Por Lola Fernández Burgos.
Se me viene a la cabeza esta última navidad, cuando se hace balance de lo vivido el año transcurrido y se propone una vivir el siguiente con todas las ganas y deseando nos sea propicio. 2020, y era como una puerta abierta a una vida nueva llena de promesas. Era el inicio de una década y todo parecía como un lienzo o un folio en blanco, prestos para crear algo nuevo. Y nuevo es, desde luego, lo vivido hasta hoy, en este año que parece que ha detenido el tiempo en el peor momento, para impedirnos avanzar. Nadie hubiera podido imaginar este presente, y nadie estaba preparado para vivirlo sin sentir que es algo irreal y como un mal sueño, del que da igual despertar, porque de cualquier forma sigue, y nosotros dentro de él, y sin poder escapar. No, no era posible imaginar algo que no habíamos vivido jamás. Pero aquí estamos, inmersos en esta nueva realidad de encierro y miedo, que para nada es una guerra, pero que es una batalla día sí y al otro también. No hay armas ni explosiones, ni bandos ni trincheras, pero hay un enemigo invisible que mata día a día, y que al sembrar el terror nos ha obligado a encerrarnos en casa, huyendo de algo tan terrible como es esta muerte que nunca se sintió tan cercana. Cada día nos hablan de cifras de muertos, y la tragedia es de tales dimensiones, que si nos dicen que un día sólo mueren 300 personas, por poner una cifra que nos parece más esperanzadora, respiramos aliviados porque parece que la pandemia va a menos. Y una recuerda los escalofriantes atentados de Atocha, aquel horrible 11M, y sus 193 víctimas mortales y sus casi dos mil heridos adquieren otra dimensión ante las estadísticas que nos golpean a diario desde hace dos meses. Es verdad que todo es relativo, que lo que un día es muchísimo, al siguiente es un apenas, y eso nos lo enseña la vida, queramos o no aprenderlo. A los humanos no nos gusta mucho que se hable de la muerte, seguramente por ser los únicos seres vivos que sabemos que vamos a morir, y creo que ninguno de nosotros hemos olvidado esa primera vez en que fuimos conscientes de ello, y nuestros mayores no pudieron negarnos tal evidencia. Creo que saber que somos mortales es la primera gran verdad de nuestra infancia, y no es una mera decepción como pueda ser descubrir quiénes son realmente los Reyes Magos; esto es algo mucho más serio, y nunca se vuelve a ser el niño o la niña de antes de conocerlo. Pero aunque no nos guste, ahora es lo que hay, y es imposible evadirnos, pues de ello depende que finalmente se acabe el obligatorio confinamiento.
Hoy domingo es la primera vez que los pequeños pueden salir a la calle, los menores de 14 años, hasta un número de tres, acompañados de un adulto. Por un tiempo máximo de una hora y guardando la distancia social, de metro y medio a dos, aparte de sin ir a los parques infantiles y sin juntarse con los amigos. La consigna es clara e impuesta por la necesidad de no volver para atrás en esta lucha continua contra el coronavirus, pero no me negarán que parece salida de un cuento de miedo. Y sin embargo, esa hora de libertad al día es un motivo de alegría y alborozo; como lo será cuando se nos permita a los mayores de 14 salir para hacer deporte individual o pasear con quienes convivimos, con la misma obligatoria distancia social y durante una hora igualmente. Creo que hasta que no haya una vacuna, y para contar con ella se necesita tiempo, nada será como antes de esta asfixiante epidemia. Por mucho que lo deseemos, esa distancia marcará la diferencia y nos mantendrá inmersos en esta realidad que a veces parece de ciencia ficción. Nadie imaginó jamás que el año 2020 sería de encierro general en casa; de comercios cerrados, con escasas excepciones; de mascarillas, guantes y geles desinfectantes; de salir sólo para lo imprescindible, que a la postre es para ir a la farmacia, al súper o al banco, amén de para tirar la basura, y pare usted de contar. Quién hubiera adivinado que nos pasaríamos meses sin ver a nuestros padres y demás familia si no es por videollamadas; o que de poderlo hacer en vivo y en directo, no podríamos besarles o darles ese fuerte abrazo que tanto necesitan y necesitamos. No, nadie imaginó un año 2020 como el que estamos viviendo, si es que esto es realmente vivir, y no sólo un sinvivir.