649. Día de lluvia

Por Lola Fernández. 

Me siento a escribir el artículo y está lloviendo, qué gran regalo, me digo, mientras recuerdo otros tiempos en que el hecho de llover me estropeaba el día; es obvio que las circunstancias mediatizan nuestras actitudes hacia algo a alguien, así como nuestros sentimientos e incluso nuestras sensaciones, y está claro que, con la pertinaz sequía, el agua caída del cielo nos parece un regalo divino. Elijo la fotografía para acompañar mis palabras, y siento que es totalmente alegórica de la misma humanidad en su conjunto: en ella, grava de diferentes colores conforma una bonita imagen, tan sencilla como unas flores con combinaciones cromáticas diversas rellenando con las piedras unas estructuras metálicas que facilitan la elaboración, evitando que se mezclen y organizando el resultado final. Toda la grava, a pesar de sus distintos colores, tiene la misma naturaleza: la de piedra triturada con un tamaño más o menos homogéneo, y no hay enfrentamiento entre rojos y azules, o entre naranjas y verdes, por fijarme en algunos pigmentos; la diferenciación resulta en una bella armonía agradable a la vista, y en el conjunto final resaltan los variados colores, por sí mismos tanto como por su conjunción compositiva. Pienso que las piedras somos nosotros, los humanos, tan diferentes entre sí como tinturas podamos imaginar, sin embargo, exactamente iguales como especie; y la estructura metálica se me asemeja a la sociedad misma, puro engranaje en el que nos vamos acomodando con nuestras identidades bien diferenciadas y a la vez tan similares, congeniando más con quienes más en común tenemos, pero a la postre encajando en un puzle en el que todos somos necesarios y al mismo tiempo nos necesitamos.

Foto: Lola Fernández

Si no conectas, te quedas fuera, así que más nos vale ir realizando los ajustes precisos para interrelacionarnos y que la convivencia no sólo sea pacífica y armoniosa, sino cómoda y positiva para todos. Un conjunto de elementos disconformes está condenado al fracaso en la consecución de sus objetivos; sería como una de esas flores de la imagen, pero con toda la grava desordenada y con los colores sin conjugar. Igual podría obtenerse una pintura fauvista, o cubista, o surrealista, abstracta sin más, que tendría sin duda su particular encanto, pero en la consonancia y la afinación hay más probabilidades de acuerdo que entre la divergencia y la disconformidad, al menos en general. No digo yo que La consagración de la primavera, de Ígor Stravinski, no sea tan bella como pueda serlo Las cuatro estaciones, de Antonio Vivaldi; personalmente adoro ambas obras, pero soy consciente de que el gusto general se decanta más por la música barroca italiana que por el vanguardista ballet y concierto orquestal ruso; sólo hay que recordar que en su estreno, en 1913, la música y la coreografía provocaron tal escandaloso disturbio que hubo hasta que llamar a la policía, lo que no logró evitar que se siga considerando una obra musical maestra del siglo XX. Ojalá fuera posible el entendimiento general, más allá de las muchas diferencias, que nadie se sintiera más que nadie, ni siquiera porque se alíe a mayorías que a la postre son ficticias: nacemos solos, y solos hemos de morir, así que más nos vale disfrutar de la vida en concordia y sin estériles enfrentamientos. Miro por la ventana y sigue lloviendo, y no puedo sino sentirme feliz, porque por mucho que me encante el sol, ahora mismo no hay nada que me parezca más agradable que un día de lluvia.