Por Lola Fernández.
Allá donde la ultraderecha tiene poder institucional, gracias a la más reaccionaria derecha que yo haya conocido desde la transición de la dictadura franquista a la democracia, la censura es una protagonista tan importante como indeseable. Nada nuevo bajo el sol, por cierto, pues en España ya se vio ese empeño en censurar política y culturalmente todo lo que no fuera acatar el franquismo tras la Guerra Civil, e incluso durante ella; y así, tras el golpe de Estado de 1936, el empeño del aparato político, con la fervorosa ayuda de la Iglesia, fue censurar aquello que no siguiera fielmente la ideología y la moral totalitarias. Se buscaba, sin más, aniquilar de cuajo la libertad de expresión y de opinión, y porque no podían controlar el pensamiento, aunque ya se encargaban de inocular sus credos y proclamas desde la escuela hasta el último rincón del país. Los censores eran un gremio de personas con escasa cultura, aunque también los hubo más preparados académicamente, y ojo avizor de vigilantes que, como perros guardianes, se esforzaban por clasificar, cortar, vetar, elaborar listas, y todo lo que se pueda imaginar que hace un inculto tratando de cercenar la cultura. Aunque fue una época desolada y triste para la creatividad, también es cierto que algunos artistas se las ingeniaban muy bien para saltarse sutilmente los límites impuestos, y aunque la autocensura era lo más frecuente, antes de que los extraños metieran mano en las obras propias, también se engañaba a mentes tan oscuras y cerradas como las de los encargados de velar por la pureza ideológica. Pienso, por ejemplo, en Berlanga, y no hay más que ver algunas de sus películas de por aquel entonces para comprender que su intelecto e ingenio eran muy superiores a la mediocridad censora de la época. Junto a obras que brillaban, por más que trataran de apagarlas, las irrelevancias propias de aquellos días, en las que se fijaban los ideales y principios a seguir, retratando una sociedad que era para llorar, por mucha risa que provocaran ciertas películas y libelos, muy populares, sí, pero que a día de hoy sólo provocan vergüenza ajena. Qué decir si no de películas como La tonta del bote, en la que los personajes clasistas, sexistas, misóginos y absurdos, eran dignos precursores de los vergonzosos protagonistas del cine de destape que tuvimos que sufrir en la transición.
Sin embargo, la auténtica tonta del bote es la censura actual en las redes sociales, a base de algoritmos de rastreo, que tratan de luchar contra los discursos de odio a partir de un conjunto de palabras que les lleva a distinguir casos graves de incitación a ese odio que fluye mezquino en dichas redes. Si de eso se encarga la Inteligencia Artificial, que le cambien el nombre por Imbecilidad Supina, por ejemplo, porque es un auténtico fracaso. Lo último que me ha pasado en Facebook es que me censuraran compartir una noticia del Ideal en la que, textualmente, decía: “No es Noruega, es Güéjar Sierra”, la imagen viral de Granada tras las lluvias… Resulta que estaba siendo agresiva y violenta, por colgar una preciosa imagen del Embalse de Canales, que había visto casi en las últimas a finales de enero, y que ahora resplandecía lleno de agua; y no sólo me borraban lo compartido, sino que me avisaban de las más serias y graves medidas que tomarían conmigo de volver a repetir algo así. No tengo que explicar que me quedé estupefacta, hasta que vi la palabra Sierra y entendí que me habrían confundido con una descuartizadora; lógicamente pedí una revisión y al instante dieron marcha atrás en tan estúpida y absurda censura, una vez que un ser humano miró y leyó sin los mecanismos algorítmicos. Estoy segura de que ustedes tendrán más ejemplos parecidos, y es que no se le pueden pedir peras al olmo, porque esto es como ir a conocer el mar, y quedarse anclado en la arena sin llegar a la orilla.