Por Lola Fernández.
Canta Santiago Auserón, en A cara o cruz, con su profundidad habitual: Nunca se puede saber lo que va a ocurrir mañana, salvo que al fin de semana sigue un lunes otra vez… y es así, para qué engañarse. Por eso se dice que el hombre propone y Dios dispone, como una asunción de que será lo que haya de ser, no lo que nosotros, pobres humanos, queramos. Somos individualidades pensantes que decidimos, que actuamos en el sentido de nuestras decisiones, que interactuamos con los demás; los demás, que a veces nos gustan, y otras nos disgustan. Por mucho reflexionar, en ocasiones la vida nos deja muy claro que es bastante elemental todo, por lo que lo más inteligente sea tal vez dejarnos llevar. Como se deja llevar la vida misma, a través del tiempo y de sus estaciones. Después del verano y antes del invierno, aquí está el otoño, entre equinoccio y solsticio; y es tan poético y hermoso como sus tan inestables colores. Todas las estaciones anuales son cambiantes, pero la otoñal es especialmente mudable, y sus variaciones se evidencian en colores y tonalidades diferentes, componiendo una sinfonía cromática que difícilmente nos deja indiferentes.
Y si los colores del otoño componen una muy cálida paleta, tal vez para compensarnos por la pérdida del verano y la certeza de que no muy lejos nos aguarda el frío invierno, qué decir de sus frutas y frutos. El campo y las huertas son especialmente atractivos; pero si no se puede una escapar a ellos, siempre quedan los mercados y sus puestos, ofreciéndonos los productos otoñales: las manzanas, las uvas, las granadas, los membrillos, los higos, las mandarinas, las calabazas, las berenjenas… Mmmmm, olores, colores, sabores, otra vez un festín para los sentidos; aunque durante todo el año, la naturaleza es generosa y nos propicia placer del mejor. Incluso es una oportunidad para olvidarnos por completo de los asuntos cotidianos, esos que nos hacen infelices, generalmente por motivos ajenos a nuestra propia existencia. Hay demasiados elementos de recreo como para perder demasiado tiempo en cosas que escapan a nuestro control y que distorsionan la armonía precisa para avanzar con bienestar. Es mucho más recomendable dar un paseo que oxigene nuestros pulmones y fortalezca los corazones, que asistir a la dinámica de desencuentro de quienes han de gobernarnos y hacer que nuestras vidas mejoren, con ese lenguaje sin diálogo, como no sea el de los besugos. Disfrutemos pues de los días, que uno tras otro dibujan la vida, esa que en un instante se acaba sin avisar; y hagámoslo de una manera sana y equilibrada, porque todo redunda en nuestra salud, física y mental; y ya sabemos a estas edades, que lo más esencial, sin lo que nada importa, es precisamente la salud. Tiempo de soltar lastres, de cambios y transformaciones, de no mirar atrás, ni siquiera adelante; tiempo de saborear que no hace el sofocante calor estival, y que aún no hemos de abrigarnos para no enfriarnos. Tiempo de entretiempo, como un puente, como una mano tendida, como un vínculo. Otoño, como un sendero sin dificultades, una estación suave que nos abraza y nos ahuyenta las penas; tiempo de estar al aire libre y de relacionarse. Una buena ocasión para la alegría, así que no se nos ocurra desperdiciarla: la vida que se pierde no regresa jamás, por mucho que después lo lamentemos.