Por Lola Fernández Burgos.
Conforme he ido creciendo y entendiendo algo mejor esto del vivir, he tenido numerosas ocasiones para descubrir que el ser humano es capaz de lo mejor, y de lo peor también, generalmente por parte de gente diferente, pero sin que ello excluya que una misma persona pueda ser ángel o demonio según el momento y la ocasión. Es en momentos difíciles donde se da de sí lo bueno y lo malo, que seguramente todos llevemos dentro, salga o no al exterior. Y para momentos difíciles, estos que estamos viviendo ahora mismo, a causa de la lucha contra el coronavirus, con una semana ya de confinamiento en casa, y con la obligación de otras tres más, en principio. Así que es la oportunidad de observar las conductas humanas en un punto de estrés y angustia, que obviamente se convierten en unas pésimas coordenadas para sentirnos bien, pero que al mismo tiempo son las causas de la excelencia humana en muchas más ocasiones, lo cual es un alivio.
De lo bueno que tenemos y expresamos hay tantos ejemplos, que es emotivo. En lo más alto de la escala, quienes se juegan la vida por los demás en esta lucha contra este virus letal: personal sanitario, fuerzas de seguridad, quienes permanecen en sus puestos de trabajo para ofrecer la satisfacción de nuestras necesidades básicas (farmacias, supermercados, negocios y empresas obligados a permanecer activos para que se pueda tirar para adelante, etc.), y todo el personal que está ahí posibilitando que esto no se convierta en un caos sin salida. Puede ser que sea su obligación, pero son auténticos héroes, unas veces más reconocidos, y otras injustamente atacados. Y la ciudadanía, en general y salvando las inevitables excepciones que siempre se darán, somos conscientes de ello y nos sentimos agradecidos de corazón, tal y como se expresa en esos aplausos anónimos desde los balcones y ventanas, cada día a las 8 de la tarde. Y desde lo más alto, a lo más bajo: esa gente irresponsable que no duda en saltarse sin motivo el confinamiento en casa, olvidando, parece ser, que pueden infectarse y/o infectar. Con unos ejemplos que son para escribir tratados de la imbecilidad humana: bares clandestinos, sacar a pasear a peluches, o aprovechar que se tiene una mascota real que pasear para hacerlo varios familiares sucesivamente, echarse a las carreteras para acudir a las segundas residencias como si estuviéramos en vacaciones, etcétera. Y en ese etcétera, todo el despropósito imaginable. A ello hay que añadir el desconocimiento de mucha gente, que no entiende una muy bien cómo es que a estas alturas aún no se han enterado de que las zonas comunes de las viviendas vecinales son auténticos focos de infección, pero que ahí están jugando en los portales, o de reuniones en las azoteas comunes, y demás conductas de riesgo, con una tranquilidad pasmosa. En fin, confiemos en que esos riesgos no tengan consecuencias, porque es muy triste ver cómo hay quien se arriesga y hace que sus mismos hijos se arriesguen.
Por ahí escuché algo muy razonable: no se puede estar aplaudiendo a la gente que está haciendo las cosas más difíciles, y a la vez dejar de hacer lo más fácil, que es sencillamente quedarnos en casa y lavarnos las manos. Cierto es que se puede convertir en un gran sacrificio eso de no salir a la calle y pasar horas mirando los cielos, si se tiene la oportunidad de ello, pero concederán ustedes que hay sacrificios mucho más complicados, incluso mortales. Y sí, sé muy bien que no es momento de alarmismo, de bulos, de morbos, es verdad. Pero tampoco lo es de ignorar una realidad que por mucho que no nos guste es terrible. Esto es una lucha contra la muerte en cifras masivas que verdaderamente asustan, al menos como para ser conscientes y responsables. Si no somos ángeles, por lo menos no nos convirtamos en demonios, aunque sólo sea para no perjudicar a quienes son buenos y se están jugando sus vidas por proteger las nuestras.