Por Lola Fernández Burgos.
Con la hierba muy alta y mares de amapolas bañando de rojo su verdor, así he iniciado mi primer paseo permitido en tiempos de confinamiento. Me gusta andar, y suelo hacerlo por la ruta de Fuentezuelas, que es un circuito sencillo y que no se tarda en hacer más de una hora. La vez anterior, y sin tener ni idea de que pasarían semanas hasta poder repetir, fue a primeros de marzo, que aún era invierno. Así que, a pesar de ciertos temores, me decido y vuelvo a andar en contacto con la naturaleza. A la sorpresa por encontrar la hierba tan alta, he de añadir la de ver bastante más gente que antes, que a veces completaba la ruta cruzándome sólo con unas pocas personas, muy pocas y espaciadas. Ahora hay mucha gente, y he de ir sorteándola para guardar la preceptiva distancia social, porque nadie se aparta, y si no lo hace una, se te echan encima. A los muchos que van andando, o corriendo, o en bici, hay que añadir grupos de menores fuera de horario y saltándose todas las obligaciones en tiempo de cuarentena. Bueno, siempre me digo que ya hay policía para vigilar el cumplimiento de las normas, y padres que sean responsables. Pero es descorazonador ver tanta ignorancia, porque aquí y ahora todos dependemos de todos en esta lucha contra el coronavirus. En fin, me digo, será cosa de que pase la novedad y no se salga a andar o a hacer deporte como quien sube a la feria.
Por encima de esta preocupación, mi paseo fue muy bonito. Primero, porque hacía mucho tiempo que lo anhelaba; y después, porque lo que dejé en invierno, aunque fuera postrero ya, ahora está en primavera, y en unos campos a los que no se ha podido ir, se nota bastante. Aparte, como ya es mayo, las flores están exuberantes y por doquier, silvestres y llenas de colorido. Incluso las matas de las orillas del camino, al no pasar apenas coches, cuyas ruedas las pisan, parecen poco menos que selváticas y prestas a seguir avanzando más allá de los confines de tales orillas. Los almendros, que dejé floridos, los encuentro cuajados de allozas. Los cerezos ya tienen racimos verdes. Los granados, que, en su desnudez, no se sabía qué árboles eran, ya lucen los primeros capullos de flores, alargados y rojos entre el brillo de las hojas. La higuera, que era un abanico abierto de varas verdes, ahora está cubierta de esas hojas que llenan el aire de un olor que hasta el perfume más delicado envidiaría. Y los olivos, antes llenos de aceitunas que iban cayendo sin ser recogidas, ya empiezan a lucir sus primeras flores. La naturaleza y su metamorfosis, que, si no la vas viendo día a día, es aún más sorprendente que de costumbre.
Otra cosa que me ha llamado mucho la atención es el silencio de los perros. Los mismos que antes de repente se ponían a ladrar sin saber ni ellos mismos por qué, en una competición de finca en finca por ver cuál era más pesado e insistente, ahora estaban callados y sin perder detalle. Algunos jugaban contentos entre sí, ignorando el trasiego de viandantes. Y otros, sentados y atentos, mostraban en sus ojos sorpresa, y tal vez emoción o agradecimiento por vernos, después de mucho tiempo sin hacerlo. Porque ellos no saben de actualidad y noticias, y debe de haberles parecido extraño que de repente dejáramos de pasar, personas y coches, ante sus aburridas miradas. Seguramente sintieron nostalgia de los paseantes, así que no sé qué pensarían al ver de pronto más bullicio humano que nunca, pero no ladraban. Y los pájaros, ay los pájaros, a ellos les pasa lo contrario, creo, porque nunca estuvieron más a gusto y tranquilos por los suelos, y de nuevo han tenido que huir a las alturas. Su extrañeza y la de los perros, así como la mía, por todo un poco, hay que añadirlas al resto de rarezas percibidas en este mi primer paseo en tiempo de confinamiento.