Por Lola Fernández.
Llega Semana Santa, y se esperan 16 millones de desplazamientos, que se dice pronto, pero que es una auténtica barbaridad. Desde primeras horas del viernes de Dolores, las carreteras se llenan de vehículos que colapsan algunos tramos, y no sólo en las entradas a las ciudades, sino ya en las mismas salidas de ellas, con todos los carriles en ambos sentidos abarrotados. Una imagen que agobia si la has de contemplar, y cuyos efectos se multiplican ad infinitum si lo haces desde el interior de tu propio coche. No sé qué puede ocurrirnos, pero a la mínima oportunidad queremos escapar, ni se sabe de qué, hacia dónde y cómo. Lo más curioso es que unos nos vamos y otros vienen, por lo que las multitudes se multiplican por doquier, bastándonos estar fuera, porque lo que es solos no lo conseguiremos. Vayamos donde vayamos, estaremos rodeados de gente extraña que nunca antes vimos, y a la que seguramente no volveremos a ver jamás; es así, y ello nos hace vivir una
sensación de falso anonimato que nos lleva a creer que estamos desconectando, aunque sigamos absolutamente enchufados a lo mismo de siempre. Viajamos, pero nos llevamos a cuestas los problemas y preocupaciones, los desengaños e ilusiones, la mala salud nuestra de cada día, y hasta las plataformas que nos permitirán seguir viendo nuestra serie favorita, o terminar esa película que nos dejamos a medias para hacer las maletas.
No nos vamos ligeros de equipaje, desde luego, porque cada vez parece que necesitamos más imperiosamente sentirnos rodeados por lo que tenemos a mano cotidianamente, como si prescindir de ello nos fuera a quitar la vida, o al menos una parte importante de ella. No sé si estamos tontos, o es que lo somos y la necedad es ya parte esencial de nuestra vestimenta en términos abstractos. Semana Santa, y las procesiones llenan las calles, pero curiosamente ya se empiezan a hacer compatibles con los elementos de ocio no sacro, y no porque lo puedas vivir todo en su justo momento, sino porque se empieza a experimentar simultáneamente: puedes estar en tu terraza con tu bebida favorita y tu charla informal, y estar viendo pasar junto a ti una procesión seguida fervorosamente por los creyentes que la llevaban esperando todo un año, sin que haya ninguna falta de respeto por parte de ninguno de los eventos, el religioso y el profano. Somos así de ambivalentes, y es como si no hubiera un mañana y haya de vivirse todo a la vez, por si llegara el momento en que nos volvamos a sentir encerrados y sin poder salir sin miedo a la calle. Seguramente el confinamiento sea la causa última de estas conductas que realizamos con toda normalidad, pero que no dejan de ser raras. A todo esto, te detienes un momento en el escaparate de una confitería, y unas tradicionales monas de Pascua te traen la evocación de un tiempo pasado, allá por tu infancia, cuando todo iba mucho más despacio y cada elemento tenía un significado importante en sí mismo, no como decorado que te es un poco ajeno, sino como algo que te hacía feliz sin necesidad de mayores añadidos. Y con esos dulces recuerdas cómo se traían de la panadería, recién sacadas del horno, y se comían en familia como postre especial de un tiempo que nada tenía que ver con el de ahora, y relacionas las monas con las palmas blancas trenzadas primorosamente, sintiéndote niña otra vez, aunque sea por unos instantes detenidos en el tiempo que afuera gira vertiginosamente.