498. El dictado de las urnas funerarias

Por Lola Fernández Burgos. 

Abro el documento en blanco y pienso que me encantaría por un momento poder tener también la mente en blanco; eso que se llama poner los contadores a cero, y empezar de nuevo, sin que existiera esta pandemia tan cansina, sin tener que leer y hablar siempre de lo mismo. Es lógico que ahora toque esto, el coronavirus y todo lo relacionado, pero les juro que estoy muy cansada de reflexionar sobre lo mismo una y otra vez, o uno y otro artículo. Aunque me pregunto, al mismo tiempo, de qué podría escribir sin sentir que estoy haciendo algo que no está bien. En una época como esta, de duelo real para tantas y tantas familias de todo el país, se hace difícil hasta escuchar música sin sentirse agobiada. Imposible incluso concentrarse y leer, porque las experiencias vividas son muy fuertes. Cómo olvidar por un segundo que hay tantos mayores solos en sus casas, o en una residencia, y que a su miedo de contagiarse habrán de añadir el terror de que tal vez no los quieran aceptar en los hospitales, amparándose para ello en ese asqueroso concepto de techo terapéutico, que de modo explícito o implícito se ha desarrollado, y, mucho peor, ejecutado en estos meses de epidemia y muerte. Una sociedad que no cuida a sus mayores, para mí es indigna y no se merece el más mínimo respeto. Sólo pensar en los abuelos y abuelas, solos en sus casas, o solos en una residencia, y ya es motivo más que suficiente para sentirse mal y avergonzada de la especie humana, que se atreve a llamarse superior, y no deja de demostrar una y otra vez que puede ser capaz de lo peor entre todo lo malo de las peores bestias.

Me es imposible entender que mientras el personal sanitario lleva meses jugándose la vida por salvar a los infectados, hay gentuza que se salta todas las normas para evitar el contagio y se atreven a hablar de libertad de expresión en sus vergonzosos teatros baratos de falso patriotismo y demás patrañas de gente que no se merece el más mínimo respeto haciendo lo que hacen, y que ensucian palabras como libertad cuando las pronuncian. No se puede ser más indigno y más desvergonzado, y ello yendo mucho más allá de diferencias ideológicas. Hay cosas y momentos en los que la ideología y la afinidad políticas devienen insignificantes, carecen de la mínima importancia ante lo realmente importante. Si de verdad somos seres inteligentes, la supervivencia y la unión de especie frente al peligro de extinción están muy por encima de cualquier consideración que nos separe. Así que me parece increíble que hasta para prorrogar un estado de alarma, que es lo que ha frenado la suma incesante de muertos, haya que luchar denodadamente para conseguir un consenso, con un forcejeo entre oferta y demanda de exigencias que no vienen a cuento. Habría que darse una unanimidad sin fisuras entre los reprentantes de la ciudadanía, cuando se trata de evitarle a esta los peores efectos de una pandemia nefasta. Porque si estos son momentos para dar la talla, qué pocos la están dando. Qué pena más grande ver que se utilizan, una vez más, los muertos para politiquear y tratar de conseguir fuera de las urnas lo que en ellas se decidió. Hay partidos que boicotean cualquier acción de gobierno, tratando de imponer el dictado de otras urnas, las funerarias. Y lo hacen sin el mínimo rubor; claro que para sentir vergüenza, hay que tenerla, y nada más lejos.