Por Lola Fernández.
Fantaseaba yo recién despierta, en ese lapso entre la tierra de los sueños y el mundo real, con una acción coordinada internacionalmente por los diferentes servicios de inteligencia (?) que resultaba en la desaparición de Putin y en un primer armisticio que al final se convertía en la firma del fin de todas las guerras a nivel mundial. Seguramente imbuida del espíritu de tantas películas y series de espionaje de todas las plataformas de streaming habidas y por haber, proseguía planeando un futuro para la industria bélica más acorde con el bienestar general. En estas que las noticias me informaron de que vienen unos días de un frío que pela, y con un leve estremecimiento me desperté definitivamente y vi que acabar con Putin, como que no. No sé si será porque soy una descreída o vaya usted a saber, pero se me antoja que no puede ser pecado, ni siquiera malo, desear que desaparezca un cruel asesino que causa la muerte y el sufrimiento a millones de personas inocentes. El caso es que, como mucho me temo que nadie moverá un dedo para ello, no estaría mal que, ahora que se han multiplicado los avistamientos de ovnis, el Pentágono hiciera algo para, al menos, montar al dirigente ruso en uno de ellos y poder así perderlo de vista en la faz de la Tierra por los siglos de los siglos. Porque lo de encerrarlo en una cápsula del tiempo, como que no lo veo muy factible, dado el tamaño; pienso, por ejemplo, en el ámbar, que conserva para nosotros flora y fauna de hace muchos millones de años, pero de unas dimensiones mucho más reducidas, que al tal Putin, aunque carezca de talla moral, no lo veo en una burbuja de aire dentro de tan bella resina fosilizada. Aparte, qué susto encontrarse algo semejante, no se lo deseo a las generaciones futuras, si es que tal individuo, vergüenza para la especie humana, permite que haya un futuro para la humanidad y no hace realidad sus dementes amenazas nucleares, de devenir tan incierto como motivo real de miedo. Mucho mejor que un Putin ambarino, uno en platillo volante surcando los espacios por toda la eternidad, sin posibilidad de hacer ninguna parada en cualquier cuerpo celeste del Universo.
A todo esto, recuerdo la inolvidable experiencia, por terrible, de encontrarme frente a un ser humano disecado y expuesto en un museo de Banyoles, Girona, hasta que, ya en el año 2000, fue enviado por el Gobierno a Botsuana para que recibiera sepultura por segunda vez, pues la primera fue desenterrado y disecado por naturalistas franceses para llevarlo a París. No crean que es algo raro, pues los zoos humanos eran moneda corriente en el siglo XIX, y en la misma Exposición Universal de 1898 en París había una selecta muestra de salvajes para ser observados por personas supuestamente civilizadas y refinadas. De ahí a disecarlos y exponerlos en museos naturalistas, apenas un paso en esto de la degradación humana. El caso es que yo me encontré sin aviso previo frente al conocido como el negrito de Bañolas, cuya negrura de piel se intensificaba a base de betún, allí expuesto en la entrada del museo, en un rincón de un oscuro patio, y de repente no sabía si era una pesadilla o estaba viviendo algo que no quería vivir de ninguna manera. Esa misma sensación la he tenido a veces en algún prestigioso museo con salas especialmente climatizadas para conservar momias, no en sus sarcófagos, sino en una demencial decoración en la que se las coloca como si estuvieran durmiendo al calor de ficticias hogueras, con sutiles iluminaciones por aquí y por allá para trasladarnos a supuestos escenarios salvajes. Y la verdad es que en semejantes ocasiones siempre he sentido que este mundo no está bien, que es un auténtico salvajismo en sí mismo; tanto que entonces le entran a una ganas de hacer autostop y ser recogida por uno de esos objetos volantes no identificados que tanto se avistan actualmente, ¡y que no se detenga el que se lleve a Putin, por Zeus, que era lo que me faltaba!