Por Lola Fernández Burgos
En esto de los deterioros, del desgaste y del estropearse algo, se empieza por los simples desperfectos, y, si no se ataja, se acaba con la destrucción total. Podemos pensar en múltiples aspectos de la vida: de las macro y de las microeconomías; de las relaciones, sociales o personales; de los diferentes sectores que hacen que un país avance, etc. Más allá de lo personal, aunque incluyéndolo, hay una crisis generalizada. Crisis de principios. Crisis de valores. Crisis de cualquier aspecto en que quepa una crisis. Cuando todo va a peor, con independencia de los pasos encaminados a que mejore, sólo podemos constatar el estropicio. Se rompe todo, aunque uno no quiera, cuando no depende de ese uno. Y son tan pocas las ocasiones en que se puede decidir y controlar el curso de la vida, que no es difícil entender que vivamos una época en que la depresión hace acto de presencia, aunque no se la llame. Es un problema del que apenas se habla, pero la tristeza y la desesperanza se agarran imperceptiblemente a los seres humanos que se sienten desvalidos, y se cobran demasiadas víctimas. Es una desgracia que la alegría sea mucho menos frecuente y más ocasional que las penas nuestras de cada día. Pero de estas cosas no se hablan en los noticiarios, demasiado enfrascados con las campañas electorales permanentes, pues tal es el sino de los tiempos actuales. Se nos tiene entretenidos y a ver si cuela, que ya se sabe que pensar y tratar de ser alguien más esencial que un borrego al uso, eso está muy mal visto.
Deterioros, pueblos que se van despoblando, economías rurales que se van abandonando, y que desaparecerán si no se ponen medios para evitarlo, como van despareciendo los gorriones y las pequeñas aves de nuestras ciudades, como cada vez se ven menos abejas con su modélico sistema de trabajo y su imprescindible contribución a la polinización. Si un sabio como Einstein ya nos avisó de que será un desastre global la extinción de las abejas, no me quiero ni imaginar el futuro de este mundo deteriorado y en crisis. No escuchamos a los que nos avisan de los peligros, y no nos damos cuenta de que llegará un momento en que ya sea tarde. Por poner un ejemplo que contribuye al abandono creciente de campos y pueblos, la crisis del sector olivarero, de los más cruciales en España a nivel medioambiental, económico y social. Es evidente que entramos en la Europa comunitaria para sentir que nos arropa y cuida en las dificultades, pero es aún más evidente que Europa está en una situación aún más crítica. Para nada ayuda, para nada impide que los grandes inversores pasen de cumplir la ley de la oferta y la demanda, provocando una especulación que conlleva una bajada del precio del aceite insoportable para los trabajadores del sector. Es fácil colegir que si se pierde dinero con lo que se hace, uno va a dejar de hacerlo. Es imposible que nuestros olivareros aguanten que dichos grandes inversores compren en las almazaras para simplemente bajar artificialmente el precio del aceite. O que nuestra compañera europea Italia compre el aceite español a menos de dos euros el litro y lo venda como suyo a seis. Eso acaba con cualquier economía, sin necesidad de entender demasiado de sus parámetros; y no les digo nada si a ello se le suma el tema de los aranceles que la América de Trump quiere aplicar a nuestros productos, incluido el aceite de oliva. Es que si resulta más caro recoger la aceituna que empieza a colmar las ramas de nuestros olivos, es fácil que se acabe por no recogerla, y a otra cosa, mariposa. Ante esto, no se ve que España o Europa haga nada, a no ser aparentar que hacen algo, que en eso ya son maestras. Mientras, el deterioro avanza, y como no se le ponga remedio, pronto estaremos en un estado de ruina y de siniestro total, todo ello en un marco terrible de pueblos que empiezan a quedarse vacíos, en una España ayuna de principios, valores, metas y objetivos, de algo tan grande como es el bienestar general.