escaleras, estabas en una de las más bonitas calas de la Costa Brava, la de Belladona, en la imagen que acompaña este texto. Recuerdo mirar por las ventanas de casa y ver el verdor de un litoral mediterráneo al que la piedra y los pinos adornan; he vuelto varias veces muchos años después, al igual que a la gerundense Llagostera, donde me fui a vivir desde allí, y en ambos, de mi hogar sólo queda el abandono de los numerosos cuarteles de la Guardia Civil cerrados con el paso del tiempo, pero su enclave y el entorno siguen siendo maravillosos y privilegiados, los adjetivos que para mí mejor definen los pueblos de la Costa Brava.

Foto: Lola Fernández

Sus principales localidades, desde Blanes, en la comarca de La Selva, hasta Portbou, pegado ya a la frontera francesa, atesoran un encanto natural y salvaje que las unifica, y, para empezar a conocer esta zona de Catalunya, recomendaría recorrer sus distintos Caminos de Ronda, que nos permiten pasear por calas y playas, salvando desniveles geográficos y dejándonos conocer increíbles rincones a lo largo de la costa. Por citar imprescindibles: de Blanes sería su Jardín Botánico, Marimurtra, con vistas sobrecogedoras desde los acantilados y una envidiable colección botánica. En Tossa de Mar, cualquiera de sus preciosas playas, pero, sin duda, pasear por el casco antiguo de su Vila Vella, coronado por un magnífico castillo, y que es un cuidado recinto medieval amurallado que enamora desde siempre a quienes se pierden por sus callejas, incluidos famosos pintores, como Chagall, o actrices estelares como Ava Gardner. Pegando un salto, recalar en Calella de Palafrugell es llegar al lugar en el que se dice que Serrat compuso casi en su totalidad el álbum Mediterráneo. Y con las notas del tema que le da nombre, qué mejor que pasear siguiendo el curso de la Bahía de Roses, una de las más bellas del mundo, con unos atardeceres que parecen pintados de acuarela; imposible no acercarse hasta los yacimientos grecorromanos de Ampurias, o recorrer sus kilómetros de playas, calas y canales navegables, degustando la rica gastronomía catalana, o asistiendo a fiestas y ferias, en las que no faltarán sardanas y castellers, por citar algunas de sus tradiciones y costumbres. Si en Roses los cielos se visten de acuarela, en Cadaqués podemos sentir que estamos dentro de alguna de las primeras obras de un joven Dalí, antes de que su pintura abrazara el surrealismo; y desde ahí a Portlligart, un atractivo trayecto nos lleva directamente a un pueblecito marinero como tantos desparramados por la Costa Brava, con esas casas encaladas que parecen escurrirse hasta la orilla del mar. En las aguas cristalinas, salpicadas de barquitas, se miran embelesados los bosques de pinos, mientras cada día podremos perdernos en localidades tan especiales como San Feliu de Guixols, Palamós, La Escala, Port de la Selva y muchas más; sin olvidar, en el interior más próximo, entre preciosos campos, pueblos medievales de piedra, desde los que a veces se divisa el mar al fondo y en los que, al recorrer sus silenciosas calles, parece que has viajado en el tiempo, o que aún no despertaste de un bonito sueño. No lo duden nunca, si desean encontrar un inmejorable destino en el que no falten esos motivos que uno busca al viajar, la Costa Brava siempre lo será.

644. De viaje

Foto: Lola Fernández

Por Lola Fernández. 

Ahora que he enviado simbólicamente a un montón de mentecatos a dormir el sueño de los necios en un viaje sideral de sólo ida, siento que nuestro mundo se ha librado del yugo de quienes aprovechan el poder para hacer el mal, aunque sé que no habría naves para tanto idiota. A pesar de ser solamente una liberación imaginaria, qué bien sienta mandar a paseo a quienes nos llenan los días de preocupaciones y tristezas; la vida es demasiado corta para dejar que nuestro aire se enrarezca, y todo lo que contamina debería ser eliminado sin más contemplaciones. Barrido el mundo de déspotas varios, nos queda un espléndido panorama para dedicarnos a lo que más nos guste, sin echar cuentas a nada que nos desagrade, y prestando atención a lo que nos alegre la existencia. Una de las cosas que más nos suele gustar es viajar, y si no lo hacemos con mayor frecuencia es por cuestiones económicas y de disponibilidad. Cuando a alguien le toca el gordo o cualquier otro premio de mucho dinero, entre los deseos que expresa querer hacer realidad, casoplón y cochazo aparte, siempre está el de viajar. Los viajes forman parte del ADN humano y fueron y son imprescindibles en la idiosincrasia de todos los pueblos que, cultura a cultura, han determinado lo que hoy somos; si nuestros ancestros no hubieran salido del abrigo de las cavernas, el arte se habría quedado en rupestre, y no me negarán que entonces habríamos perdido demasiado.

Foto: Lola Fernández

Me voy de viaje, decimos cuando lo vamos a hacer, y hay en esa expresión bastante de ilusión y de esa satisfacción que supone llegar al momento de realizar algo previsto y preparado para hacernos felices. Da igual el destino, el momento, la duración, lo realmente importante es empezar un proyecto personal ideado con anterioridad para lograr una serie de objetivos de lo más variopintos. Se viaja para conocer y descubrir lugares nuevos, pero también para regresar a sitios ya conocidos que nos encantan; para asistir a algún evento que nos parece imprescindible, sea un concierto, una exposición temporal, un encuentro con familiares o amigos. Se viaja por el placer de hacer el camino, por tierra, mar o aire, aunque a veces priorizamos llegar al destino sin preocuparnos lo más mínimo por el trayecto de ida y vuelta. Me voy de viaje, decimos, y es como si abriéramos paréntesis en relaciones, y marcáramos pausas en lo cotidiano. Cuando te vas, antes de cerrar la puerta, siempre hay esa última mirada a lo que vamos a dejar atrás, y tal vez un fugaz pensamiento acerca de si volveremos, o lo que vemos será lo que vean quienes se queden sin nosotros para siempre. Por eso, tal vez por eso, es que después de un viaje, por muy bonito que haya sido y por muy bien que lo hayamos pasado, abrir la puerta de casa y encontrarnos todo tal y como lo dejamos nos proporciona una íntima e indescifrable satisfacción, no siendo raro que digamos en voz alta eso de como en casa, en ningún sitio… aunque lo más curioso es que no tardaremos demasiado en empezar a idear un nuevo viaje, nuevamente ilusionados, sintiendo que necesitamos urgentemente irnos, más o menos lejos, pero dejando distancia con lo que tenemos. Somos así de contradictorios y complejos, humanos al fin, con una combinación de sedentarismo y nomadismo que parece latir en nuestros corazones, como elementos esenciales del instinto de supervivencia.

643. No vamos bien

Foto: Lola Fernández

Por Lola Fernández.

Ahora que un tarado se va a poner al frente de la política internacional, influyendo en la economía mundial, pienso, mientras interiormente me digo que Zeus nos coja confesados, en esas cápsulas del sueño que se ven en las películas de ciencia ficción, en las que se puede dormir durante meses, años incluso, dada la larga duración de los viajes interestelares. Siento la tentación de meterme en una de ellas y programar la salida para cuando los locos no sean los directores del curso de nuestras existencias, pues poca armonía puede esperarse, y sí que todo vaya a peor: hay decisiones, aunque sean tomadas por una inmensa mayoría, que sólo consiguen que el mundo sea más feo y deplorable. Es mucha la impotencia ante el panorama, internacional y patrio, que le dicen; en tal grado aborrecible el curso de tantas cosas, que una quisiera una oportunidad de renovación total, pero no de volver hacia atrás, sino de empezar de nuevo, pero bien, si eso fuera posible. Mirar al pasado es algo que no me va, por mucho que hubiera cosas que se puedan añorar, pero también es muy difícil mirar hacia adelante cuando el presente es casi como un campo de minas. No es difícil entender la desazón de millones de personas en el mundo, ni el grado de problemas relacionados con la salud mental; la depresión y la ansiedad crecen tan deprisa que asustan los datos de su presencia entre la gente, y si atendemos al suicidio y los porcentajes de personas que prefieren quitarse la vida a vivir, el susto se convierte en terror.

Foto: Lola Fernández

No vamos bien, y las expectativas de cambio no son muy esperanzadoras. Me gustaba más cuando la mentira exigía una posterior y pronta rectificación, no como ahora, que es la norma; cuando se acogía con los brazos abiertos a las personas que llamaban desesperadas a las puertas de las fronteras vecinas, no como ahora, que se mira a otro lado y colorín colorado; cuando el talento era la llave del éxito, y no como ahora, el medrar y pisar al otro. Prefiero mil veces una juventud peleona y rebelde, que una que da su primer voto a los ultras y se jacta de ser machista y racista; una sociedad asequible para todos, no una en la que disfrutan mucho unos pocos y sufren demasiado muchísimos más; unas condiciones de vida en que tener un trabajo que permita comprar una vivienda y esbozar con visos de realidad proyectos vitales de crecimiento no sea una quimera. No vamos bien, desde luego, pero es que todo parece apuntar a que vamos a ir mucho peor: se habla y habla del cambio climático, pero no se hace nada al respecto, o se hace tan poco que es muy difícil que no se entiendan sucesos como la dana en tierras valencianas, o los incendios forestales en Los Ángeles, o las inundaciones en Europa. La prevención es un bonito concepto, pero absolutamente inútil si no se ejecuta en acciones concretas a nivel mundial, y de poco sirve tener una información cada vez más completa de las consecuencias de contribuir a diario al crecimiento del efecto invernadero y el calentamiento global, si no se hace nada para parar esta huida hacia adelante. No tiene nada de raro pensar en esas cápsulas del sueño y, si no fuera descabellado y de ciencia ficción, programarlas para el sueño eterno, al menos para meter en ellas a los dirigentes demenciales que juegan a divertirse poniendo en peligro la pervivencia del planeta y sus habitantes.

642. De attrezzo

Foto: Lola Fernández

Por Lola Fernández.

En este mundo nuestro se podría decir que cada vez es más difícil establecer la línea divisoria entre verdad o mentira, realidad o virtualidad, la esencia y la apariencia; y lo cierto es que a muchos parece no importarle lo más mínimo, cuando se quedan sin más con lo que digan sus referentes. El problema surge, está claro, cuando quien habla no tiene ni la más remota idea de lo que habla, pero cuela. Si engañas y no te descubren, es mucho más fácil y cómodo decir lo primero que se te ocurra, que indagar, aunque sea someramente, en lo auténtico. Son malos tiempos para la autenticidad, todos lo vemos a diario por aquí y por allá; con sólo mirar las redes sociales, podemos asistir al más puro teatro, sin necesidad de adquirir entradas. Y no es ya que podamos hablar de vidas aparentes, sino que el espectáculo está conformado por genuinas personas de mero attrezzo. No es difícil adivinar cuánto de decoración tiene una imagen elegida por alguien para mostrarnos, foto a foto, día a día, evento a evento, ese gran álbum en que convierte su existencia, de cara a los demás. Porque siempre han existido los recuerdos personales, a modo de diarios del tiempo, tal vez queriendo que sean un regalo para el mañana, cuando ya no nos quede ni el mismo recuerdo, aunque nos asomemos a todo un cuidado reportaje fotográfico; siempre han existido, es verdad, aunque nada que ver con la pátina narcisista que recubre por lo general la imagen proyectada de uno hacia el resto. Es como si hubiera que inventar elementos y complementos para resultar atractivo a los ojos ajenos, me pregunto si más cuanto menos a los propios, chi lo sa.

Foto: Lola Fernández

Paseando por esta nuestra ciudad, me topo, y qué mal encuentro, con una banco, algo elemental en el mobiliario urbano, con escasas exigencias de mantenimiento, seguro, y que ante lo que veo me hace pensar que es urgente que existan directores de imagen, que sepan ver lo que hay, que cuiden esos imprescindibles detalles para que no sintamos que estamos teniendo una pesadilla y nos movemos por mundos distópicos de abandono y decadencia. Igual que en las redes sociales cada cual se convierte en director artístico y hace mil fotos añadiendo y quitando, hasta que el resultado es el que busca, tendría que exigirse a los responsables de mantenimiento que vieran las calles y sus elementos como escenarios a colgar en las páginas de Internet. A ver, el banco de hierro y madera podría ser el protagonista de una publicación en, por ejemplo, Instagram, dando los buenos días bajo el sol de la mañana. Estoy segura de que tal y como está en la foto, se negaría en redondo a ser visto y que exigiría, para aceptar mostrar su imagen, un poco de limpieza y arreglo: a saber, cuidados de jardinería, o de horticultura, pues bajo él parece que pueden empezar a crecer lechugas; además de un buen barrido para eliminar hojas, papel, plástico, cartón… Me parece increíble que en plena Avenida del Mediterráneo podamos encontrar semejante acopio de basura a los pies de un banco en el que dudo que nadie ose sentarse, y realmente parece como si el oleaje del mar hubiera depositado allí todo la porquería y los desechos al subir y bajar la marea. Pero en Baza no hay mar, que yo sepa, aunque creo que sí hay servicios de limpieza, los mismos que presumen de ser nuestra mejor baza; no quiero ni imaginar si ofrecieran algo menos. Pagamos religiosamente nuestros impuestos municipales y los servicios que nos ofrecen por vivir con un bienestar de calidad, y no nos gustan los decorados y el attrezzo, y menos si es de una película de terror; así que, por favor, que se pongan las pilas los responsables y a quienes corresponda, que nunca es tarde si la dicha es buena.  

641. El valor de las pequeñas cosas

Foto: Lola Fernández.

Por Lola Fernández.

A veces, las localidades no tienen un importante patrimonio histórico que mostrar a propios y visitantes, pero poseen buen gusto y miman y cuidan sus rincones, sabedores de que la vida es para disfrutarla, lo que se consigue a través de los sentidos y las sensaciones placenteras, por quedarnos a un nivel básico y, sin embargo, esencial. Una simple plaza bien cuidada, alguna fuente junto a las que gusta sentarse, jardines arreglados en los que descansar la vista y contentar el espíritu; no sé, todos sabemos qué detalles logran que un lugar guste verlo y volver en algún momento. Leo que no se ha concedido a Baza nada para recuperación y puesta en valor de los monumentos, ignorando los proyectos presentados por el Ayuntamiento…, y siento que es una pena, desde luego, aunque acto seguido pienso en la de cosas que se pueden ofrecer a los bastetanos y quienes nos visitan, sin necesidad de llevar a cabo esas propuestas referentes a cenadores y refugios antiaéreos de la Guerra Civil. Está muy bien arreglar el patrimonio histórico, aunque a veces, y no se me enfade nadie, incluir en él ciertos elementos en un estado absolutamente deplorable, es algo sencillamente increíble. Como está muy bien también que en los planes generales de ordenación urbana se busque preservar la imagen y proteger el patrimonio cultural, en sus diferentes aspectos arquitectónico, arqueológico, urbano, etc. Lo malo es incluir en las normas de protección zonas que más que antiguas son viejas y decadentes, con lo que se condena a morir calles y barrios en los que cualquier reforma se encarece por no poder derribar y edificar, siendo obligatorio preservar el exterior. Vamos, eso está muy bien cuando hablamos de edificios con valor real, que es imperdonable que se tiren sin más. O de lugares que tienen importancia por su historia, como la casa en la que vivía Cervantes, que, por cierto, se tiró sin más miramientos, evidenciando carecer de luces, por lo menos culturales. Pero si subimos, por ejemplo, desde la calle de los Dolores por la calle Zapatería, me puede alguien explicar por qué no se puede edificar sin restricciones en la inmensa mayoría de los solares, ocupados por viviendas que nunca tuvieron más valor que el de ser las casas de unas familias ya desaparecidas. Es que los planes, más allá de ser muchas veces un simple copia y pego de otros de lugares lejanos en todo, han de ser razonables y tratar de evitar problemas, no crearlos.

Foto: Lola Fernández.

A ver, hay que ser realistas y prácticos, y si no hay ayudas para arreglar cenadores, ¿no se ha pensado nunca en abrir al público, permanente y gratuitamente, los jardines del Palacio de los Enríquez, como un complemento de la Alameda, para disfrute de todos, aunque por la noche se cerraran? Y si en vez de sólo centrarse en querer reformar, se insistiera también en cuidar lo que se crea nuevo, eso sería ya el colmo de las cosas bien hechas. Si una está de repente en una plaza bastetana tan céntrica como Trinidad, en la que se invirtió bastante tiempo y dinero para cambiar su aspecto, y se encuentra con su estado actual de abandono, no cabe sino preguntarse qué nos ofrecemos y qué les ofrecemos a quienes vienen a conocer nuestra ciudad. Basta mirar detenidamente la imagen de hoy para sentir desazón y vergüenza, y para preguntarse si esto es todo lo que se puede hacer, y si creemos que así vamos a dejar en la gente que viene de fuera deseos de regresar. En fin, no sé, igual hay que olvidarse de ideas peregrinas y darles mucha más importancia a los detalles, que no se nos vaya a olvidar que no hay grandeza que valga si no atendemos a las pequeñas cosas. Después de todo, los sentidos, las auténticas ventanas del alma, se conforman con muy poquito para hacernos dichosos: les basta algo tan sencillo y elemental como la belleza y lo bien hecho.

640. Echar raíces

Foto: Lola Fernández

Por Lola Fernández.

Lo de la duración del año y que a las 12 horas del 31 de diciembre acaba y da paso a uno nuevo es, como sabemos, una convención social más, establecida en un momento histórico dado para entendernos mejor entre todos, aunque hay muy diferentes tradiciones en las distintas culturas para celebrar la Nochevieja y el Año Nuevo. Parece ser, sin embargo, que hay rasgos comunes, tales como las reuniones familiares y con los amigos, las copiosas comidas regadas con mucho alcohol, y algo que a unos gusta mucho y otros detestan, como son los fuegos artificiales. La cosa es que el tránsito entre el año que se va y el que llega no pasa desapercibido, y, según la costumbre, habrá campanadas, uvas, lentejas, besos, agua, platos rotos, bailes, quema de muñecos o de romero, brindis, ropa interior de colores, ventanas abiertas, entrar con el pie derecho, y muchas curiosidades más. Otra convención es la división del tiempo, reflejada en los calendarios, en meses, semanas y días, por quedarme ahí y no seguir con las fracciones temporales que miramos en los relojes. Entre las buenas costumbres perdidas después de la pandemia y el confinamiento por el COVID-19, está la del reparto de almanaques y calendarios por parte de las entidades bancarias, que prácticamente se perdió. Y como es muy difícil que el banco o el taller mecánico te regale un almanaque, como hacía generalmente antaño, a estas alturas del año suelo comprarme uno, preferiblemente que vaya más allá del simple calendario, y añada información sobre los ciclos lunares, el inicio de las estaciones, y, a ser posible, con el santoral, pues desde siempre me ha gustado saber qué santo se celebra cada día, vayan ustedes a saber por qué.

Foto: Lola Fernández

Lo que está claro es que nos decantemos por unas costumbres y convenciones, u otras, es mucho mejor tenerlas y que sean semejantes a las de los que más cercanamente nos rodean, porque hay determinados usos y eventos que vivirlos por libre tiene más inconvenientes que ventajas. Muy distinto es que, teniéndolas, decidamos prescindir voluntariamente de ellas; si es que ello nos es posible, porque la verdad es que no es nada fácil en ciertas ocasiones poder hacer lo que realmente deseamos. Si estamos establecidos en un lugar y con sus modos, si hemos echado raíces y no queremos sentirnos al margen, vamos a tener que conformarnos con sentir la libertad de las hojas y ramas del árbol, aunque teniendo muy claro que su tronco está unido a la tierra por el entramado de dichas raíces, que no sólo soportan y sujetan a la planta, sino que le proporcionan el agua y los nutrientes necesarios para estar viva. Recién llegado el invierno, como quien dice, vamos pues a vivir con alegría el final de un año, dando la bienvenida a otro que, por ser nuevo, nos va a permitir volver a hacer un listado de buenos propósitos y de cosas que deseamos desechar. Sólo cuando llegue la nochevieja del próximo año sabremos si hemos cumplido respecto a lo positivo y a lo negativo; y, si no ha sido así, no hay que preocuparse demasiado, porque el tiempo continúa ajeno a los inventos humanos, y, obviando el pasado y concentrándonos en el presente, no hay ninguna duda de que siempre nos quedará todo el futuro por delante. Vamos a ir arrancando hojas del nuevo almanaque, que es tanto como ir viviendo, porque a base de tiempo alimentamos la vida; y que todos y todas tengamos eso que llamamos un próspero año nuevo.

639. Juego de sombras

Foto: Lola Fernández

Por Lola Fernández. 

Puede que la sombra sea oscuridad, pero el juego de las sombras proyectadas en una superficie requiere que haya una luz que incida sobre los cuerpos que crearán dichas sombras. Quién no ha jugado en la infancia a recrear un mundo de fantasía inventando formas con las manos, fascinados ante los seres que se movían en la pared al compás del certero movimiento de los dedos. Y quién no se ha quedado embelesado viendo las luces que se reflejan en las paredes al caer los rayos de luz en una superficie acuática. De niños era pura magia, pero incluso siendo adultos, los juegos de sombra y luz nos siguen cautivando. Decía Leonard Cohen, premio Príncipe de Asturias de las Letras 2011, que la poesía es la evidencia de la vida, si tu vida arde intensamente la poesía es sólo la ceniza; seguramente pensando en un rastro del fuego en el que se va consumiendo la vida, si se tiene la suerte de vivir apasionadamente. Sombra y luz, fuego y ceniza, vida y poesía, realidad y deseo…, a modo de parámetros en los que se balancea la existencia, y que, por supuesto, van muchísimo más allá de meras dualidades. Vivir es bastante más complejo que elegir entre una cosa y su contraste, que moverse entre equivalencias o disparidades, y somos tanto un camino sin solución de continuidad como un cúmulo de fracturas y rupturas que nos van enseñando a reinventarnos cuando es preciso. Tan poderoso es dejarse llevar por el universo encantado de la irrealidad y los sueños, como ser muy conscientes de que, por cada sombra que se proyecta en un muro, hay un objeto opaco que la crea, a partir de una fuente de luz, o sin necesidad de que exista tal.

Foto: Lola Fernández

Lo que realmente importa es que, nos movamos entre sombras o a plena luz, nada ni nadie nos confunda, algo que no es infrecuente sentir cuando hay desorden y desconcierto. Por mucho que griten o se mienta, nunca hay que perder el equilibrio ni dejarse arrastrar por el ruido y la mentira. Ciertamente es más fácil no caer en el engaño cuanto mejor informados estemos, no dejándonos aplastar por el terrible peso de un punto de vista único, al tiempo que evitamos los vaivenes que sólo buscan marear la perdiz. Puede que nunca haya asistido a un panorama más desazonador que el actual, en donde se persigue a las víctimas y se protege al verdugo, acosando al inocente y dejando que el culpable campe a sus anchas. Es realmente inquietante y abrumador ver cómo se consigue engañar al personal y que se permita ser juez y parte con una pasmosa insolencia que lleva a sentir vergüenza ajena. Pero no por ello vamos a caer en la tentación de quedarnos con las cenizas o de movernos en las sombras, pues es en el fuego y en la luz donde encontraremos las raíces primigenias. Es eso de no mirar el dedo cuando te señalan la luna, porque hablamos de dimensiones bien diferenciadas y de realidades que nada tienen que ver entre sí. No puedo llegar a comprender cómo personas supuestamente inteligentes se dejan convencer, aunque cada cual que siga su camino, porque no somos un rebaño, sino seres individuales que, a veces, hacemos del cambio una salvación, y otras, nos perdemos con él irremediablemente.

638. Libertad personal

Foto: Lola Fernández

Por Lola Fernández.

Cuando se habla de grandes viajeros, solemos pensar en aquellos hombres y mujeres que vivieron la aventura de adentrarse en lugares desconocidos, o de muy difícil acceso, por lo que sus nombres quedaban con frecuencia asociados a dichos lugares; por citar a algunos, me quedo con Heródoto, Estrabón, o Marco Polo. Obviamente, aún no había nacido el turismo como tal, ligado al lucro comercial, que se suele relacionar con Thomas Cook, quien casi a mediados del siglo XIX fundó la que sería la primera agencia de viajes. Viajeros o turistas, he ahí lo que a día de hoy me parece un dilema absolutamente desfasado si nos atenemos a las circunstancias de la sociedad actual. Viajar, viajamos todos en estos tiempos, sea en grupos o más individualmente, en pareja, en familia o con amigos; quienes gustan de la disyuntiva entre viajero o turista, ponen el acento, principalmente, en la improvisación: pero si se viaja mucho, se sabe perfectamente que, si no se programa y se reserva, poco se podrá disfrutar, a no ser de paseos urbanos o rurales. Puede que hace años fuera posible viajar sin reservar, pero ahora hay que tener reserva para dormir, para comer, para ver un museo, para visitar un parque, y para cualquier cosa que pueda asociarse a un dejarse llevar sin más cuando se está fuera y lejos de casa. Puede ser estupendo no moverse según un plan establecido, pero la costumbre de acercarte hasta la oficina de información turística más cercana te permite, ni más ni menos, que conocer lo más importante del lugar, con los horarios y días de cierre; después podrás improvisar algo, pero de acuerdo a la información recibida si no se quiere tener indeseadas sorpresas, tan simples como ir a algún sitio y encontrarlo cerrado. Por supuesto que puedes convertir tu viaje en una aventura, pero esto es poco menos que como hablar de libertad: se podrá saborear siempre que una se mueva dentro de unas coordenadas dadas.

Foto: Lola Fernández

Si se piensa sobre el tema más en concreto y menos en abstracto, seguramente todos y todas seamos unas veces viajeros y otras turistas, y todo ello en el mismo viaje. Porque qué somos cuando nos preocupamos con antelación de conocer todo lo que se pueda sobre nuestro próximo destino, nos procuramos planos callejeros y formas de ir lugares cercanos en sus alrededores, nos perdemos por aquellos sitios preferentemente ocupados por los lugareños, probamos las gastronomías típicas, y no nos conformamos con conocer los sitios recomendados… Y qué cuando nos subimos a un bus que nos hará un recorrido panorámico con un guía que nos descubrirá un montón de cosas interesantes, cuando proyectamos viajes con bastante antelación dejando pagadas las entradas para monumentos o museos que serán de imposible acceso si no lo haces así, o que, todo lo más, será posible sólo si te colocas en colas kilométricas que te harán perder en ellas el tiempo que de la otra manera puedes dedicar al disfrute elegido. ¿Somos turistas si compramos imanes de los sitios a los que vamos, y viajeros si, por ejemplo, adquirimos un valioso papiro en un viaje organizado a Egipto? Sinceramente, creo, que todo lo más, somos tontísimos cuando perdemos nuestro tiempo en discusiones obsoletas que no conducen a ninguna parte; mejor guardar las energías para nuestros viajes, cada quien a donde quiera o pueda, o para quedarnos en casa sin más, que en eso descansa la libertad personal de hacer cada quien lo que le plazca y como desee, siempre que se respete y no se moleste a los demás.

637. Lo nuestro

Foto: Lola Fernández

Por Lola Fernández.

Siempre he pensado que hay que huir de lo localista, porque todo reduccionismo es empobrecedor, aunque me parece que ello es muy diferente al amor hacia lo nuestro, como distinto de lo demás y significativo. Si algo nuestro es relevante, está muy mal eliminarlo, porque desdibujamos nuestra identidad. Estoy pensando en las reformas radicales que se hacen en los pueblos y ciudades: es perfectamente adecuado mejorar y arreglar cosas que lo pedían a gritos; pero qué mal cuando nos cargamos algo de nuestra esencia desde hace siglos y años, por sólo imponer el sello de quien reforma; en Baza se ha hecho eso en ocasiones y quienes la amamos lo sabemos perfectamente, sin necesidad de mayores especificaciones. Creo que es imprescindible que quien trabaja por nuestra ciudad, la quiera; y no creo que importe mucho si has nacido aquí, aunque el cariño será más profundo si tus recuerdos vitales están ligados a sus rincones. Un extraño no puede entender la nostalgia por la estrellada balsa chica en la Alameda, por ejemplo; pero ay, cuando has jugado desde niña en sus alrededores, agachándote y pudiendo mirar los peces de colores mientras te mojabas las manos, siguiendo el perfil a pasitos y viendo en las aguas a ras del suelo el reflejo de la arboleda por el efecto espejo, cómo vas a entender su sustitución por lo que hoy ocupa su lugar: eso, que en cualquier lugar sería válido, es una aberración situada allí, porque no era necesario cambiar, siendo más que suficiente haberlo arreglado. Que no toda reforma es tirar lo viejo y levantar algo nuevo; mismamente me sirve fijarme en el Palacio de los Enríquez, pues a nadie se le ocurriría demolerlo para sustituirlo por un edificio moderno, por muy nuevo y aparente que quedara.

Foto: Lola Fernández

Si no amas Baza, lo mismo te da cambiar la apariencia de plazas y calles, dejándolas sin su espíritu, por llamarlo de alguna manera. Cuando una intervención urbanística está bien hecha, de inmediato incorporas la nueva imagen al resto; sin embargo, cuando se comete una tropelía innecesaria, aparte de sentirlo como una imperdonable provocación, no hay ni una sola ocasión en que no añores lo sustituido. Hay cambios estupendos, y los celebramos; pero también existen incoherencias efectuadas por gente que no creo que quiera mucho a Baza. Y después, hay igualmente falta de imaginación y no cuidar los detalles, que muchas veces son más necesarios que el conjunto total. De qué sirve poner jardineras, si no se cuidan, o macetas en las paredes de calles estrechas, si al poco tiempo están más muertas que la ilusión de quienes las puso por obligación más que por devoción. Para qué poner fuentes si siempre, o prácticamente siempre, estarán apagadas, olvidando que el agua es primordial para las experiencias sensoriales de relax. Una fuente cuidada es atractiva para los sentidos de la vista y el oído, como poco. A ver, sin salirme de la Alameda, y cambiando de la balsa chica a la balsa grande: ¿es tan imposible pensar en un poco de adorno vegetal, para que sea bella incluso apagada? No creo que fuera muy costoso o difícil colocar sobre el poyo perimetral una serie de maceteros, pegados con cemento para que no se los lleven, con plantas que prosperen fácilmente y nos alegren los ojos con flores de diferentes colores durante todo el año, mismamente geranios. Ocho o diez maceteros de piedra o barro serían más que suficientes para que, si te sientas en los bancos circundantes o paseas por el parque, disfrutes de una fuente bonita, y no la sosería e insulsez de ahora. Al final, me parece que no cuesta demasiado embellecer lo nuestro sin transformaciones que no nos permitan reconocerlo; basta con mucho cariño, que es como se debería trabajar por la prosperidad y el bienestar de nuestra ciudad, y un poquito de imaginación.

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