Por Lola Fernández.
Cantaba Sabina aquello de quién me ha robado el mes de abril, y yo me pregunto quién le roba a septiembre su cuota correspondiente de verano, emperrados muchos en que el fin de la estación llega con el de sus vacaciones de agosto. Y no, más allá de que paulatinamente se va prefiriendo el noveno mes del año para irse a descansar, pretendiendo inútilmente huir de masas y carestía, la estación veraniega no termina hasta el inicio de la cuarta semana de septiembre, así que menos prisas: que cada quien saque la ropa otoñal cuando guste y guarde la de baño y toda la parafernalia estival hasta dentro de un año, pero no finiquiten el verano antes de tiempo, que después se acordarán y ya sí que será sólo un recuerdo.
Las prisas, la aceleración, la falta de atención al momento; pasa la vida y siempre estamos igual, ya se sabe que no hay nada nuevo bajo el sol, o casi, pero deberíamos darnos la oportunidad de renovarnos día a día, sin agobios ni precipitaciones, sin empezar a correr hasta que no suene el disparo de salida, incluso sin salir corriendo, aunque todos lo hagan, andando despacio porque nos da la gana. El caso, y la cosa, es que me fui de vacaciones, de Por la Alameda, con el fin de la primavera, y regreso en el auténtico otoño, que para nada coincide con el regreso a la escuela o al trabajo. Un poco de respeto, que todo tiene su momento, no vaya a ser que por ir tan deprisa se descubra bien pronto que no se está yendo a ninguna parte, que esa es otra. A veces creo que el sistema, la sociedad, es como una enorme red que atrapa a demasiada gente, que no tiene cuidado ninguno en no dejarse llevar, que incluso pudiera parecer que se siente a salvo en dicha red, sin tener que moverse más por el inmenso océano. Les cuentan rollos patateros y se los tragan gustosamente, aceptando los infundios como si se trataran de corbatas y foulards con los que adornar sus trajes cortados a medida por la manipulación más burda que podamos imaginar. Son los tiempos que nos toca vivir, qué remedio; pero hay mucho margen de libertad como para no dejarse atrapar, o para saltar de las redes antes de que las recojan.
Algún día alguien me sabrá explicar cómo es posible que una guerra pueda detenerse para vacunar a unos niños a los que en días posteriores masacrarán sin pestañear con armas asesinas; es como si pensaran que en el más allá hubiera virus, cuando la realidad es que todos los monstruos y bichos malos viven a este lado de la existencia. Seguramente ese alguien me dirá que siempre ha sido así, que todo lo malo se repite invariablemente desde que el hombre dejó de ser mono y se puso a jugar roles de un ser supuestamente inteligente; que lo que ahora ocurre es que se le da demasiada publicidad a todo, y encima algunos siguen nadando libres sin dejarse embaucar. Sin embargo, cómo aceptar que no se puede cambiar a mejor, que la evolución humana no nos proporcionó un mínimo de humanidad, aunque sólo fuera eso. Por más que sea muy difícil entender que esta sociedad no aprende de su historia y siempre camina como queriendo repetir sus grandes errores, hay que ser fuertes y no perder las ilusiones. Igual un día se acaban, como por arte de magia, el fascismo, las guerras, el abandono indecente de la ciudadanía a su mala suerte, el desarrollo insostenible que azuza a nuestro planeta a recordarnos cada vez con más frecuencia que no somos nada cuando decide hablar, y todo lo malo que nos rodea. Habrá que seguir nadando, aunque sea a contracorriente, y desear que las redes de la alienación no nos limiten hasta acabar con nuestra fuerza.