Por Lola Fernández.
Si los océanos inmensos no pueden abstraerse del vaivén de las mareas, entre la pleamar y la bajamar, cómo nosotros, insignificantes seres humanos en la grandiosa Naturaleza, vamos a poder quedar al margen de sus cambios, pobres ilusos que sueñan con dominarla, cuando basta un temblor en la tierra o un rugido de volcán para dar la justa medida de nuestra nimiedad. Llegó la primavera y acto seguido el cambio al horario de verano, algo que a la ciudadanía en general no nos gusta nada de nada, que en su momento ya se constató en una consulta a nivel europeo, voluntad general que los políticos siguen ignorando excusándose en que no saben si optar por el horario estival o el invernal. Leía ayer que es muy probable que en España se siga mortificando al personal con dos cambios horarios anuales hasta el 2026, los últimos domingos de marzo y de octubre; o sea, que importan muy poco las recomendaciones científicas y la voluntad popular, cuando del abuso de poder político hablamos, para variar. Sueño con una sociedad en la que nuestros dirigentes se guíen por los deseos de la mayoría, pero eso ya no ocurre ni cuando nos expresamos como votantes, porque hace mucho ya que no necesariamente gobierna la lista más votada, sino que todo queda al caprichoso azar de las sumas. Se transforma así la soberanía popular en una simple aritmética de partidos, a veces ni siquiera de la misma ideología, tal y como ocurre en, por ejemplo, Cataluña, donde gobiernan en coalición la derecha y la izquierda, por una sencilla cuestión de remisión a los deseos independentistas. La famosa frase que se le atribuye a Groucho Marx, estos son mis principios, pero si no le gustan tengo otros, viene aquí como anillo al dedo; lo penoso es que él era un actor y humorista, cuya genialidad se expresaba en pensamientos como ese, y lo de los encargados de la política es más bien de juzgado de guardia, por puros mentirosos.
Pero bueno, más allá de adelantos o atrasos de la hora, que es tanto como jugar a dioses con el tiempo, el cambio de estación llega imperturbable, para que sin apenas darnos cuenta vayamos adecuando al clima y la luz nuestras conductas. De repente despojamos de protección contra las heladas a nuestras plantas, recuperando así la belleza del jardín, y nos sorprendemos volviendo a abrir los toldos para que ese sol que tanto anhelamos en invierno, no nos agobie en la temprana primavera, que ya sabemos lo relativo que es todo si se encuadra en su adecuado contexto. Y al salir de paseo nos encontramos con hombres y mujeres que se calan sus sombreros de paja y se afanan quitando las malas hierbas, y removiendo la tierra, ya sea en sus jardines o en sus huertas. Hay una sabiduría ancestral que besa los surcos que el arado abre en la tierra, tanta como en llegar a comprender que, aunque a veces nos parezca una pena que para disfrutar los hermosos amaneceres tengamos que madrugar, siempre tendremos la belleza del atardecer cuando estamos bien despiertos. No es tan difícil quedarnos con lo que en verdad importa, eliminando lo superfluo, como quien desbroza el terreno y lo limpia de maleza; cuidando, eso sí, evitar al hacerlo cometer algún error insalvable que nos haga arrepentirnos de nuestra acción, pues todo hecho implica consecuencias, y lo mejor es que lo que hagamos no rebase los límites personales de la propia experiencia.