Por Lola Fernández.
Hay guerras que surgieron como para ser rápidas y resolutivas, y que parecen enraizar contra todo pronóstico. Guerras tan sucias y terribles como todas, pero que se nos meten en casa día a día, con sus partes de muertos y demás tropelías. La invasión de Ucrania por parte de Rusia, hace ya más de dos años, con un total de víctimas que espanta, pero que, sin embargo, es casi una nadería si atendemos a las sistemáticas matanzas de palestinos por la salvaje acción de Israel, emperrado en no dejar rastro de vida en la Franja de Gaza, convertida en una trampa sin salida para divertimento de Netanyahu, que ni parpadea cuando perfila su genocidio particular matando sin piedad a personas hambrientas que luchan por un puñado de harina. Guerras vomitivas que pretenden eternizarse y extenderse, y contra las que poco se hace, excepto invertir en armamento, que es como avivar los fuegos con viento. Hablando de fuego, qué terrible el incendio en Valencia, con semejante voracidad, que arrasó en menos de media hora las viviendas de 450 personas que en ellas vivían. Creemos estar a resguardo en nuestros hogares, y al ver cosas así no podemos sino sentir un escalofrío y pensar que nadie está a salvo de estas trágicas realidades, tan insospechadas como ciertas. Guerras, incendios, matanzas, víctimas, qué maldita música de fondo para poder vivir en paz, que es lo que cualquiera desea; porque la inmensa mayoría aspiramos a la tranquilidad, el bienestar y la alegría. Algo tan simple en teoría como convivir sin enfrentamientos, y qué difícil nos lo pone este convulso tiempo de cambios.
Como siempre que lo humano me sobrepasa, me consuelo con la naturaleza, enfrascada igualmente en las variaciones propias del preámbulo de la primavera. La natural mudanza de fin del invierno, en el que los árboles, que parece que estuvieran muertos, en cuestión de pocos días se llenan de yemas que enseguida son hojas de un verde tierno. Es el momento de múltiples metamorfosis que ocurren ante nuestros ojos, y dentro de nada, todas las ramas yertas se vestirán de vida, en un proceso cuya precisión escapa al designio de los seres humanos. También en los campos de batalla se irá desperezando la primavera, pero será más difícil verla entre árboles quemados y edificios derruidos por la acción de los bombardeos; aunque incluso en la explosión nuclear de Hiroshima hubo unos 160 árboles sobrevivientes, conocidos en Japón como hibaku jumoku. El hombre es el peor enemigo de nuestro planeta y de quienes lo habitamos; sin embargo, y por fortuna, no es omnipotente en su capacidad destructiva. Así que seguiremos confiando en que se puede vencer a los tiranos y lograr una paz mundial que será buena para la generalidad de la humanidad; soñaremos que los cambios sean, sobre todo, los marcados por la madre Naturaleza, aunque sigamos sufriendo los de la hora dos veces al año; deseando, sin desesperar, que el ambiente político que nos rodea, tan encarnizado e inflexible como la misma guerra, se calme de una vez por todas y permita que la ciudadanía no viva enfrascada en un desagradable enfrentamiento a todos los niveles. Seguro que sobreviviremos a este desapacible tiempo, e incluso nos haremos más fuertes, que es lo que suele ocurrir ante la adversidad y la hostilidad, siempre y cuando no sucumbamos al implacable efecto de tanto indeseado, e indeseable, cambio.