Por Lola Fernández Burgos
Que los humanos somos repetitivos, es algo que tengo claro a estas alturas de mi edad, esa en la que por desgracia me queda menos por vivir que lo que llevo vivido. Pero no es menos repetitiva la Naturaleza, que para mí es el dios más auténtico y evidente, ahora que estamos en una época propicia para hablar de dioses y demás. Más de una vez he escrito en esta sección acerca de los ciclos de la vida, y entre ellos cómo no destacar cada fin de año e inicio de otro nuevo, señal indudable de que seguimos vivos, por mucho que el futuro empiece a menguar y el pasado a crecer. Tampoco esto es nada importante, pues al final hemos de asimilar que sólo existe el presente, y que no es una frase hecha, sino una verdad como un templo. El caso es que cada doce meses se nos acaba un año, y eso, que no deja de ser un invento humano para tratar de aprehender el tiempo, vana ilusión, nos conduce, al menos a mí, a todo un profundo análisis y a interminables y sesudas reflexiones. Siempre digo que ninguna excusa es mala si nos sirve para pensar y detener nuestras habituales prisas, esas que no se compaginan bien con saborear cada día de nuestra existencia. Así que cuando me pongo filosófica y me empiezo a cuestionar todo el sentido de despertar cada mañana, me dejo llevar por mis meditaciones, que segura estoy que no pueden ser negativas ni suponer una pérdida de tiempo. Porque a la postre, el tiempo es el auténtico protagonista de nuestras cavilaciones. Él, y saber de nuestra caducidad. Somos fugaces, absolutamente transitorios, como las hojas que el otoño hace caer de las ramas de los árboles caducifolios, y tener esa certeza es algo que va adquiriendo mayor importancia conforme vamos creciendo.
Y al acabar el año e iniciar otro, nos guste más o menos, siempre es Navidad. Así que por muy personal que sea nuestra celebración de estas fiestas, tenemos que pasarlas, sí o sí. Por supuesto que cabe viajar y aislarse, pero es muy difícil escapar de la Navidad, porque a pesar de las diferentes costumbres según los países, en todos ellos se celebra. De manera que con el tiempo, ya saben, el gran maestro, he aprendido a desechar lo negativo y enfatizar lo positivo. En este caso, más bien a quedarme con aquellas cosas navideñas que más me gustan, que también las hay, aunque sólo sea porque la infancia marca y los recuerdos navideños de cuando era niña no pueden ser más bonitos. Pero es que incluso puedo ir más allá de mis recuerdos… Así, adoro sentir en la cara el frío del invierno recién estrenado cuando paseo entre los puestos de mercadillos con regalos para estas fiestas, en las que la generosidad es importante. Si mientras lo hago suenan villancicos y brillan las luces que adornan las calles, los árboles, los escaparates, mejor que mejor. Y qué decir si de repente te llega el olor de las castañas o los boniatos asados, con esa castañera que parece salida de nuestros cuentos infantiles. No siempre es triste recordar a quienes ya no están y compartieron navidades con nosotros, porque podemos sentir la alegría que nos da el evocarles. Es bonita la ilusión de los pequeños y también la de los mayores; los nietos y los abuelos, sin olvidar a los padres y las madres, siempre haciendo malabarismos para preservar esa ilusión por mucho tiempo, cuanto más mejor. Después ya llegará la vida para robarnos ilusiones y alegrías, pero mientras es Navidad todo parece posible, y haremos bien dejándonos atrapar por su magia, que sin duda la tiene.