Por Lola Fernández.
Después del cálido invierno ha llegado una primavera de esas que llaman locas, porque sopla el viento, llueve y nieva en las alturas, lo cual no me parece locura ninguna, con la falta que hace el agua. Sin hacer caso del clima de estos días, el jardín y la casa se llenan de flores, o de promesas de floración, igualmente ilusionantes. Dentro de nada se abrirán los capullos del lirio amarillo, y florecerán las varas de la orquídea blanca, mientras las caléndulas brillan con su naranja dorado que alegra cualquier rincón y que despiertan y se abren en cuanto sienten los rayos de sol sobre sus hojas. Los diferentes geranios florecen incansables como una paleta multicolor, mientras los ramilletes de echeverías son un reclamo irresistible para los insectos polinizadores, entre las preciosas florecillas de las diversas suculentas. En conjunto, las plantas son como un tesoro, pero cada una de ellas son una joya única, con su propia historia y su devenir específico. No hay que nombrarlas ni llamarlas por su nombre, pero hay una química especial entre ellas y quien las cuida y se preocupa de que tiren adelante desde el primer momento, y duren los máximos años posibles a continuación. Imposible explicar la satisfacción que da coger unas hojas de laurel para algún guiso, o ver las flores del peral, después de un largo invierno sin hojas, cuando miras el fino tronco y las ramas, y te parece increíble que después se vista de verde y eche esos bonitos ramilletes de flores que, con suerte, se convertirán en frutos. Cualquiera que guste de la jardinería sabe que, cuando una planta se pierde, duele; al igual que cada brote es un regalo de la naturaleza que compensa con creces los cuidados, riegos, mantenimiento y todo tipo de esfuerzos que requiere mantener vivo y bonito un jardín.
Puertas adentro, las plantas de interior parecen embellecerse únicamente para nosotros, sin ningún interés en atraer insectos, y sin preocupación alguna por los fríos o el molesto viento. Siempre recordaré cuando se me ocurrió sacar fuera una dracena marginata que crecía con tal vehemencia que me hizo temer que no tendría sitio para seguir creciendo: parecía estar a gusto en su nueva ubicación, pero me bastaron unas semanas para comprobar que la cosa no andaba bien, que no había sido una buena idea, y aunque hace años que volví a meterla dentro, su crecimiento se frenó, y al mirarla se puede ver que sufrió y no se le ha olvidado. La verdad es que hay que ir aprendiendo sobre la marcha, y, aunque se tenga buena mano, no es nada fácil lo de la jardinería, pues sólo centrándonos en el riego, por ejemplo, es todo un mundo de aprendizaje en el que la teoría está muy bien, pero es en la práctica del día a día donde se aprende de verdad. Aparte del valor de unas plantas sanas y bellas, cómo ignorar el especial significado que algunas de ellas tienen para nosotros…; es el caso de la begonia grandis cuya imagen ilustra este artículo, que formaba parte del jardín de mi madre, y que ella tuvo especial interés en que yo me la quedara cuando faltara, junto con otras más que siguen vivas y preciosas. No sé describir mis sentimientos cuando la veo florecer, tan delicada y bonita, tan sana como cuando eran sus manos quienes la cuidaban, aunque seguro que si alguno de ustedes tienen plantas de sus padres, o incluso de sus abuelos, me entenderá perfectamente. Son esas emociones que nadie ve, porque son invisibles, y que se adhieren a unas flores, a una joya, a un libro, a un mueble, a una receta, y a tantas cosas que nos rodean, o no, y que nos recuerdan a los seres queridos que ya se fueron, pero que están vivos y eternos en nuestros corazones.