Por Lola Fernández Burgos
Llegan las pateras a nuestras costas, ahora que se ha ido el peligroso invierno; llegan repletas de hombres, mujeres y niños, y a veces no alcanzan la costa y mueren sus ocupantes, o algunos de ellos, dejándonos un rastro de cadáveres, o perdiéndose para siempre en esa fosa común en que se ha convertido el Mediterráneo desde hace años. Llegan las pateras trayendo personas que huyen de sus infiernos particulares y creen que llegarán, ay, al paraíso en la tierra. Es de una tristeza infinita ver desde fuera lo iluso de sus sueños de salvación; pues la realidad, cruda, dura y asquerosa, es que si llegan, lo estarán haciendo a lugares por donde campa la misma perdición de la que pretenden escapar. Nadie está a salvo, en estos tiempos, de lo peor que los hombres se han dado a sí mismos, sin necesidad de un Dios rencoroso e iracundo que los expulse de edenes maravillosos. Aquí se está sin divinas manos que cuiden de que podamos soñar y trabajar para que nuestros sueños se hagan realidad. Donde caigas, estarás esclavo de tus circunstancias y de la situación que te haya tocado en suerte o en desgracia, y sólo nos resta estar satisfechos por no haber topado con un mundo peor, ese del que pretenden escapar quienes llenan las pateras que no van a ningún lugar. Llegan las pateras a nuestras costas, huyendo del infierno y sin saber que, si logran su propósito, estarán en la prolongación de ese infierno.
No, no hay paraíso que valga en el que puedan refugiarse quienes huyen de espantosas situaciones de la que todos, de tenerlas, querríamos escapar. Aquí se van a encontrar un mundo en el que por desgracia a las mujeres no se nos cuida y respeta, condenándonos a ser ciudadanas de segunda, pero ahora, además, con el agravante de ofrecer, sin que nadie lo remedie, permiso judicial para violarnos. Porque resulta que si una manada de energúmenos rodean a una chica joven, la meten en un portal, hacen con ella todo lo que les place a nivel sexual, la usan como a un objeto hasta que satisfacen sus instintos de bestias y la dejan tirada sin más miramientos, eso para los jueces no es violación, porque no hay, agárrense, intimidación que permita hablar de agresión. Eso, para jueces que me aparecen más animales que los de la manada de energúmenos violadores, es un simple abuso. Es más, es que la chica poco menos que ha de dar las gracias por haber sentido un placer inolvidable. Venga ya, eso es ni más ni menos que una invitación a que se ataque sexualmente a las mujeres sin tener que pagar por ello el castigo que por semejante delito corresponde. Me pregunto si tan repugnantes jueces dictarían la misma sentencia si la víctima fuera su hija o nieta. Aunque con esa catadura moral estoy casi segura de que no sería muy diferente. Si consideran que una violación en grupo es una fiesta, un jolgorio, un desenfreno juvenil, por qué no la iban a desear para los suyos, para las suyas mejor, que en esto ya se sabe que es a nosotras a las que nos toca padecer una repugnante y atrasada sociedad que ni cuida ni respeta a sus mujeres, que no se me ocurre ahora mayor ignominia; cuando somos el motor de la vida, del quehacer diario, de las familias, y de la misma supervivencia. Así que pobres personas que llenan las pateras que arriban a nuestras costas, si piensan que pisarán el paraíso en caso de conseguir su propósito. No me queda sino desear que al menos no se dejen la vida en el intento, pero para quienes sí se la dejan, mi pensamiento y un poco de silencio al contemplar esas aguas que más que camino al paraíso se convierten en una tumba para la eternidad.