Por Lola Fernández.
Hace unos días escuché en la radio a un periodista especializado en arte hablando de algo que me pareció muy interesante: parece ser que está demostrado científicamente que mirar arte ayuda a gestionar la ansiedad y a combatir el estrés, especialmente las pinturas de paisajes. Y en ellas, hay cuatro elementos esenciales en los que fijarse buscando eliminar tensiones y agobios: el horizonte, las nubes, la luz y el silencio. Explicaba este experto que el horizonte nos sirve para soñar lo que no se ve; con las nubes podemos imaginar que se mueven y tener la sensación de estar flotando en el aire como ellas; la luz siempre es muy diferente según las horas del día o las estaciones pintadas, siendo perfecto el juego de luces y sombras según nos encontremos; y el cuarto elemento seguramente será el más complicado de pintar, aunque muchos artistas lo hacen sirviéndose de brumas y nieblas, por ejemplo. Es obvio que la mera contemplación no será de demasiada utilidad, que somos nosotros y nosotras quienes hemos de contribuir con una mirada activa, que nos permita abstraernos de lo que nos circunda y de nuestros problemas, logrando que la belleza sea sanadora. El periodista apuntaba un pintor y una obra que realizó en un momento de mucho estrés, por estar en pleno divorcio con su mujer, y después de buscarla no puedo resistirme a compartir el nombre de dicho artista y de esa obra en concreto: Gerhard Richter, “Iceberg”; si la buscan ustedes, entenderán muy bien todo lo expuesto hasta aquí sobre este tema.
Personalmente, me encantó esa charla radiofónica, porque me gusta mucho la pintura, y nunca viene mal conocer lo que la ciencia aporta al arte, máxime cuando es algo tan práctico y sencillo. Y digo yo, si los paisajes pintados son así de positivos, no me cabe ninguna duda de que observarlos en plena naturaleza será aún más idóneo para transmitirnos paz y aliviar preocupaciones y demás. No es difícil entender por qué la vida en el campo suele ser mucho más relajante que en la ciudad, especialmente si ésta es una gran urbe, ruidosa y contaminada. Me parece mucho más factible la calma en plena naturaleza, con su ritmo acompasado al lento discurrir de las horas, que en una localidad urbana en la que la norma suele ser la prisa: correr, correr y correr, sin saber el porqué, pero correr. Y si me dan a elegir, en paisaje pictórico elegiría una marina, y en la realidad, paisajes cuyo protagonista sea el mar y sus motivos de toda índole. Claro que no estoy pensando en grandes oleajes y cielos tormentosos, pero la misma visión de un puerto pesquero en las horas en que los barcos están en reposo, tal vez sólo interrumpido por alguna gaviota que va a posarse en ellos, es bastante más tranquilizante. Los veleros, por ejemplo, suelen ser ruidosos incluso atracados en puerto, a causa del viento y elementos de mástiles y velas; pero las barcas, qué delicia mirarlas mecerse quedamente en las tranquilas aguas del embarcadero. No me extraña la cantidad de barcas que pintaron los impresionistas, por citar alguna corriente pictórica, tales como Monet, Renoir, Gonzalès, Degas, Cassat, Pissarro, Morisot, Sorolla, Rusiñol, y tantos otros; porque el impresionismo me parece un estilo pictórico muy adecuado para escapar del estrés, y su tratamiento de la luz es sencillamente espectacular. La misma obra que inauguró esta corriente, “Impresión, sol naciente”, de Claude Monet, es perfecta para movernos por horizonte, nubes, luz y silencio, como coordenadas para desestresarnos. Cosa que no se me ocurriría decir de cualquier obra perteneciente al fauvismo, con sus colores tan agresivos y violentos, nacido precisamente como reacción al impresionismo; que no digo yo que no hubiera maravillosos pintores fauvistas, incluso preciosas pinturas de barcas y de paisajes en dicho estilo, aunque no las llamaría relajantes, que ya se sabe que cada cosa en su momento, y, además, no siempre vamos a mirar arte porque nos encontremos agobiados.