Por Lola Fernández.
Cada vez con más frecuencia, y eso que aún no me considero de eso que llaman la tercera edad, me acuerdo de los que sí son mayores y tienen que lidiar a diario con unas tecnologías que llaman nuevas, aunque ya son también algo vetustas, y que no dejan de incordiarnos cada vez que precisamos realizar cualquier tramitación vía internet. Entre las muchas consecuencias negativas de la pandemia del coronavirus está el gusto por escaquearse la administración y muchas entidades privadas a la hora de la atención pública. Se acomodaron a lo no presencial y parece que no quieren ver personas, sólo escuchar o leer mensajes; pero hace ya mucho que no hay peligro de contagios, y la cara dura es de cemento. Y siempre pienso en la gente mayor y las muchísimas dificultades que tienen para moverse a nivel ordenadores, sin olvidar las innumerables barreras arquitectónicas que todavía se sufren en los urbanismos actuales. Se ve que esta sociedad obvia algo tan simple como que todos vamos a llegar a viejos, si la muerte no nos lleva por delante antes de tiempo y las estadísticas de la progresiva esperanza de vida en el primer mundo se cumplen. Hay que ver, con lo poco que gustan en general las matemáticas en la escuela, y lo que se pirran por los números: tercera edad, primer mundo, dígitos del pin, contraseñas numéricas mil para cualquier cosa. Ya se sabe que hay que tener todo debidamente apuntado, a la vez que lejos de los ojos ajenos, mas siempre me pregunto qué será de la humanidad conforme vaya perdiendo la memoria al ir cumpliendo años, o porque ya tengamos dispositivos que nos permiten no memorizar; no sé qué va a ser de nosotros, cuando no recordemos cómo acceder a dichos dispositivos, o no recordemos dónde guardamos el cuaderno con los datos más importantes.
Certificado digital, cl@ve (móvil, pin o permanente), usuario, contraseña, cuenta, redes, conexiones… Sin contar saber seguir los pasos a dar una vez estamos ya conectados y haber accedido a lo que deseamos, porque hay que rezar si nos toca pedir algún tipo de información telefónicamente: pulse, diga, haga… Sé que saben perfectamente lo que quiero decir sin mayores explicaciones: todo es demasiado complicado para cualquiera que necesite algo, así que es muchísimo peor para personas que por la edad pueden tener carencias sensoriales esenciales, en relación a la vista y el oído, por ejemplo. Qué sociedad nos estamos dando, tan absurda que nos estresa y nos pone de los nervios a la mínima de cambio. Dicen que Dios creó el mundo en siete días, y siempre añado que podría haberse dado más tiempo y hacerlo un poco mejor, pero si me fijo en los hombres y su sistema social ya me quedo sin palabras, porque peor, imposible. Demasiada dificultad para todo, un exceso de canales de comunicación para sólo constatar la terrible soledad de la gente en general, y de los mayores en particular. No vivimos en ciudades amables, no estamos preparados para algo tan urgente de atender como el cambio climatológico: seguimos talando árboles y los sustituimos por cemento, hormigón y muchas banderas, como para que en lo alto de los mástiles se mueva al viento la constatación de la imbecilidad imperante. A la inteligencia ya le añadimos el adjetivo artificial, porque la natural empieza a brillar por su ausencia. Un desastre, ya les digo, así que mejor no hablar de añadidos tan terribles como guerras, éxodos de gente sin esperanza en origen ni en destino, y demás temas estrella en los noticiarios diarios. Vamos a quedarnos con la belleza de una buena lluvia y el olor a tierra mojada, y con el bienestar que proporciona la contemplación de algo tan hermoso y perecedero como las flores, o de los bosques o las almas de la gente buena; agradecidos cuando podamos comunicarnos sin consignas ni barreras de ningún tipo, con algo tan potente como la palabra y el contacto humano directo.