Por Lola Fernández.
Cada ciudad es ella y cómo se gestionen sus circunstancias. Obviamente, hay lugares con un encanto natural que ya tienen mucha ventaja a la hora de ofrecer bienestar a sus vecinos; otras, sin embargo, tiran de patrimonio para compensar su menor atractivo; y las hay, privilegiadas, que son bellas y la historia ha dejado magníficas huellas añadidas. La belleza natural necesita de cuidados, aunque éstos son aún más necesarios en la artificial, y pobres de quienes piensen que una ciudad se basta por sí misma para brillar, porque no es así; al contrario, son necesarios múltiples esfuerzos desde muchos ámbitos para conseguir enamorar. Es la limpieza, la iluminación nocturna, un mobiliario urbano que piense en los lugareños y en los visitantes, la jardinería, el mantenimiento de calles y plazas y parques, el trato de los nativos a los forasteros, las políticas preventivas que eviten trastornos y problemas a las primeras de cambio cuando llegan, digamos, lluvias más intensas de las habituales; es una oferta comercial que venda las bondades y atractivos de la tierra, suficientes plazas para aparcar los coches gratuitamente, o no, cerca del centro.
Son autobuses urbanos y taxis que no desesperen a quienes desean usarlos, una buena comunicación y suficientes alicientes para atraer empresas, dueños responsables de mascotas que no dejen sus desechos orgánicos como recuerdo por todas partes, ensuciando y apestando; usar las papeleras y, por ejemplo, no tirar el chicle a la calle, transformándose en una casi perenne huella tan fea como evitable; no poner en peligro la integridad física de los transeúntes yendo como locos con patinetes o bicicletas que no respetan por dónde han de moverse, ni a quienes tienen la desgracia de toparse con ellos; no gritar como energúmenos en la marcha nocturna, con la clara intención de molestar a quien no tiene más deseo que descansar, generalmente para trabajar y rendir adecuadamente en su trabajo; por no hablar del estruendo de ciertas motos o coches con música a más decibelios que una discoteca estival. Una ciudad es, precisamente, respeto de todos hacia todos; un espacio en el que se muevan, descuidados y felices, niños, adultos y mayores; donde el ocio, nocturno y diurno, no maltrate de ninguna forma a quienes no participan de él. Una ciudad, para gustar, ha de gustarse primeramente, y ello se expresa con nativos de cualquier edad que la cuidan y miman, no que la agreden de cualquier forma imaginable: árboles partidos, evitando que un día formen parte del pulmón natural; calles sucias con hediondos rincones usados como urinarios; deteriorados bancos en los que no apetece descansar ningún cansancio; ruido, demasiado ruido; basura que el viento arrastra de un lado a otro durante meses sin que nadie se ocupe de ella. No sé qué prioridades tienen los políticos de una urbe, pero si ésta no se ve arreglada, bonita y amable, siento decirles que están fracasando: menos chorradas y más cosas prácticas que funcionen para la ciudadanía. No se trata de hacer un anuario municipal con un inventario de logros sectoriales para alimentar vanidades particulares, sino de satisfacer a quien hace que una ciudad siga viva, que son sus habitantes, no los gobernantes que les toque. Los políticos pasan y se olvidan tan pronto como se mueven las nubes por los cielos con el impulso de los vientos, pero la ciudad permanece, junto a quienes viven en ella, originarios o por elección. Más vale escuchar y conocer sus necesidades reales, que querer sorprenderles con ideas pretendidamente novedosas, porque lo cierto es que a estas alturas casi todo está inventado, y si lo imprescindible no se satisface, lo demás es superfluo e innecesario.