622. La ley de la frontera

Por Lola Fernández.

Día sí y el otro también las noticias nos hablan de problemas fronterizos que el Derecho Internacional no resuelve, bien porque no puede, bien porque no se le hace ni caso. Y no todo está tan lejos como Rusia o Israel, que ahí tenemos a Gibraltar, que por avatares históricos y cesión española pertenece a los británicos, a pesar de su ubicación en la costa andaluza. Tampoco ha de darse el conflicto fronterizo entre dos naciones, y como ejemplo ahí estaba el muro de Berlín, separando a familias alemanas, y resultando en unas 140 víctimas hasta que las revueltas populares de un modo pacífico y sin muertos acabaron derrumbando ese fatal invento para separar, que estuvo casi tres décadas creando dolor y frustración entre alemanes. Por lo general, llegar a una frontera en la que hay que parar y enseñar el pasaporte, suele asustar un poco, igual es por la presencia policial y el tener que declarar si se lleva algo no permitido sin pagar. De ahí que cuando España se adhirió a la Unión Europea y entró en vigor el espacio Schengen, gracias al que más de 400 millones de ciudadanos pueden moverse entre sus Estados miembros sin mayores controles de fronteras, fue una maravillosa oportunidad para no sentirnos extranjeros, al menos los europeos entre sí. No, no me gustan las fronteras, y es perfecto poder viajar por la Europa comunitaria sin tener que cambiar dinero a las diferentes monedas, sin renovar el pasaporte, sintiéndonos una única ciudadanía, y no sólo para hacer viajes de vacaciones, sino también para trabajar, que a veces olvidamos lo importantes que son ciertas creaciones políticas; e incluso hay mucha juventud que no ha conocido más realidad que la actual, por lo que casi es imposible que lo valoren en su justa medida.

Foto: Lola Fernández

España tiene fronteras con Portugal, Francia, Andorra y Marruecos (desde Ceuta y Melilla), con bastantes diferencias entre ellas, pero mis preferidas siempre serán las naturales, como las cordilleras o los ríos. Las separaciones geográficas están ahí desde siempre, mucho antes de que se inventaran los países y las nacionalidades, así que desde el origen de la humanidad han servido como reto para superarlas. Allí donde ha habido un río lo suficientemente caudaloso y ancho, el ser humano ha ideado cruzarlo en barco, y con el desarrollo de las ciencias ha levantado puentes; es lo más lógico y positivo, crecer rompiendo obstáculos y barreras; lo de levantarlos, estilo muro berlinés, no puede ser catalogado sino de absurdo y empobrecedor. En la fotografía de hoy, una imagen del río Guadiana, separando como frontera natural, España y Portugal a la altura de Ayamonte y Vila Real de Santo Antonio, con unas barquitas en sus orillas, varadas en tierra cuando baja la marea, y mecidas por unas aguas que, según sople el viento, bajan sumisas hacia el mar, o ascienden tierra adentro rebeldes e ilógicas, retardando un momento la hora de fundirse con el océano, tal vez soñándose peces que ascienden río arriba buscando su lugar de nacimiento, siguiendo un mapa secreto en su memoria. Y sobre las aguas del río, un cielo cuajado de nubes que se deslizan tranquilas, dejándose llevar por los vientos, sin saber de ninguna ley de la frontera, lusas a veces, andaluzas otras, y siempre celestes, que para eso son parte esencial de los cielos, blanco sobre azul, mirándose presumidas en el espejo fluvial.