Por Lola Fernández Burgos
Aunque tenemos la certeza de que volverá, hay una cierta tristeza al saber que el otoño se nos va. Apenas llevamos un par de días fríos, pero es pensar que llega el invierno, con sus paisajes desnudos y helados, y ya parece que la temperatura desciende, que las horas de luz menguan, que la noche es más dura para nuestras plantas de exterior. Ya sabemos que somos complicados, que nos gusta sumar dificultades a las ya existentes, que siempre nos quejaremos, da igual si es por frío o por calor. Lo percibimos perfectamente, pero eso no quita para que caigamos en ello una y otra vez. Aunque una cosa es segura: el otoño se nos va, queramos o no, indiferente por completo a nuestros sentimientos, sensaciones y pensamientos. Los ciclos se repiten, estemos de acuerdo o no; es más, estemos o no, ya no de acuerdo, sino vivos y presentes. La vida sigue su curso, contraria pero complementaria a la muerte, y no nos queda otra que adaptarnos y procurarnos la mayor felicidad posible; que dicen que no son felices más que los más simples, pero bendita simplicidad la de sentirse feliz e ilusionado. También dicen que los momentos más maravillosos y satisfactorios, los vivimos sin ser conscientes de ello; por eso hay que estar muy despiertos y atentos, porque si los protagonizamos, qué duda cabe de que podemos darnos cuenta de que nos están ocurriendo. Así que despejemos los sentidos de tonterías, que nos quitan mucha energía y nos roban un tiempo precioso que nunca volverá, al contrario de lo que ocurre con el otoño, que el próximo septiembre regresará sin falta. Atentos y poniendo el acento en las cosas sencillas, que son las más asequibles y, al final, las que más bienestar nos suelen procurar.
Y con estas divagaciones de otoño postrero, me paseo por una Alameda que ya está casi vestida de invierno, y me siento feliz en ella, como siempre me ocurre. Aunque también es invariable el disgusto que me provoca encontrarme frente a las balsas. Con la pequeña tengo la sensación de que ya es casi imposible mejorar el entuerto que para mí es el cambio de altura y de estructura. Llevo en mis recuerdos de niña la estrella a ras del suelo, con el chorro en su centro, creando ondas y movimiento; aún puedo ver sus peces de colores y siento que era un lugar mágico para los más pequeños. Hoy es inaccesible para ellos, a no ser que sus padres los tomen en brazos, o vean la nueva fuente desde el paseo superior. Nada que ver, nada; y difícil de enmendar, a no ser que se vuelva a cambiar y se recupere su forma anterior, cosa que es tan improbable como que el otoño no nos deje en unos días… Sin embargo, sería tan fácil mejorar la balsa grande: bastarían unos cuantos maceteros de piedra situados estratégicamente sobre su borde, aprovechando las esquinas de su diseño. Maceteros que podrían fijarse con cemento para que no desaparecieran, y plantar en ellos yedra, geranios, culantrillo, etc…; plantas que agradezcan la cercanía del agua y que adornen con su verde perenne y sus flores de colores una fuente que ahora es fría y fea. Porque lo es, más allá de que su mecanismo funcione y dibuje juegos de agua tan bellos como antes; eso cuando ocasionalmente se pone en funcionamiento, que la verdad es que casi siempre lo encuentro apagado. ¿Cuesta tanto crear belleza allí donde brilla por su ausencia y es fácil y barato hacerlo? Tampoco es tan difícil mejorar lo que provoca esa sensación de desnudez y de que faltara algo… Ese es mi deseo para esta Navidad, que la espero venturosa para todos ustedes: unas plantas que lleven vida y alegría a una balsa que es tan nuestra y tan querida por todos los bastetanos. No sé si los Reyes Magos o Papá Noel me escucharán, pero desde ya les adelanto que he sido muy buena y es un deseo nada egoísta, sino para compartir.