Por Lola Fernández.
Qué difícil y complejo es el mundo de los sentimientos y sus emociones, cómo cuesta explicar algunas conductas de los a veces mal llamados seres humanos, dado su grado de inhumanidad, cuánto pueden llegar a asustar ciertos comportamientos a todas luces crueles y desalmados. En qué balanza o péndulo se mueven el amor y el odio para que un padre sea capaz de asesinar fríamente y con alevosía a sus hijas de 4 y 2 años, sólo para matar indirectamente a la madre, en un caso más de esa violencia llamada vicaria, que es un modo como otro cualquiera de señalar un hecho monstruoso. Todo monstruo se esconde bajo una máscara para no provocar el espanto propio de su condición, pero cuando actúa se caen las caretas y cualquier persona que no sea igual se sobrecoge. Hay acciones que dan miedo incluso desde fuera y sin nada que ver, así que no me imagino cómo será convivir con este tipo de bestias. Qué nivel de egoísmo se puede llegar a acumular para que un niñato despreciable sea capaz de abandonar a su abuela a las puertas de un hospital, como quien deja un trasto viejo junto a los contenedores de basura y se aleja sin mirar atrás; igual se siente un ser sensible por haber elegido un hospital, comparado con otro caso que me viene a la mente en que el anciano fue abandonado por su familia en una gasolinera. No es normal tanto disparate, por mucho que cada vez sea más frecuente, y la desesperanza a veces es demasiado intensa con sólo una mínima implicación en estos tiempos que nos toca vivir.
Hasta qué punto puede extenderse la venganza para usar el hambre, y ahora también la sed, como arma de guerra, junto a los bombardeos y demás ataques bélicos; cuántos muertos necesita el odio para sentirse satisfecho y dejar las matanzas de gente indefensa. Contra cuántas personas han de abrir fuego los terroristas para consumar una masacre que les parezca adecuada a sus deseos de muerte inocente. No, no estamos locos, solamente estamos aterrorizados y espantados; los locos son ellos, los que no dudan en atentar y en dejar un reguero de sangre y destrucción tras de sí. Matanzas con todos los medios al alcance de unos perturbados fanáticos que en ocasiones usan trajes de camuflaje, pero otras veces esbozan sus mejores sonrisas de jóvenes chicas haciéndose selfies con un fondo de aniquilamiento. Puedes ver imágenes de estos dementes y parecerte gente normal y corriente, como si fueran al mercado a comprar en lugar de a provocar fieras barbaries que dejan una huella de muertos; o de supervivientes que, a lo peor, no tienen nada que comer, pero que empiezan de inmediato a alimentarse de odio y sed de revancha. Fusiles, ametralladoras, cañones, misiles, drones de combate, tanques, granadas de mano, ataques por tierra, mar y aire; me dan igual los medios y las fuerzas de operaciones, se les llame como se les llame, porque carecen de la principal fuerza, la de la razón: matar a los semejantes es siempre irracional, excepto acaso cuando no queda otro remedio. Pero no me creo en absoluto que no haya más alternativa que los atentados, las matanzas, las guerras; o el envenenar, quemar o matar a los hijos propios, cuando no directamente a sus madres; o el abandonar a los padres o abuelos, por ser un incordio insoportable para malnacidos. Miedo da pensar que, por desagradables que lleguen a ser algunas máscaras, más repulsiva es la realidad que se esconde bajo ellas, en esta farsa de encubrimiento y engaño.