Por Lola Fernández.
No hay que tener vocación de eremita, ni abrazarse a la misantropía para entender el nacimiento de las tarifas de acceso a algunas ciudades en determinadas fechas, o los impuestos turísticos, aunque no creo que sean muy disuasorios: quien desee ir a algún lugar en cierto momento, irá, no caben muchas dudas. Entre la soledad física y el tumulto hay un continuo de gradación, y tantos puntos de distancia como gustos personales, pero creo que será general el rechazo a pasear por ciudades abarrotadas, como si entráramos en la calle principal de un recinto ferial en el día más importante de las fiestas. Mejor playas semidesiertas que museos en los que, más que ver obras de arte, nos enfrentamos a un muro de coronillas y un mareante olor a humanidad. Es el cambio más significativo postpandemia: la masificación por aquí y por allá, por tierra, mar y aire; somos así, no queremos quedarnos encerrados, aunque fuera nos pasemos añorando la mayoría de las veces el encierro.
Nos movemos en un continuo oscilar entre esto y lo contrario, aunque no deseemos que sea así, es como si nos empujaran a ello. Despiertas nuevo y descansado, con suerte, y ya el mismo subir las persianas y mirar qué día hace te mediatiza: que si lluvia, que si sol, que si nublo. Eternos insatisfechos, ahora que empieza a descubrirse por la generalidad la importancia de la salud mental, somos como máquinas, algo imperfectos, pero poderosos, como aquellos primeros electrodomésticos que parecían imperecederos. Entre la tradición y el amor a los animales, ahora que se renueva el conflicto entre tauromaquia sí o no; entre la ilusión y la estafa, en un juego de confianza y desconfianza. Entre el consumismo y la moderación, ese consumismo que te lleva en ocasiones a tener tanto, que ni sabes cuánto tienes: llamadas para recordarte que has de cambiar de móvil, o de coche, o de préstamo, cuando tú estás más que satisfecho sin tanto cambio; y esa especie de ascetismo que te lleva a soñar con no salir, no viajar, no comprar, no empezar otra serie nueva, no nada más. Entre la risa y el llanto, la superficialidad y lo profundo; entre la espada y la pared, sin ganas de contiendas, de guerras y conflictos, de opciones y decisiones; sin tener que elegir y rápido, que se te pasa la vez.
A veces sólo nos apetece dejar de estar en medio de dos frentes de batalla, y nos queremos en tierra de nadie, por el puro placer de descansar de choques y enfrentamientos que ni buscamos ni podemos evitar. Aspiramos a sentirnos islas perdidas en ultramar, sin temor a que la elevación del nivel de las aguas, por efecto del calentamiento global, nos lleve a convertirnos en islas inundadas y sumergidas bajo el mar. Ni blanco ni negro, ni este o el otro color; ni fuerte ni débil, ni más ni menos; ni con prisas ni despacio, a solas o en compañía; ni fácil ni difícil, ni accesible ni impenetrable. Moviéndonos en un terreno libre de presiones y condicionantes, con la tranquilidad que dar hacer lo que sea que hagas, pero porque quieres, no porque tienes que hacerlo aunque no quieras; todo ello más allá, por supuesto, de las obligaciones sociales y personales más elementales, como las relativas, por ejemplo, a la familia y el trabajo. Hay cosas que hay que hacer, sí o sí, pero a partir de ellas empieza el mundo de la autodeterminación y la voluntad propia; es cuestión de saberlo, o de quererlo, o de atreverse a saberlo y quererlo.