Por Lola Fernández.
Ya los primeros homínidos, hace millones de años, antes de que surgieran los neandertales y el Homo sapiens, migraron desde África hacia Europa y Asia, cuando las condiciones de vida se hicieron muy difíciles por la desertización a causa de la progresiva extinción de las selvas y los bosques, por el cambio climático, buscando alimento o huyendo de vecinos agresivos. Esto ocurría mucho antes del control del fuego, que la ciencia data hace un millón de años, y de que se originara el lenguaje, muy posterior, tan esenciales ambos para el devenir de la especie humana. El ser humano es la única especie sobreviviente del género Homo, animales que surgieron del complejo y largo proceso de la evolución, y no hay ninguna duda sobre que no hubiera sido posible prosperar hasta hoy de no haber sido por esas primeras migraciones de nuestros ancestros hacia tierras más acogedoras. Entre las aves, dejando al margen a las residentes, que permanecen siempre en el mismo hábitat, las migraciones son habituales estacionalmente hablando. La pauta general entre las que migran es viajar dos veces al año: hacia el norte en primavera, para reproducirse, y hacia el sur en otoño, para la invernada. No se me ocurre siquiera imaginar barreras o fronteras para impedir la expansión de los homínidos, o para evitar los desplazamientos de las aves migratorias; tampoco me cabe en la cabeza pensar en el nacimiento de mafias que se enriquecieran a partir de la imperiosa necesidad de cambiar de entorno al variar sus condiciones y tornarse inapropiadas para vivir adecuada y cómodamente.
Hoy en día, la fachosfera ha conseguido que, de repente, la inmigración se convierta en la principal preocupación de los españoles, que tiene guasa la cosa, cuando hemos sido un país de emigrantes, y, junto a dicha preocupación, el español medio reconoce que los inmigrantes no le afectan negativamente en ningún sentido. Creo que hay que ser muy despreciable para no estar de acuerdo con el derecho que tiene cualquier persona a escapar de un territorio y ambiente hostil, sea por pobreza o por miedo a morir en cruentas guerras; y no entiendo cómo no quita el sueño saber que hay tantos cientos y miles de seres humanos desesperados que mueren tratando de alcanzar supuestas tierras de progreso. No se puede hablar de progreso si no existe humanidad, si se deja morir a la gente en el mar, si se realizan planes de migración que implican encerrar a las personas en centros fuera de los países a los que llegaron, si se va creando una idea del inmigrante como enemigo (cuando a nivel económico es necesario para cualquier país). Quienes contribuyen a todo esto, activa o pasivamente, parecen olvidar que no es más que alimento para el fascismo, que ha encontrado un tema que incrementa su número de votantes y es de fácil enraizamiento entre ignorantes y desinformados. Las políticas de odio sólo expresan el perfil de gente mala y amargada que ni vive ni deja vivir; olvidando que las mentiras y patrañas que alimentan su extremismo tienen las patas muy cortas y nunca podrán convencer, si acaso vencer a base de imposiciones irracionales. El instinto de supervivencia no podrá ser jamás eliminado, todo lo más puntualmente perturbado; como a nadie se le ocurriría pensar que las aves migratorias dejarán de volar entre países o continentes, a no ser que las dejen sin alas.