Por Lola Fernández.
Tiene noviembre un no sé qué, que a algunos les hace sentirlo como un mes triste, tal vez porque empieza con el Día de Todos los Santos, seguido del Día de los Difuntos; igual también influye que los días se acortan y ya desde la tarde oscurece, y más cuando se inicia recién cambiado el horario, y nos pilla todavía adaptándonos a los desarreglos que dicho cambio ocasiona en nuestros relojes biológicos. Personalmente, me encanta noviembre, tan otoñal, históricamente relacionado con el culto a la diosa Isis, que, desde la cultura egipcia, pasó al mundo grecorromano, representando todo el poder divino femenino; de hecho, el nombre de este mes viene de novem, por ser el noveno del calendario romano, novembris, antes de añadirle alguno más con posterioridad. Más allá de calendarios, la vida se mueve a través de sus hojas, con sus realidades, vestida en bastantes ocasiones según costumbres y modas: las primeras, a base de habitualidad y tradición; más de tendencias, las segundas. No sé por qué, pero se me despierta la rebeldía ante ambas: no me gusta demasiado actuar según lo acostumbrado, porque creo que se pierde personalidad y se gana en uniformidad; y me parece que seguir las modas, es la mejor manera de quedarse desfasado y demodé. Toda novedad lleva aparejada la aceptación y el rechazo, y así ha sido generación tras generación; precisamente, el choque intergeneracional se ha apoyado muchas veces en el contraste entre lo moderno y lo anticuado, basado en la moda.
Si me pienso adolescente puedo llegar a entender la sorpresa de nuestros padres ante los gustos que teníamos entonces: seguramente, igual que a mí no me gusta el reggaeton, ellos no entenderían demasiado qué encontrábamos, por ejemplo, en el movimiento punk, que nos encantaba. Modas y corrientes aparte, tengo muy claro que, en aquellos tiempos, nuestras preferencias eran personales, y no estaban marcadas por eso que hoy conocemos como los influencers. No me cabe en la cabeza la notoriedad que hoy en día tienen ciertas personas que son referentes para otras por la cantidad de seguidores en las redes sociales, muy raramente por la calidad de sus propuestas; y no por ello dudo de la personalidad propia de la mayoría de la juventud, aunque tampoco de su carencia en una minoría creciente. Por supuesto que siempre han existido modelos a seguir en los diferentes y diversos ámbitos sociales, aunque la diferencia está en que en ellos lo esencial es un talento y una obra que despiertan admiración, nunca la capacidad de influir en determinadas industrias de consumo gracias a un copioso número de seguidores en las redes sociales. Cierto que las percepciones pueden ser engañosas y confundirnos, como si miramos una imagen de flores secas y nos parecen estrellas de un cosmos vegetal, pero no podemos dejarnos llevar por las apariencias, esas que son ley de vida para las personas supuestamente influyentes. Todo lo aparente tiene algo de fingido y artificial, que es tanto como decir que es falso; me parece mucho mejor mirar más allá y buscar la autenticidad, que, con independencia de su cualidad positiva o negativa, al menos es real. No sé ustedes, pero entre una bonita mentira y una verdad, incluso no siendo atractiva, sé muy bien con qué me quedo, aunque no esté de moda.