Por Lola Fernández Burgos
Todo lo bueno se acaba, y con el verano no iba a ser diferente, pero como le sucede una estación tan bella y colorida como el otoño, pues nada de tristezas o melancolías, que tenemos aún todo un trimestre para completar el año, y ese es un signo inequívoco de que estamos vivitos y coleando. Por lo pronto, los más evidentes cambios vienen asociados a la climatología: adiós a los infernales calores de la canícula, y hola a las prendas de vestir más propias de la época, si no queremos cogernos un buen resfriado, que estamos en días propicios y hay que tener mucho cuidado. Mi madre dice que ahora, y en primavera, en los cambios de estación del calor al frío y viceversa, le parece estar en carnaval, porque cada quién va a su manera, la más acorde a la temperatura propia: y así vemos a quienes aún siguen luciendo el moreno de las pieles, y quienes ya se enfundan un jersey sin más contemplaciones y sin pasar por las socorridas rebecas de transición. Personalmente adoro estos primeros momentos de mudanza, porque son suaves y en positivo, y más aún sin que los humanos lo estropeen con sus cambios horarios. La naturaleza es sabia, y sus ciclos son progresivos y sin saltos, para que nos podamos adaptar. Así pues, termina el verano y, con él, los viajes de recreo, y los baños en la playa, y las largas noches contemplando las estrellas. Mas sin desaliento cogemos el almanaque y estudiamos cuidadosamente la ubicación de los puentes y festivos, por si nos es posible perdernos lejos de nuevo; y nos vamos en cuanto podemos a las orillas del mar, escudriñando el paso de las aves que aún migran; y nos enamoramos una vez más del cielo que desde arriba nos protege y al que seguiremos observando sin desmayo, entre equinoccios y solsticios…, que a estas alturas sabemos bien que la vida va, y nos agarramos a su cola, como si de una cometa se tratara, o nos quedamos a un margen, perdiéndonos todo un mundo de emociones sin fin.
Y de repente me veo de nuevo caminando las calles de mi ciudad, que durante el verano la encontré bastante sucia y descuidada, incluso a veces oliendo mal. Y descubro que empieza a ser atendida otra vez, que está mucho más limpia, que los malos olores se han ido esfumando. Y encontrarme con una simple glorieta adornada, por primera vez, con flores y palmeras me alegra el día y me hace pensar en lo importante que es, en todo, pero ahora me refiero al tema del urbanismo y del mobiliario urbano, el prevenir antes que el curar. Estoy plenamente convencida de que para que Baza luzca bella y sin maltrato —sucias pintadas, bancos rotos, cacas de perro, basura por cualquier parte menos en papeleras y contenedores, asfalto abandonado, aceras destrozadas, y un etcétera en el que quepa todo el vandalismo imaginable contra los elementos que adornan y embellecen una ciudad, plantas ornamentales y arboleda incluidas—, lo primero y principal es saber transmitir el amor hacia lo nuestro. Porque si no somos capaces de cuidar y mimar lo que nos pertenece, pues como que apaga y vámonos. Y para eso es esencial hacer partícipe a todos y todas, niños, jóvenes y adultos, de la idea de que Baza es nuestra, y de que si la agredimos, nos estamos autoagrediendo. Si se destroza un banco del parque, no podremos utilizarlo contra nuestro cansancio. Si impedimos que crezcan las flores, no nos alegrarán con sus olores y colores. Si no se arreglan los baches de las calles, son nuestros coches los que sufrirán las consecuencias. Si se dejan rotas las aceras, son nuestros hijos o nuestros padres, o nosotros mismos los que podemos caernos y lesionarnos. Y así puedo escribir sin parar por un buen rato, pero a buen entendedor con pocas palabras basta… Si sólo amáramos Baza como se merece, y enseñáramos a amarla a nuestra infancia y juventud, cómo lo notaría ella y cómo repercutiría en el bienestar general. No tengo la menor duda, y nunca perderé la ilusión de que el amor a lo nuestro sea alguna vez igualmente general.