Por Lola Fernández.
El otro día veía en la plaza de una ciudad una placa informativa sobre un algarrobo centenario, que lucía espectacular debidamente protegido; y ello me hacía pensar en la ligereza de algunos para eliminar árboles, sin importarles lo más mínimo que son seres vivos con una historia. Hay que tener muy poca sensibilidad para mostrar tal falta de respeto, aunque qué cierto es eso de echarle margaritas a los cerdos: nunca ha de presuponerse una delicadeza que después brillará por su ausencia. Por increíble que pueda parecer, hay a quien un árbol no le dice nada de nada, así que, si está en medio de algún proyecto, invariablemente lo hará desaparecer, sin estudiar más alternativas. Suele ser así con respecto a la naturaleza en su conjunto, que hay muchos humanos para quienes ella les está siempre supeditada; así que nada tiene de extraño que, con el paso del tiempo, hayan logrado que las fuerzas naturales impongan su ley dejándoles en evidencia, a ellos y a su nimiedad. Por mucho que se quiera aparentar, en los detalles está la verdad en muchas ocasiones, aunque, por desgracia, sean invisibles para una gran mayoría de seres que viven en los parámetros del todo, sin caer en lo importante que es cada elemento para sustentarlo. Es casi como eso de burro grande, ande o no ande, que a quien se guía por ello, no le vas a hacer entender que hay cosas pequeñas tan importantes, o más, que lo gigante. Y creo que con las montañas pasa igual que con los árboles: hay quien las ve y sueña con subirlas, y quien no cae en la cuenta de su existencia, o, todo lo más, las sitúa perennemente en un horizonte inalcanzable. Algo que me llama mucho la atención en esto de las cimas y cumbres, es cómo muchas veces van asociadas a leyendas que pasan de generación en generación contando historias que no se sabe muy bien si son ciertas o inventadas. A saber, parejas protagonistas de amores imposibles que se despeñaron, como en el caso del malagueño Peñón de los Enamorados; o mucho más sofisticadas, como la leyenda del tajo de Roldán, en el Puig Campana, la segunda cima más alta alicantina, para explicar poéticamente por qué falta un trozo de roca allí arriba, etcétera. Parece como si se quisiera hacer más asequible esa grandeza natural que poseen las montañas, aunque sea a base de humanizarlas con relatos que nos las acercan un poquito.
Mucho más prosaicas que estas reflexiones sobre la naturaleza, algunas noticias que leo, no sin quedarme perpleja por la falta de lógica y lo absurdas que son. Cómo no sorprenderse al conocer que se piden tres años y medio de cárcel para unos vecinos que impidieron el desahucio de una madre y su hijo, o cómo se castiga a quienes hacen del salvamento humanitario de náufragos en el Mediterráneo su bandera, por poner sólo dos ejemplos. Sirven como muestras del errático devenir de nuestra sociedad a muchos niveles, y son como detalles que hablan a voces de la tontería que llevamos hacia adelante, olvidando que a veces hay que detener el paso y pensar, antes de seguir avanzando, no sin cambiar previamente el paso, y hasta el rumbo; y todo ello a nivel colectivo, porque cuando la necedad y el despropósito superan los límites de lo personal, las soluciones han de ser sociales y moverse en el cauce de lo general. Mientras tanto, no dudo que cultivar el amor por los detalles, sean flores, sean palabras, sean decisiones, sean los que sean, nos ayudará a movernos por la vida sin tener que estar recordando a todas horas que a veces el camino está conformado de arenas movedizas que en cualquier momento pueden engullirnos sin más.