Por Lola Fernández.
Llegan las nubes empujadas por el viento, como se acerca el invierno a lomos del tiempo, ni lentamente ni con prisas, pero como una absoluta certeza. Llega la estación en que un año sucede a otro, para quedarse unos meses con nosotros, obligándonos a abrigarnos y usar calzado a prueba de fríos y lluvias; y lo hace con un regalo siempre esperado, con ilusión o con temor, depende de cada cual, pero sin dejar a nadie indiferente: la Navidad. El mismo uso de las mayúsculas nos indica que estamos ante algo especial, unas semanas cuya atracción o rechazo por nuestra parte depende, más que de ellas, de nosotros mismos y de nuestra etapa emocional; aparte de la edad, que es fundamental, puesto que todo lo navideño es totalmente diferente si somos adultos o estamos en la infancia. Hay que ver qué suerte tienen los niños y las niñas, que viven un mundo de magia y portentosa e inigualable imaginación, aunque lo peor es que no lo descubrirán hasta ser mayores, y será, por desgracia, por aquello de que nada se echa de menos hasta que no se tiene. La Navidad, con todos los elementos que hacen de ella un tiempo único y con un sentido tan difícil de explicar como los grandes conceptos, como el amor, o la ternura, por citar solo dos. Si nos pidieran enumerar esos elementos, estoy segura de que niños y mayores coincidiríamos. A ver, imaginemos una Navidad ideal: habría nieve, para vestirla de blanco; y villancicos, para poner la música; y ya con ese fondo y esa banda sonora empezaríamos a añadir cosas navideñas imprescindibles. Luces, dulces, regalos, vacaciones sin escuela, encuentros con los seres queridos, viajes, belenes, árboles bellamente adornados; detalles en el hogar que solamente están en él porque es época navideña, y que cuando esta acaba, vuelven a guardarse hasta el próximo año; toda la parafernalia asociada a Papá Noel y a los Reyes Magos, ya sean las cartas llenas de peticiones, ya sean las cabalgatas, o los mismos anuncios publicitarios, que regresan, ellos mismos, a casa por Navidad. Desde la programación televisiva y cinematográfica, hasta la lotería y sus décimos para soñar, todo en estos días estará diseñado para echarse a la calle, pasear abrigados y distraídos entre escaparates bellamente engalanados; escuchar y sentir los nervios de los más pequeños, los mismos que están inmersos en un mundo de fantasía, embriagados de alegría.
Por supuesto que hay otra dimensión junto a todo lo citado, como la tristeza ante la falta de las personas amadas que ya no están, la soledad de quien un día estuvo feliz y rodeado de familia y ya no, la pobreza que impide poder ofrecer ilusión y alegría, el rechazo de quien no gusta en absoluto de nada que tenga que ver con la realidad navideña, etcétera. Pero que haya cosas feas no impedirá jamás que brille la belleza cuando exista; puede que el viento traiga nubes no deseadas, pero, si se mira hacia arriba, no puede nadie sustraerse a la emoción de los cielos encapotados; aparte de que el mismo viento que trae las nubes, se las vuelve a llevar; como un año más se acabará antes de darnos cuenta otra Navidad, y se quedará con nosotros un poco más ese invierno que por duro que llegue a ser siempre desembocará en la primavera. Quién estuviera en la infancia para volver a vivir esta época con los ojos de un niño, aunque nos queda el compromiso de regalarle a los más pequeños la más bonita Navidad.