500. Cosa de viejos

Por Lola Fernández.

Siempre que reflexiono sobre nuestro modo de vivir en sociedad, me embarga una terrible desazón al no entender cómo hemos podido llegar a unas cotas tan altas de insatisfacción interpersonal. Se supone que si un día optamos por el grupo, sería para vivir mejor que en soledad. Y sin embargo, ¡cuánta soledad hay en esta nuestra sociedad actual! Es sumamente desalentador comprobar que no tenemos en cuenta que hay cosas que son para todos y todas sin excepción. Así, con un poco de suerte, si no nos morimos antes de tiempo, llegaremos inevitablemente a ser viejos, o ancianos, o mayores, o como queramos llamarlo; pero, en definitiva, alcanzaremos esa edad en que hay menos futuro que pasado, y en que nos gustaría hacer todas las muchas cosas que fuimos dejando para después, y que, o se hacen ya, o nunca se podrán realizar. Y si todos vamos a llegar a ser mayores, cómo es posible que no protejamos todo lo relacionado con ello… Por ejemplo, el tema de las residencias, de los geriátricos, ¿no debería ser un aspecto social cuidado al máximo, para que si, como es previsible, acabamos nuestra vida en ellos, sea en condiciones ideales de bienestar? Hace ya mucho tiempo que para los mayores, con o sin hijos, no hay mucha diferencia a la hora de terminar sus días lejos del hogar, entre los límites de una residencia geriátrica; y dado que es un horizonte común, nada tiene de raro que fuera un tema absolutamente resuelto socialmente. Pero ¡ay, qué lejos de la realidad!

En este último semestre, azotado por la pandemia, los datos, fríos y crueles a la vez, nos dicen que casi el 65% de los fallecidos a causa del coronavirus en España, son personas mayores. Se dice pronto, pero más de 20.000 muertos han sido mayores residentes en geriátricos; o sea, ni más ni menos que dos tercios del total de los fallecimientos. Escalofriante. Si a ello le unimos las cada vez más frecuentes evidencias de malos tratos a las personas que viven en las residencias de mayores, la verdad es que una siente vergüenza ajena por la falta de categoría humana que nos rodea. Es verdaderamente indignante comprobar lo poco que se hace para que los últimos años de las personas que lo han dado prácticamente todo por los demás sean de alegría. Es para ponerse a llorar ver el (mal)trato que reciben quienes fueron los salvadores de sus familias en la anterior crisis económica del 2007. Qué pena saber que los hemos dejado tan solos y tan abandonados, no quisiera verme en su lugar: encerrados, sin poder ver a los suyos, muriéndose sin que nadie haya movido un dedo, como no sea para acusar a otro y echar balones fuera. Me avergüenza pertenecer a esta sociedad tan inhumana. Como me avergüenzan quienes sólo piensan en saltarse las normas anticontagio del coronavirus, porque piensan que con ellos no va esta historia, que esto es cosa de viejos. Sólo deseo que, si ellos llegan algún día a serlo, reciban por parte de su prójimo, un mejor trato, porque si no, pobres, qué mal final les espera.