Por Lola Fernández.
Quienes la hemos pasado, sabemos que la adolescencia es una etapa vital muy difícil, porque a los cambios hormonales y físicos se une el nada insignificante hecho de que se está saliendo de la infancia y hay que empezar a comportarse como un adulto. Para los padres también es complicado sentir que sus hijos dejan de ser niños y empiezan a relacionarse más con su grupo de compañeros que con la familia. El profesorado conoce asimismo dichas dificultades, pues, tanto en el ámbito familiar como en el escolar, ser adolescente es algo sumamente complejo, y estoy hablando de una época en la que no existían ni móviles, ni tablets, ni Internet. Hay unas edades en que, ciertamente, el área de influencia recae en los otros, los de tu edad, no ya en tus padres o educadores; y se trata de una fase que hay que vivir, apetezca hacerlo o no, y de la que en ocasiones no se sale indemne. Toda transición implica revolución, porque es un paso en el que hay un cambio, una transformación, con lo que ello conlleva de ruptura de viejos lazos y construcción de nuevos puentes. Pero es que actualmente hay un añadido sumamente importante, por su ascendiente e influjo en todos, y muy especialmente en personas que se están formando y que no son niños ya, ni jóvenes todavía, y me estoy refiriendo a las redes sociales y a las relaciones que mantienen los adolescentes con ese mundo. Bueno, eso sin entrar en que ya desde bebés se accede al mundo de las pantallas, olvidando muchas veces los padres lo peligroso del tema, e ignorando todo lo que por ellas puede entrar en la vida de sus hijos.

Estoy hablando de este tema a propósito de una serie de Netflix, Adolescencia, que está suscitando mucho debate, y aviso desde ya que hay spoilers, para quien no la haya visto y desee hacerlo. En cuatro episodios rodados con plano secuencia, sin cortes, se nos presenta la historia de un adolescente que, con 13 años, asesina a una compañera de clase; y cómo se derrumba el mundo de una familia, que sufre el castigo social por el crimen de su hijo, al tiempo que se pregunta si tiene alguna culpa en la conducta del crío. En la miniserie, interpretada magistralmente, se esboza la influencia de las redes sociales en la latente misoginia y machismo del protagonista. Se habla del influjo de grupos como los Incels, y de cómo la ultraderecha y sus postulados antifeministas van tejiendo en niños sin formación ni madurez suficiente un entramado de odio hacia las mujeres, que en cierto modo justifica el rechazo, el maltrato y, en última instancia, el mismo asesinato. Después, cada cual que saque sus propias conclusiones y opine como guste de acuerdo a sus valores y percepciones sobre este tema, cuyo guion arranca de un asesinato cometido por un menor, sin mayores paralelismos. Sólo añadiría que inocular el odio no hace que un adolescente sea un asesino, para ello se necesitan unos genes y una personalidad para los que ese odio será un detonante. Pero más allá, o más acá del crimen, está el machismo y el odio hacia las mujeres en general: compañeras, madres, profesoras, mujeres maltratadas, y mujeres asesinadas día tras día. Los niños son esponjas y ven cómo hay quienes ni siquiera quieren guardar un respetuoso minuto de silencio por las víctimas de la violencia machista. Los niños aprenden y se acostumbran, y cuando desde siempre obtienen lo que desean por parte de los padres, van a crear muy serios y graves problemas cuando un día no se les dé lo que quieren. Los niños son niños, es verdad, pero, a pesar de que sus padres no puedan creérselo, y a pesar de su aspecto muchas veces angelical, un día sacan al monstruo que a veces esconden sin saberlo ni ellos mismos. Es entonces cuando la sociedad se estremece y se hace preguntas; preguntas que, por supuesto, que tienen respuesta, con sólo ser capaces de mirar de frente los problemas y aceptar la verdad, porque para las mentiras siempre hay demasiado tiempo. Los niños, un día abandonan el abrazo de sus padres y entran de lleno en el universo de los mayores, pero no sin antes atravesar la complicada adolescencia.