Por Lola Fernández.
Salgo a pasear y disfruto con los primeros almendros en flor, porque el campo está ahora presto a llenarse de árboles floridos en bellos colores que engalanan las tierras. El almendro es siempre el mismo, pero sus flores se renuevan año tras año, dando vida y color a un tronco que no difería mucho del de un árbol muerto; y, sin embargo, está absolutamente lleno de vida, y después de las flores, se llenará de hojas verdes y frutos; primero allozas, después almendras. Y nada haría presagiar que volverá a quedarse como muerto, excepto porque tenemos la experiencia y sabemos de los ciclos, y de las diferentes fases según van pasando las estaciones. Adoro el campo y la montaña, como amo el mar, y siento que después del cierre perimetral por la pandemia, estoy deseando acercarme a la playa en cuanto pueda. Por pasear por sus orillas, y ensimismarme en la contemplación del oleaje y su espuma, llenándome los oídos con su música. Puede parecer casi nada, y es tanto…; pues gracias a esos deseos se tiene ilusión y se va una despojando del hastío que imperceptiblemente se sienta en nuestras mesas y se acuesta en nuestras camas, como un invitado al que nadie nunca abrió la puerta, pero que está ahí y tiene la desfachatez de darnos la mano y caminar junto a nosotros.
Y me pregunto si nuestras vidas no serán como las flores del almendro, bellas y únicas cada una de ellas, pero absolutamente sustituibles. No creo que las ramas diferencien unas de otras, ni sepan siquiera que esa flor nueva no es aquella del año pasado. Es más, no es que no lo sospechen, es que no les importa nada, porque se limitan a sostener su peso y a escuchar el zumbido de los insectos que liban el polen y el néctar de una en otra, sin percatarse de su identidad. Y más tarde se llenan de almendrucos que al madurar serán las almendras que los humanos recogen desde tiempos inmemoriales, para incorporarlas a la repostería y gastronomía en general. Y el árbol no distingue entre unos u otros frutos. Como les ocurre al mar y al océano, que son una sucesión de mareas que suben y bajas, y de oleajes con olas que rompen y desaparecen para dar paso a otras nuevas. Y me pongo a cuestionarme si nosotros y nuestras vidas no serán como el espacio entre la marea que sube y que baja; o como el recorrido de una ola desde que arranca, forma la cresta y rompe en espuma, sobre la arena de la orilla o sobre otras olas mar adentro. Igual los árboles y los mares son la historia y la vida; y las flores, hojas y frutos, como las olas individuales en el oleaje, son las historias y las vidas concretas y diferenciadas… Somos una insignificancia, una ola que sucede a otra, y a la que otra nueva sucederá. Nuestra huella es la espuma mientras blanquea, antes de desaparecer entre el vaivén de las aguas. Somos flores, preciosas y valiosas, por necesarias para que el ciclo continúe, pero absolutamente sustituibles. Con lo que, llegado a este punto de reflexión, me limito a pasear, sintiendo y disfrutando conscientemente de la belleza que la naturaleza pone ante nuestros sentidos, por si somos capaces de captarla y deleitarnos en y con ella. Y me digo que no hay que dar muchas vueltas al cerebro, tan sólo saber que en cuanto pueda, me iré sin falta al mar, para sentir su brisa y respirar el salitre del aire y de la arena. Si somos perecederos y nuestra existencia es un suspiro de tiempo, vivamos, que la vida va, y no espera.